jueves, 5 de abril de 2012

Bitácora XX: "Entre océanos"

1-      Ciudad de Panamá. El fantasma yanqui. El reencuentro con el Aguará.
2-      Pajonal. Una escuelita entre quebradas verdes y ríos claros; y el incomparable cariño de los paisanos de tierra adentro.
3-      Por los caminos istmeños. Las últimas paradas en tierras interoceánicas.


1- Ciudad de Panamá. El fantasma yanqui. El reencuentro con el Aguará. El agente migratorio de la isla El Porvenir, con su uniforme oficial Kuna-Yala, nos presagió que era imposible salir de allí hasta el día siguiente por lo menos. Por sobre todos sus argumentos, primaba el que salgamos en su lancha, para lo que él mismo nos cobraba.
Así y todo, a las corridas conseguimos un lanchón, y por la mitad del precio que nos exageraba el tipo. Despedirse de improvisto de Richi fue algo duro pero inevitable.
Nos empapamos  en cada galope náutico durante casi una hora. Veníamos de varias noches de mal dormir, vómitos y mareos y alimentándonos sin horario, y ahora un poco de agua antes de dejar San Blas. Igual estábamos contentísimos de estar allí.
Cuando por fin tocamos tierra, tras recorrer incluso un río de agua dulce, también tuvimos muchísima suerte de conseguir dos lugares en uno de los vehículos especiales que llegan hasta Cartí, donde nace la carretera. Fueron casi tres horas de viaje. El primer tramo fue un zigzagueo constante de curvas cerradas y de pendientes increíbles: Pensábamos que el Aguará no hubiese podido recorrer un centímetro de ese camino del demonio.
Como es parte del Territorio Kuna, son ellos los que controlan el tránsito vehicular, y los que disponen que a la tardecita se cierre la ruta para que no se viaje de noche. Pudimos atravesarla justo a tiempo.
Después de varios pueblitos de aspectos tropicales y coloridos, nos adentramos en la gran urbe de la Ciudad de Panamá. Ahora sí estábamos un tanto aturdidos por el paisaje. En pocos días habíamos pasado por varios sitios tan disímiles que cuesta dimensionarlos tan cercanos. Pasar de Sudamérica a Centroamérica también es una motivación simbólica importante. Pero sin lugar a dudas, el fuerte contraste entre esta metrópoli agringada de enormes edificios espejados y la simpleza con la que se vive en las islas kunas rodeadas por la inmensidad del Atlántico nos generó un impacto.
Teníamos el contacto de María Heller allí, una argentina radicada en Panamá hace años, que es una capa en lo que educación científica se refiere. Pese a algunos intentos, no pudimos avisarle que llegaríamos. Recién desde el celular del propio chofer de la camioneta que nos trajo le hablamos. Además, como el motorhome descansaba en el puerto de Colón, debíamos dormir en su casa. Ya la noche se había hecho lugar hacía unas horas pero a María no le importó.
La chata nos dejó en la puerta de su casa. De la isla Kuna en un Atlántico deslado hasta la casa de María en el Pacífico babilónico.
En su casa, ella, su marido Fernando y su hijo menor Felipe (el mayor Francisco está en Suiza por un intercambio cultural), se encargaron de hacernos sentir como reyes. No podía ser más oportuno esa gente y ese lugar. Entre jugos naturales, quesitos raros, una lavadora con secadora mágica, internet, y mucho cariño humano tuvimos que forzarnos a seguir la ruta.
Al día siguiente salí solo hacia el puerto de Colón a buscar al Aguará. Ahí sentí todo el peso de la estupidez burocrática. Pasé varias horas yendo de acá para allá por sellos, papales y firmas y llegadas las cuatro de la tarde las oficinas me cerraron sin que pudiese sacar el auto. Del trato y la negligencia operativa de la multinacional noruega Walenius no comento nada sólo para no volver a recordarlos.
Así que otra vez la vuelta en bus, ahora por más de tres horas por la congestión. No había sido un día fructífero.
A la mañana siguiente lo mismo, pero con parte del tramiterío avanzado. No fue fácil y no faltaron enojos, pero la media tarde me encontró con las manos sobre el manubrio del extrañado Aguará.
Como veníamos algo preocupados por el ya viejo tema de la garrafa (o de cómo rellenarlas siendo que en cada país usan válvulas y sistemas distintos), frené una planta colosal de gas. Resumidamente, conseguí una garrafa del tamaño justo para el tambucho, con boca a rosca hembra, me la pudieron rellenar y encima no me cobraron ni la garrafa ni el llenado. Es decir, todo gratis. Era la primera vez que el tema gas nos sonreía en lo que va del viaje.
