viernes, 23 de marzo de 2012

Bitácora XIX: "Por los mares indios"

1-    En el agua. Bajo el mando de un gran capitán, aproamos Panamá. En popa dejábamos una Sudamérica fraternal.
2-    Kuna-Yala. ¿Quién dijo que no hay otras formas? Donde no todo está dicho.




1-En el agua. Bajo el mando de un gran capitán, aproamos Panamá. En popa dejábamos una Sudamérica fraternal.
1-     En un principio navegar fue mucho más duro de lo que suponíamos. Nuestros carteles de navegantes experimentados y nuestra historia inflada sobre la gran tormenta en el mar uruguayo (gastada de tanto uso) no fueron más que motivo de carcajadas para Neptuno y sus caprichos marinos.
Sin despedirnos, salimos de Cartagena con todo a favor. Pero tras un comienzo onírico -de canciones, comida chatarra y timón compartido-, el mar y su oleaje arrítmico nos cobró su bienvenida de mareos y vómitos, que desentonaron con el óleo del navegante de blanco sobre las tranquilas aguas coralinas del Caribe.
Fue una poco cordial manera de avisarnos quién mandaba allí, quién decide cuándo y de qué modo. Y pese a que nos adentramos con más respeto que hombría, no tuvo clemencia con nosotros.
Desde aquel apunamiento extremo en Olaroz Chico -en la frontera entre Argentina y Chile- no nos sentíamos así con la Sofi. Fueron 24 horas sin parar de vomitar: mareados y pálidos, caminábamos por el barco a los golpes cual bolita de fliper.
De no ser por la comodidad el velero Sibrum y sobre todo por la calidez humana de Richi, el viaje hasta allí hubiese sido terrible. Pero duró sólo un día. Cuando al tiempo nos enteramos que los turistas que pagaban una fortuna por esta excursión a bordo de elegantes embarcaciones la pasaron peor, nos reconfortamos inútilmente un poco.
El Sibrum es una galeta que compensa su lentitud con comodidad. Y el Richi no podría ser mejor capitán, de los que no les gusta serlo y eso lo enaltece. Richi es en pocas palabras un tipo excepcional, que comanda a su manera bohemia y literaria las velas que lo llevan de una costa a la otra sin apuro por pasar por el medio, porque el mar ya no les es el medio, sino su fin.
Será que la soledad del mar lo fue labrando sabio y sereno, le fue creciendo la barba y su pelo se tornó canoso. Solitario e introvertido este Gallego catalán se la pasa escuchando casi sin hablar. Y cuando lo hace, va sacando de a pedazos restos de sus tesoros encontrados en islas lejanas. De los otros, los que fue dejando para quienes vendrán después, recuerda el contenido, pero a veces se le desdibujan los mapas para alcanzarlos, por lo que delira con tatuárselos.
Nacido en el Mediterráneo, es cantor y embustero, le gusta el juego y el vino y tiene alma de marinero.
Richi condujo con destreza aguda su velero en aguas inquietas, pero nunca se olvidó de tratarnos con el cariño de un hermano mayor. No descuidó detalle para que nos sintamos a gusto. “Esta es su casa”, repetía alegre cuando pedíamos permiso. Por eso decimos que es un gran capitán, porque ante todo es un gran tipo, un tipo noble, de buena madera, como su barco. Porque lo mismo cabalga olas colosales como un Quijote de las aguas, que regala una sonrisa sincera, un poema improvisado o una canción de bolsillo.
Marino extraño y rebuscado para cuestiones insólitas, “pobre exquisito” del buen gusto y olfato sensible a las buenas historias. Lleva largas temporadas en busca de unas galletas para meter por las mañanas en su tazón de café, “que sean fáciles de partir, que no se ablanden al mojarse, que no sean ni saladas ni dulces, pero tampoco muy sanas”.
Pero conocerlo es ver en sus ojos ese brillo especial cuando nombra a su María, por cuya nostalgia fijó el retorno a tierras ibéricas. La susurra y la canta, le dedica versos, le junta caracoles y piedras hermosas, y grita su nombre cuando una gaviota se arrima al barco, para que le lleve su recuerdo de risas compartidas. Son ellas el verdadero motor en su derrotero solitario.
