viernes, 23 de marzo de 2012

Bitácora XVIII: "De caminantes y caribes"

1-    De vuelta en Cartagena. Donde se cruzan los caminos.
2-    Palenque. La libertad ganada.
3-    Caravana de amigos a Barranquilla. La fiesta del pueblo.
4-    En manos de la burocracia. El tramiterío para cruzar al Aguará.





1-De vuelta en Cartagena. Donde se cruzan los caminos.

 Pasamos bastante tiempo en la ciudad de la muralla. Siempre estacionados en el callejón Espíritu Santo en la puerta del abandonado teatro de marionetas, al ladito del Centro Cultural Ciudad Móvil y enfrente del eco hotel Yolanda.

La estadía sin dudas estuvo signada por la convivencia festiva con otros viajeros, cada quien con su derrotero y su proyecto, su mochila de imágenes retenidas y voces desteñidas.

Resulta que por su ubicación geográfica, sumado a la posibilidad que le permite (merced al interés yanqui, como era de suponer) de ser casi el único nexo entre Sudamérica y Centroamérica, Cartagena de Indias es un punto de paso obligado para los viajeros que vienen subiendo o bajando. Por eso confluyen acá historias exóticas que remiten a horizontes lejanos, a gentes distintas y a paisajes extraños. Arte y cultura son dos condimentos que rara vez están ausente cuando se juntan dos viajeros.

Lo cierto fue que confluimos varios muchos con algunos criterios compartidos, por lo que enseguidita ranchamos juntos. El Centro Cultural Ciudad Móvil y la pizzería Latinoamérica fueron los escenarios ideales para la ronda de mates, el salteado de alguna verdurita o al acompañamiento de alguna rumbita de estos pagos, sabedores de entramados de voces y silencios al ritmo de tambores negros.

El Hostel La Iguana y el parquedero improvisado donde descansaban la Banana, el Aguará, el Falcon Halcón y la combi VW Lamáslinda se convirtieron con el tiempo en lugares de encuentro, tabla’os de amistades efímeras pero sinceras, rinconcitos que propiciaron y amenizaron la palabra andante: la sublime esquina del barrio.

La pandilla de la ya mítica pizzería Latinoamérica estaba compuesta por Manu y Santi (los socios, que dormían en el velero que le cuidaban al francés Román, quien los trajo después de navegar dos meses por las Antillas), la loca Lali (hospedada en el hostel de Espíritu Santo, en el velero y hasta en el Aguará), el impecable dúo compuesto por Juan y Mauro, y la Nati, la simpática moza buena moza.

La pizzería era el lugar de encuentro ineludible, donde confluíamos tras las tareas particulares, para sumergirnos en un mundo apretado de turistas de paso, el calor del horno y los acordes aplanadores de la versión en vivo de Pepe Luis.

Manu es el extraño de pelo largo, que camina algo encorvado con el pelo revuelto que le deja el jabón blanco. Dio vueltas por mar y tierra por todos lados, y en todos lados se la rebuscó y la pecheó, pero no así nomás: siempre lo hizo música, con filosofía, con su estilo único mezcla de viajero bohemio, carismático, inocente y bonachón. Paradójicamente, sus víctimas eran las porteñas de zona norte. Cuando el sol despuntaba tras el mar dorado, salía religiosamente por su Cartagena vendiendo sus tradicionales calzones, que le dejaban más amistades que plata. De a pasitos en chancletas se fue convirtiendo en un personaje de la ciudad.

El Santi, su compañero de viajes y en ese momento de negocios, es casi lo opuesto: un tipo sumamente pensante, un poco serio, inteligente. Entendía todo, y lo que no se empecinaba en hacerlo. Juntos nos colgamos más de una vez con los movimientos celestes, y la posibilidad de ubicarse con ellos en alta mar. Santi además es uno de esos tipos que se expresa a través del lente de la cámara de fotos. Lo que hace con ella es sublime: inmortaliza historias con el tinte agudo y certero de su arte impecable, para lo que conjuga asas, velocidades, diafragmas y su humanidad rotunda hecha retrato.