Volví a Panamá casi sin perderme, con el Aguará y la nueva garrafa. El sistema que ideamos para que no puedan robarnos nada en ningún puerto dio sus frutos: no faltó ni la mugre con la que los despachamos en Cartagena.
Ahora, nuestra prioridad en la gran ciudad era reparar el maltrecho tanque de aguas sucias. No quiero agrandarme (me cuesta un poco) pero no teníamos ninguna expectativa al respecto por varios factores, entre ellos la ruptura considerable, el tipo de material del tanque y la dificultad e incomodidad que implicaba sacarlo y volverlo a poner.
Me llevó Fernando en su gran moto a una ferretería especial, compré resina, catalizador, algunos metros de fibra de vidrio, un pincel, un barbijo descartable y guantes para lavar los platos. Al día siguiente el tanque quedó una pinturita y después de un mes (y muuuucho uso) sigue intacto.
Para no monopolizar todos los aplausos vamos a decir que la labor de la Sofi lavando y reubicando absolutamente todo no fue moco de pavo, y menos con casi cinco meses de embarazo.
Al anochecer nos dedicamos a dejarnos mimar por María y su familia. Fuimos invitados a un congreso de astronomía de la Asociación Panameña de Astrónomos Aficionados (APAA), que estuvo muy bueno por cierto. El panelista especial era el astrónomo francés que vive en San Pedro de Atacama y nos invitó a su impresionante espectáculo del cielo a través de sus enormes telescopios bajo el mejor cielo del mundo. El tipo, que cobra y caro por la astro excursión, se enteró del proyecto y nos invitó de onda. Un capo.
El evento se llevó a cabo en Fort Clayton, donde funcionó durante décadas el cuartel principal norteamericano, que albergó en sus tiempos la mayor cantidad de personal civil y militar estadounidense en América Latina. Albrook, el barrio donde vive la familia de María, y su casa inclusive, funcionó como residencia de las familias de los soldados. Es realmente extraño caminarlo. Aunque todo en ciudad de Panamá lo es. Por cada esquina se respira todavía la presencia yanqui, y en Fort Clayton y Albrook sobre todo. La urbanización y la arquitectura parecen escenografías de las películas de Hollywood de los años 60. Las veredas anchas con el césped al ras, el típico buzón de correo, los porches a la entrada, las calles curvas con exagerada señalética y los enormes tachos de basura de chapa que usaban en Don Gato y su Pandilla retrotraen a la película Pear Harbour.
Además, en casa de María nos volvimos a encontrar con Lali y Santi, a punto de comenzar su periplo ciclístico. También se arrimó la Naty, la moza de la recordada pizzería Latinoamericana, todos de la banda cartagenera.
Mientras con la Sofi poníamos a punto al Aguará en el patio de María, Santi y Lali preparaban sus bicis. De más está nombrar la paciencia infinita de la familia Heller, a la que aprovechamos para agradecer sinceramente.
También en su casa, ya un refugio, conocimos personalmente a Lineth, ex alumna de María y activista de la organización Oruga, que trabaja con comunidades rurales haciendo énfasis en asuntos ecológicos y sociales.
Con ella coordinamos el trabajo en la escuelita del Pajonal, en la provincia de Penonomé. Así que el mismo lunes salimos con dos súper bicis en el techo, de estos ciclistas de juguete.

2- Pajonal. Una escuelita entre quebradas verdes y ríos claros; y el incomparable cariño de los paisanos de tierra adentro. El viaje fue desventurado y llegamos al Pajonal como a las dos de la madrugada. En verdad, después de muchas vueltas por caminos rurales, cansados decidimos dormir en una canchita de fútbol. Al amanecer nos enteramos que eso era Pajonal, y la escuelita estaba enfrente.
De ahí en más comenzaría un romance idílico con la comunidad entera. Dalmaris, la directora, nos recibió con una sonrisa genuina de oreja a oreja. Con dos palmadas hizo que cada grupo escolar se formara con su maestro frente a nosotros, y de a uno empezaron a recitarnos poesías y canciones preparadas especialmente para la ocasión. Con la Sofi, todavía con la almohada pegada, no entendíamos nada. No dejaban de agradecernos solemnemente que hayamos elegido su escuela para realizar los talleres. Nosotros pensábamos por dentro que cuando nos conocieran no dirían lo mismo.
El “trabajador manual” de la escuela, Enrique, de quien ya nos habían referenciado que “si había una persona a clonar, era Enrique”.
En su terreno encontramos un pastito freso y limpio, bajo la sombra impagable de un mango frondoso. Ese paisaje, con una llave de agua potable y la hermosísima familia de Enrique fueron el marco perfecto en el Pajonal. A su vez, el Pajonal fue el marco ideal para el proyecto Miradas.