Dice Richi que navega porque le gusta escribir historias. Y las historias las cuenta para su María, a quien señala por las noches oceánicas con la proa a sotavento.
Lleva una mandíbula de tiburón, dibujos de su hija, un espejo roto al que le busca un marco especial, adornos exóticos de rincones lejanos y de amuleto un viejo cuatro venezolano hecho con restos de madera de barcos encallados. Le faltan cubiertos pero nunca un buen vino.
Cita frases de su madre, de su padre y de una abuela analfabeta. “no le cabe un pelo en el culo ni a martillazos” citaba de un padre fiestero y temerario. De su madre trae siempre la cocina, su hogareña templanza y los libros compañeros. De sus amigos anécdotas y de los viajeros sabiduría gitana.
El archipiélago de San Blas está constituido por 365 islas (una para cada día del año, según dicen allí) en el deshabitado extremo oriental panameño. Si bien es uno de los destinos más exclusivos del mundo por el encanto de sus aguas turquesas, islas vírgenes y arenas suaves, lo que más nos llamaba la atención del lugar es su historia cultural. Estábamos en territorio libre Kuna Yala, el pueblo con mayor autodeterminación de América, sobre todo a partir de la Rebelión de 1925.
Divisamos un par de cinematográficas islitas en medio del mar. Desbordaban de una vegetación alta y verde, que contrastaba con el azul plomizo del mar y del cielo, que por su parte le propiciaban el marco ideal.
Y después de de casi treinta horas constantes de navegación decidimos fondear tras la cobertura de dos islas relativamente chicas. Era nuestra propia isla, la soñada. Anclamos y bajamos a explorar el lugar. Las aguas cristalinas y las palmeras inclinadas repletas de cocos desentonaban con la basura que llega flotando desde quién sabe dónde. Almorzamos en la arena, nadamos e hicimos snorkel. Éramos un trío de chicos disfrutando todo el mismo tiempo como cuando suena el timbre de salida de la escuela. Ahí tuvimos nuestro primer contacto con un kuna, que se acercó pescando en su canoa de tronco ahuecado. Intercambiamos pocas palabras, ya que no tenía un español fluido. Nos llamó la atención que de lejos parecía un chico, por la silueta. Pero era un hombre mayor, del que no me animo a arriesgar su edad.
Al atardecer nos dedicamos a pescar y a ponernos diestros con un mítico sextante marino.
Al día siguiente volvimos a mar adentro zigzagueando los interminables bajo fondos de este archipiélago caprichoso de grandes piedras y bancos de arena ocultos.

2-Kuna-Yala. ¿Quién dijo que no hay otras formas? Donde no todo está dicho.
 Esta vez el derrotero fue de cuatro o cinco horas sobre olas de dos metros y una lluvia constante. Habíamos divisado en la carta náutica un grupo de islas no muy lejanas donde fondear escudados del viento. Cuando nos acercamos vimos con sorpresa que era un pueblo kuna, superpoblado a simple vista. Sorteamos varios bancos de arena y anclamos por fin frente a Tikantiki, del que supimos es una aldea sumamente tradicional del pueblo kuna yala.
Atardecía, el cielo plomizo que taponó el sol todo el día se tornaba más oscuro cada minuto. Por las aguas donde flotábamos pasaban mansos insólitos desechos de civilizaciones lejanas. Y enfrente teníamos un poblado maltrecho, de casitas improvisadas superpuestas, que la opacidad del clima la quitaba brillo y color.
El viento soplaba fuerte y no conseguíamos ninguna señal humana de los kunas vecinos. De la única canoa con cuatro jóvenes que pasó cercana, sólo se escucharon vocablos desconocidos, y la incertidumbre de no comprender absolutamente nada del diálogo, que seguro rondaba a torno a estos tres foráneos raros que “estacionaron” en su patio acuático.
Para colmo, Richi decía que todo aquello le generaba nervios. Por fin, después de un buen rato de incógnitas grises, apareció remando lento un viejito. Lo invitamos a subir. Hablaba perfecto español. Aquilino es el encargado de la comunidad de darle la bienvenida a los visitantes, a y a cobrar la cuota comunitaria por el fondeo.