Lali es la otra fotógrafa, a la que le robaron su cámara. Viaja sola en su bicicleta Kumbia, lo que le imprime un aura de guerrera del camino. Y pedaleando montañas y costas va la Lali derrochando su sabia alegría y matizando el ambiente con su cálida gracia cordobesa. Buenaza y cariñosa, Lali no descansaba yendo y viniendo a la marina para conseguir un velero que la lleve a Panamá, donde compraría su anhelada cámara para alimentar su arte y su pancita. Por las noches esperábamos sus novedades. Con Lali y con Santiago compartiríamos momentos hermosos más adelante, por lo que dejamos para esta crónica sólo esta primera impresión. A Kumbia la cargamos en el Aguará para que no incomode en el barco, y cuando nos separamos quedamos en echarnos un tramito juntos por Centroamérica, lo que incrementa nuestras motivaciones de Panamá.

En el hostel, con Lali, también estaban Juan y Mauro, dos locos hermosos de Buenos Aires que vienen subiendo por tierra. Juan plasma su mundo en papeles, agarrando el lápiz con un corazón abierto a percepciones que a los terrestres se nos escapan. El camino lo golpeó durísimo pero siguió caminando, cintureando con garra de potrero las patadas del destino, que a veces se ensaña con el capitán del equipo, el más noble, el aguerrido.

Mauro, por su parte, es un flaco alto ruliento. Militante de los que no olvidan su origen. Viajero, cooperativista (¿puede que un viajero no lo sea?), Maurito habla suave pero sus palabras inquietan, interesan. Sabe y no se hace el boludo. Camina y escucha. Mira todo a su paso. Por el camino van dejando ropa y ollas, el espacio se va achicando a medida que las historias pechean por subirse al hombro de estos Quijotes latinoamericanos. Caminantes luminosos a los que tuvimos el privilegio de conocer compartiendo.

Después de una nostálgica despedida por caminos bifurcados, encontrarlos sorpresivamente en Taganga fue un pequeño lujo que nos guiñó cómplice la huella. Y donde ellos nos quedamos haciendo lo que mejor sabíamos todos: compartiendo, unos panquequitos con dulce de leche y la resplandeciente bahía de pescadores.

También estaba la Nati, una loca re loca de las que no se dicen locas. Incluso de las que tratan de no parecerlo. Parecía venida de otro mundo la Nati, con aspecto más bien de turista, pero con una bondad que irradiaba su sonrisa descomunal. Única, sincrética y solitaria. Iba y venía desde su soledad y el silencio del que sabe escuchar.

Estaban también muchos más imposibles de describir. Por el lado del Centro Cultural Ciudad Móvil estaba lleno de copados, de entre los que destacamos a la Tana Serena y al colombiano John. Ella es fotógrafa, enérgica y alegre. Está hace unos años en Cartagena, siempre trabajando por la cultura popular desde su cámara de fotos. La tana conoce el paño latinoamericano de barro y sueños colectivos postergados. Y no lo esquiva. Lo encara con arte y felicidad. Él

También estaba el Diego, ciclista y malabarista de mil caminos. Un rebuscador de los semáforos, al que no se le olvidaba la gracia en ninguna esquina.

Y por supuesto los locazos de la Cooperativa Banana: la Tana (Nicoletta), el Tano (Mazzimo), Anita y la Negra. Amigos fraternales, hermanos y vecinos.

Visitando a Anita y la Negra estaba Vivi, Paulita y la gran Trini. Las tres maestras y actrices. Vagabundas errantes de sonrisas compartidas, monociclos, pelucas y firuletes coloridos que las verse como dentro de un marco de madera, que encuadraba sus pasos rechiflados de zapatos enormes con medias a rallas.

Con Trini y los Banas terminamos requeteguacachones, viajando juntos y compartiendo mucho más que la gorra.

Sin dudas la síntesis de esos caminos lejanos cruzados en los flacos callejones de Getsemaní fue la tarde en la playa de Manzanillo, a poco menos de una hora de Cartagena.

Salimos en caravana en la Banana y el Aguará, a esta altura compinches de mil noches alunadas en el mítico Santi Espíritu. Ambos iban sobrecargados de desequilibrados alegres y más ganas que gasolina.

El marco idílico lo brindó la playa enorme y despoblada de cara a un mar sugestivamente cálido. La arena dura nos permitió estacionarnos a metros del agua. Ni bien descansaron los motores la tropa desplegó la artillería: sacamos mesas, sillas y toldos. Mientras algunos nadábamos otros prepararon altísimos sándwiches coloridos. Cuando apareció el freesby se desató la locura grupal: marcamos la cancha, inventamos las reglas y armamos dos equipos con sus respectivos gritos de guerra. Varios gurises de la zona se prendieron más alucinados que nosotros.