Para esa escuela programamos un taller integral, completo y bien organizado. En pocas palabras, comenzamos trabajando con el concepto de lo más lejano; después profundizamos unos días sobre diferentes aspectos astronómicos y terminamos haciendo foco en lo cercano, para que desde ahí los chicos hablen de ellos mismos. De principio a fin el taller fue impecable. Una de las mejores cosas fue que Lali y Santiago se pusieron el traje de fotógrafos y camarógrafos que, por primera vez, capturaron un registro profesional de calidad televisiva.
Fue tan bueno su material audiovisual, y tan piola la convivencia con ellos, que proyectamos trabajar en conjunto en adelante, en sintonía con lo que venimos proyectando con Alf y María en Rosario para un potencial documental de Miradas.
Por las tardes, cuando terminábamos las actividades en la escuela, nos pasaban a buscar diferentes grupos de alumnos para ir a pasear al pueblo, para conocer alguno de los pintorescos ríos de la zona o porque la abuela de alguno nos invitaba a comer a los cuatro.
Pero además de estas visitadas especiales, todo el día recibíamos en nuestro estacionamiento a interminables grupos de chicos que veníamos simplemente a curiosear, a hablar al pedo, a conocer el Aguará, a mirar por la caja oscura o por el microscopio, para el que traían insospechados objetos diminutos. En medio del griterío descontrolado de los chicos, impacientes por acercar un ojo al dispositivo óptico, una nena de unos tres años me llama desde un rinconcito con un dedo extendido. Por el ruido yo no entendía lo que me quería decir. Cuando me acerqué a su dedito comprendí su “moco”, al que descubrí radiante en la punta de su dedito. Lo quería poner en el telescopio.
Como cierre planeamos una noche de observación a través del telescopio para todo el pueblo. Por las amenazas de nubes pusimos el proyector y la pantalla como plan B. Llegó muchísima gente, difícil de contabilizar por lo grande y oscuro del espacio. Vino todo el grupo Oruga, funcionarios jerárquicos del Ministerio de Educación provincial, gente de la capital, el encargado del único observatorio astronómico de Panamá, unos voluntarios extranjeros que trabajan en la zona, varios políticos locales y hasta una rubia platinada en minifalda y tacos altos cuyo mérito es estar casada con el hombre rico de la zona.
Lo nuestro fue lo de menos. Los chicos de la escuela nos prepararon un número de danzas tradicionales para agasajarnos.
Fue muy emotivo. Nos dedicaron discursos floreados de agradecimiento, la mayoría sinceros. Oruga nos dio un diploma a cada uno precedidos de palabras hermosas. Lo mismo hizo la gente del Ministerio de Educación, que declaró de interés educativo el proyecto. Por último habló Dalmaris en nombre de la escuela y la comunidad. Nos entregaron canastos repletos de frutas y verduras sembradas por los padres, y muchísimos regalos artesanales tradicionales, hechos con semillas, maderas, jícaros y fibras del lugar. Todavía no sabemos dónde poner tantas cosas. Menos mal que el cariño no ocupa espacio.

3- Por los caminos istmeños. Las últimas paradas en tierras interoceánicas. Tras los abrazos, esa misma noche, bajo las insistencias de Lineth y su mamá, nos fuimos a su pueblito cercano, donde nos querían invitar a su hostal familiar.
El camino hizo que no pudiésemos llegar, pero en cambio nos estacionamos en el gran parque de su terreno. Era viernes a la noche y Lineth, que tanto había hecho por nosotros, nos  consiguió un preciado espacio en el nacionalmente conocido Festival de la Naranja, en Chiriquí Chico.
El Festival era una gran feria popular: de todos los pueblos de la zona venían las familias alegres y con ganas de gastar dinero innecesariamente. Había stands regionales en el que abundaba obviamente la naranja. Al fondo y a todo volumen,  desde un escenario precario de tablones de madera, un conductor intentaba a los gritos hacer de la jornada hago inolvidable; pero un aguacero tropical se empecinó con él y los organizadores del festival. La voz del visiblemente cansado locutor aturdía de falsa alegría y un todavía más falso pronóstico climático ameno.
Mientras tanto, la Reina de La Naranja, escoltada por dos Princesas se pavoneaba por entre los puestos, en los que la gente empapada se agolpaba bajo los aleros de lona. Las seguían una pequeña orquesta -con el mismo cansancio y desolación que el conductor del evento-, que a golpe de bombo y redoblante sacudían las provechosas caderas de las orgullosas coronadas.
Vendimos todas las carteras que la Sofi hizo con cartones usados de las leches en tetrapack (colaborando con la ecología). Por su parte,  Lali y Santi hicieron lo propio con las fotos que sacaron a los grupos que subían al escenario; mientras el agua les permitió.