Por nuestros propios prejuicios, en un principio nos resultó un chanta, de los que sólo nos querría sacar plata. El primer diálogo fue el siguiente:
- ¿Quiere tomar algo?
- Si, porque ando con sed -dijo; a lo que agregó- ¿qué tiene?
- Agua.
- No, gracias.
Con eso ya nos cayó simpático este guía local, como se autodefinía. Le hicimos un café que le encantó, pero nunca entendió por que le servimos tan poco. Definitivamente nos había comprado.
Aquilino nos contó del lugar, acerca de la historia y el presente. Nos contó cómo mantienen su propia ley, ajena a la panameña. Nos sugirió esperar hasta el día siguiente para visitar el pueblo. Se ofreció para acompañarnos al día siguiente, tras hablar con el sáhila, el jefe del lugar.
Se quedó más de una hora charlando amigablemente de todo. Cada tema era más interesante que el anterior. Habíamos leído acerca del Rebelión del 25 -de la que hace diez días se conmemoró un aniversario con grandes festejos- pero la narración personal nada tiene que ver con los libros. Y quedamos más apasionados de lo que veníamos con el tema. Otra arista que nos inquietaba del Territorio Tule (como le llaman localmente al lugar) son las apariciones repentinas de kilos de cocaína que naufragan en las costas de las comarcas kunas, con consecuencias catastróficas. Resulta que esta región es de un alto tránsito clandestino de narcotraficantes colombianos en su paso hacia Centroamérica. Viajan en pequeñas avionetas que vuelan bajo para no ser detectadas, y también en lancha rápidas que atraviesan las aguas protegidas por la espesura de la noche. A ellas les apuntan las bombas de los teledirigidos norteamericanos. Y así son cada más frecuentes los paquetes del polvo blanco flotando hasta la arena, o enredados en las atarrayas de los pescadores.
Fue tragicómico escuchar a Aquilino intentando explicar que las apariciones eran lo mismo que la lotería. “Uno no sabe cuándo va a pasar, pero un día ahicito está. Y uno se hace millonario”, contaba ante sus tres interlocutores incrédulos.
Además, Aquilino nos enseñó algunas palabras en el “idioma” (kuna). Así pude saludar torpemente a unos chicos que pasaron remando, para terminar de verme como un gringo turista en su intento estúpido por caerle simpático a los locales.
Por la noche descorchamos un vino que nos cargo con todo el peso de un viaje rudo, llevándonos derecho a la cama. Desde el camarote, con las escotillas abiertas, alcanzamos a saborear antes de caer desmayados la brisa fresca de un Caribe que ahora sí nos extendía sus brazos remeros.
Yo me levanté de madrugada a escribir algo en la computadora, con el pretexto del aniversario de la salida desde Rosario. Todavía temprano salimos en el chinchorro por fin a Tikantiki.
Dar un paso allí fue adentrarnos en otra dimensión. Este fue sin dudas el lugar más alejado de la cultura occidental y judeocristiana en la que nos criamos, superando al interior profundo boliviano de inciensos y ritos extraños.
Estuvimos en la casa de Aquilino con su mujer y otros familiares. Las mujeres visten la mola, un vestido colorido hecho con restos de prendas industriales, a las que le cosen sus típicas telas bordadas a mano con hilos de muchos colores, que simbolizan pasajes de su historia o elementos relevantes en la vida kuna. También llevan hermosas tobilleras y muñequeras de perlas y mostacillas de colores, pectorales y aros de oro en las orejas, y un singular aro ancho de oro macizo en el tabique nasal, que se perforan en un rito sagrado cuando niñas.
El único que hablaba español era Aquilino, por lo que el diálogo con el resto estaba intermediado por él. Cuando en nuestra presencia los kunas hablan el idioma, no sólo no comprendíamos absolutamente nada, sino tornaban el ambiente místico y extraño, ajeno, singular. Pero estábamos encantados con aquella experiencia única, que afortunadamente evadió los circuitos turísticos tradicionales.