Ya todos boludos grandes, nos re cagamos de la risa corriendo por la arena como quien por primera vez sale a una cancha con amigos.

Cuando el Sol decidió arroparse tras el mar Serena aprovechó para la sesión de fotos, que en definitiva era el motivo del día de playa. Posamos un rato cual modelos sobre los techos de los autos, y sobró un tiempito para sentarnos en silencio a saborear el saludo sublime  y cotidiano del astro Rey.

En la playa oscura sacamos el telescopio, por donde miramos la Luna, Júpiter y Venus antes de que las celosas nubes nos impidieran seguir relamiéndonos de estrellas.

Volvimos tarde y cansados. Algunos meses después de esa tarde todavía nos acordamos del tornasolado especial que soplaba en su brisa fresca de felicidad compartida entre amigos desconocidos. Pares lejanos que los mares de acá y allá trajeron en botellas flotando en aparente deriva.



2- Palenque. La libertad ganada.

 Camino hacia Barranquilla decidimos desviarnos hacia Palenque de San Basilio. Un palenque en Colombia es lo que un quilombo en Brasil. Es decir un lugar semi escondido, alejado de la ciudad, a donde se escapaban los esclavos africanos que conseguían evadirse. Así, aislados de la colonia, los palenques se convirtieron –incluso hasta el día de hoy-, en refugios de la cultura afro.

Palenque de San Basilio es el ícono de la africanía colombiana, en donde la lengua y los ritmos sobrevivieron a la dominación cultural forzada y a la sutil.

Tras años de lucha, Palenque también es el punto donde antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales, lingüistas, semiólogos, psicólogos, pedagogos, músicos, viajeros y políticos hacen foco para sus intereses más o menos éticos.

Caminar entre sus calles es adentrarse en el continente negro: no sólo todos son de piel negra como la brea, sino que a diferencia de todas las ciudades y pueblos de la zona esta no tiene el tradicional centro histórico colonial, ni mayólicas ni molduras de la época. De la arquitectura destacan los techos de paja, que le dan un aspecto rural a las casas aún en el medio de la ciudad.

Petrona Martínez vive junto a su voz indómita en la entrada de Palenque, tras un cartel que ostenta su nombre a la vera del camino que “esconde” a Palenque de la carretera.

Durante el día nos la pasamos conociendo gente del lugar. La Banana se estacionó frente a la casa del coordinador de una orquesta folclórica de tambores. Allí casi todos los tocan, tanto los chicos como los viejitos. El Aguará, ni lerdo ni perezoso, lo hizo detrás, pegadito a la casa de una familia muy cálida y agradable. Una de las hijas, de unos veinte años, era una bestia a la que yo miraba imaginándome a los pibes del barrio Ludueña si un día la llevaba a comer nuestros asaditos previos a la cancha. Por razones de compromisos no profundizo en detalles al respecto.

Estuvimos también en la Casa Cultural y en la escuela, donde nos empapamos sobre la implementación de un interesante sistema educativo pluricultural, que hace hincapié en el mantenimiento de las tradiciones negras.

Por la noche los Bananas hicieron su espectáculo sobre el cuidado ecológico con el que recorren el continente. Antes, Diego y Trini se lucieron con un número improvisado.

Teníamos previsto una actividad para después, pero la suspendimos por el quilombo descontrolado y el griterío generalizado de los chicos, que para ese entonces reunía a casi todo el pueblo. La salida tardía de la Luna generó un marco de oscuridad casi absoluta, en la que sólo resaltaban ojitos de a pares sobre un fondo negro.

Tras algunos intentos en vano, decidimos dejar el telescopio para mirar nuestro satélite natural. Se hizo una fila interminable, que a veces fueron varias y descontroladas. Los mayores colaboraban para que todos miren, y cuando se olvidaban eran ellos los colados.

La experiencia en Palenque fue un saboreo que nos dejó ganas de más. Por eso es probable que volvamos. Nos dio la sensación de ser un lugar interesantísimo para sumergirse en lo más hondo de la lucha por la liberación de los esclavos negros y su cultura sosegada.