La pasamos bárbaro, pero las flacas expectativas comerciales (nos quedaríamos el fi de semana por eso) hicieron que decidamos salir para Costa Rica a la mañana siguiente.
Una vez más, Lineth y la gente de Oruga se encargó de conseguirnos el dinero para el combustible. En honor a la verdad, vamos a decir que El Honorable (como se hace llamar el politiquero que se comprometió a darnos la guita) se abrió de gambas increíblemente cuando lo cruzamos en el Festival de la Naranja. Unos días atrás, frente a la maestra, la directora y su propia secretaria que tomaba nota de lo hablado, quiso relucirse. Después, en el acto público nos dedicó un discurso barato de inflada valoración y nos entregó un diploma.
Al día siguiente, cuando nadie lo veía entre el agua y las naranjas, hizo como que no nos conocía.
Lo salva nuestra mala memoria para publicar su nombre, y que los pocos lectores de estas líneas no son sus potenciales electores.
Antes de irnos de la casa de Lineth, apareció un pariente suyo, representante de la comunidad. También quiso colaborar con una plata para el proyecto.
Abrazos varios, promesas de continuar el vínculo, algunas perdidas por los intrincados caminos rurales de la zona y otra vez norteando en la ruta.
Paramos en algunos puestos de venta de artesanía Ngöbe-buglé,  uno de los principales grupos originarios de Panamá (de hecho el más antiguo, conocidos por la gran resistencia que le opusieron al conquistador), que habita en el territorio norte. Nos maravillamos con sus chákaras (bolsos de fibras teñidos con colorantes naturales), las chakiras (collares geométricos hechos de huesos y conchas marinas) y sus coloridos vestidos de una sola pieza hasta los tobillos.
Se hacía de noche y decidimos parar a dormir antes de cruzar la frontera. Nos metimos por un caminito que no prometía nada. Después de atravesar la comunidad indígena de Vuelta de Sanlorencito, fuimos a dar a un muelle que da a un presunto mar.
El aspecto es el de un gran río de aguas mansas, pero así y todo es mar. Es de agua salada y sale al océano a la vuelta del cerro cónico y verde que teníamos enfrente. De entre la vegetación sobresalía el manglar, planta peculiar presente donde el mar se mezcla con el agua dulce, y que ayuda a desalinizar el agua. Por eso es tan importante su conservación.
Pero más allá de su invalorable función ecológica, el manglar reúne en sus raíces sobre el agua una enjambre de jejenes asesinos insoportables.
Cuando los locales nos vieron estacionar allí nos avisaron que teníamos que sobrevivir una hora y media más, porque después desaparecen con el ocaso como por arte de magia. Traté de distraerme entreteniéndome con mil cosas al mismo tiempo: fui a buscar unos pescados, de ahí los limones y las cervezas, bajé la parrilla, junté leña y prendí el fuego junto con Santiago.
La Sofi y Lali agonizaban a los gritos desde el Aguará. Los bichibichines (como los apodamos) se colaban por los mosquiteros de las ventanas con saña y hasta burla descarada: por cada cuadradito de la malla del mosquitero podían pasar unos veinte jejenes en formación de pirámide o en una gran ronda.
Nos consolamos un poco con el humo del fuego, aunque fue coordinado con el puntual pronóstico de los paisanos. De olvidarnos por un rato de las ronchas se encargaron los tres parcos al limón y las cervecitas casi frías; y un poco del crédito también se lo llevó el cielo estrellado.
Antes de las seis, los jejenes volvieron a recordarnos quién mandaba ahí, y con el motor todavía frío emprendimos como pudimos una retirada desordenada y cobarde.
Ninguno de los presentes recordamos dónde desayunamos esa mañana, o si lo hicimos. Creo que hubo un pacto tácito de silencio al respecto.
Después de para algunas veces por pinchaduras (tres en dos días) y una tuerca mal puesta en la base del motor, llegamos a la frontera. Por consejo fuimos a las tiendas libres de impuestos a comprar boludeces innecesarias.
De esta manera Panamá se convirtió en el país que pasamos más rápido. No nos hacía mucha gracia la idea. Aún así nos quedó un cariño indisoluble por esa Torre de Babel en la que se entrevera la etnia Kuna con sus tobilleras de colores y sus aros de oro atravesados en el tabique, la selva virgen impenetrable, los edificios descomunales de la metrópolis en la que todavía se evidencia la presencia yanqui en cada esquina, el famoso canal transoceánico, la escuelita de la pequeña y agradable Pajonal y una ineludible despedida de free shop de baratijos chinos.

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