Caminamos durante un buen rato por las dos islas habitadas, separadas por un puente construido por el gobierno nacional. El andar fue interrumpido varias veces por presentaciones, saludos y charlas breves con los que se interesaron en nuestra presencia. Por nuestra parte, hubiésemos entrado en cada bohío de caña y paja, pero la idea de emprender viaje por la tarde y la singular personalidad de los kunas (que puede ser interpretada como antipatía) nos lo impidió.
Con el sáhila la charla fue escueta pero agradable. De manera protocolar nos permitió visitar su isla. Recorrimos la escuela, que es el único lugar donde flamea la bandera panameña. En las viviendas en cambio, enarbolan la bandera kuna yala (como la español, pero con una suerte de cruz esvástica negra en su interior), acompañada, por estos días por la de guerra o rebelión (roja).
Conocimos la Casa Congreso, donde tres veces por semana debaten abiertamente asuntos comunales. El mismo pueblo pena a los que cometen un error con una multa o una charla frontal en la que lo persuaden del problema.
También hacen un monitoreo permanente de sus propias autoridades, a las que más de una vez depusieron. Nos contaron el caso de un ex sáhila que se quedó con una plata comunitaria. Lo depusieron, y actualmente está pagando lo robado, en libertad.
Al museo no pudimos entrar porque no estaba el portero. Una pena.
Hablamos con artesanos, con pescadores y agricultores. Nos contaron acerca de la vida cotidiana en estas islas aisladas, paisaje peculiar que posibilitó la continuidad de sus tradiciones.
Casi todas las mujeres intentaron vendernos alguna prenda típica. Cuando les preguntamos si se las podía fotografiar, algunas accedieron contentas, otras se negaron y otras mercantilizaron el retrato a un dólar.
Volvimos en el bote inflable los tres en silencio. Estábamos impactados. Necesitábamos tiempo y distancia para procesar lo vivido. La visita no fue idílica ni pintoresca. Fue extraña. Voy a evitar hacer juicios de valor sobre algo al que apenas conocí, por respeto y por humildad.
Parecíamos de mundos diferentes. Semejantes y distintos. Herederos de una irreconciliable relación tensa de siglos. ¿Qué tenemos en común con ellos? ¿Qué nos diferencia?
Voy a sugerir material bibliográfico para que tenga más herramientas de análisis algún interesado, de la misma manera que prefiero publicar el material audiovisual para que los testimonios hablen por sí mismos.
Hoy Kuna – Yala padece dos problemas inmediatos: los paquetes de cocaína que aparecen de manera súbita por sus aguas, generando adicción y una marcada y peligrosa distancia económica entre los “afortunados” y el resto de la población. Y por otra parte el cambio climático a nivel mundial amenaza el vulnerable hábitat isleño, teniendo en cuenta que si sube un metro el nivel del agua (como se prevé para las próximas décadas) desaparecerían los poblados.
Sobre la mentada Rebelión de febrero de 1925, resumidamente señalo que para ese entonces, el gobierno disponía de una Guardia Colonial que por lo cuentan sometía a los kuna yalas a todo tipo de vejámenes: les robaba lo pescado, a los hombres los apresaban por nada y los molían a palos, las mujeres muchas veces eran sometidas a violaciones y ante el menor murmullo, incendiaban las aldeas.
Resulta que un buen día se cansaron los indios de los atropellos y agarraron el toro por las astas. Y así colgaron a estos guardias, y a los kunas que los atendían en las islas.
En seguida el gobierno atemorizado invitó al pueblo Tule a sentar las bases constitutivas de una nueva relación estado-pueblos originarios, con normas de respeto sumamente progresistas para la época. Panamá reconoce las autoridades propias de los kunas desde 1938, cuando se creó la Comarca de San Blas, conocida como Comarca Kuna-Yala. En 1953, se aprobó la “Carta Orgánica Kuna”, estableciendo las autoridades locales.
Desde ese entonces, los kunas gozan de una soberanía excepcional que reafirman cotidianamente en cada asamblea comunitaria.
Van con estas líneas nuestro respeto más profundo a esta cultura ancestral que mantiene sus principios pese a la extinta colonia, a los estados modernos del siglo XIX, y a la actual invasión de turistas que, como nosotros, bajan de los barcos cámara en mano.

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