3- Caravana de amigos a Barranquilla. La fiesta del pueblo.

 Se acercaba el mundialmente famoso carnaval de Barranquilla  y decidimos con los Bananas enfilar hacia allá para trabajar. Además, los organizadores de la movida –que nos conocieron en Cartagena- quisieron contratarnos para hacer los talleres de astronomía experimental para chicos, pero escudados en que ya estaba todo confirmado (empezaba al día siguiente) nos ofrecieron sólo hospedaje y comida, por lo que preferimos hacer la nuestra por fuera del evento oficial.

No son pocos los que se ufanan que el carnaval barranquillero es el segundo más grande del mundo, dudablemente detrás del de Río de Janeiro. Lo que es incuestionable es la pasión popular que despierta y el fervor que se respira en cada esquina, mucho antes de que comience oficialmente.

El valor agregado de esta fiesta pagana que a lo largo de los años se burló grotescamente de las fronteras entre ricos y pobres, y le cantó con destajo justiciero a la asimetría social; sacudieron en nosotros una motivación especial.

En el carnaval de Pasto nos habíamos bañado en harina y espuma al ritmo de las impresionantes carrozas temáticas. Este en cambio es un constante desfile de miles de alucinados que se retroalimentan de los otros tantos espectadores, venidos de todo el país y confundidos con los danzantes. Porque en el carnaval no hay escenarios ni actores, por lo menos no diferenciados del resto. Todos bailan y actúan. Y así se quedan botella en mano hasta el amanecer.

Manejar en caravana con los Bananas representaba en sí una divertidísima odisea. Pintaba la guitarra, el cambio de tripulantes, las mismas canciones, las jodas permanentes, los problemas mecánicos, las comidas con muchas ganas la vera de la ruta, los “dale con todo”.

La ciudad es enorme y algo caótica. Y para esa fecha se sobre puebla de paisanos de todos los rincones. Por suerte, los días previos al carnaval con de actividades culturales y artísticas, y el descontrol generalizado vino para el cierre.

El Aguará y la Banana, inmersos en un amor silencioso y caribeño, se estacionaron juntos frente a la casa de Rochi, a quien Ana y la Negra conocieron años atrás. Ella y sus hermanos fueron nuestro refugio en medio del caos de la babilónica Barranquilla.

Lo primero que hicimos fue colectivizar fracasos y aciertos. Y así cooperativisamos el laburo, tan difícil de describir por lo múltiple y exótica de nuestra propuesta. La Banana Mirona reunía maquillaje artístico, globos con figuras, caricaturas, retratos, telescopio a colaboración, artesanías, pines, postales, fotos con la Banana y hasta alquiler de banquitos plásticos.

Pasamos esos días poniendo muchos huevos, para juntar unos mangos, a la hora de comer y para pasarla lindo. Le dimos con todo.

Pasó mucho tiempo de aquellos días de felicidad compartida en el insuperable marco del carnaval, lo que me exime de reparar en los detalles. Por otra parte, como ya me pasó en otras circunstancias, la crónica fue quedando pendiente y cada vez se volvía más difícil de encarar, hasta el inexorable momento de reconocer la derrota y resignar el relato. Sin dudas la cobardía tiene que ver con lo lindo que lo pasamos. Del Tano, Ana, María y Trini (la Tana estaba en la Guajira) pensé mucho tiempo (demasiado) qué escribir. Aunque suene exagerado, todo se quedaba corto. Y pasado el tiempo -y en medio de otros momentos apasionantes y vívidos- se hizo todo más complicado. Por mi parte, después del reconocimiento de mi derrota, quedo exonerado de profundizar sobre sentimientos que prefiero obviar para cuida mi reputación.

Para colmo, de parte de los Bananas todo era una desbordante demostración de cariño desenfrenado. Yo me escudaba en un futuro texto con el que redimiría mi insuficiente expresión, que hoy lapido con estas palabras.

Sepan amigos del camino que quedaron muy dentro de nosotros para siempre. Cursilería aparte, no encontramos más que decirles. El calor de un abrazo compañero es difícil de plasmar en palabras, la gracia que genera una mirada cómplice no debería siquiera intentar de describir para no reducirla a un adjetivo, la dulzura del canto de una canción dedicada no tiene calificativo ni debería tenerlo.

Fueron hermanos, amigos, viajeros, compañeros, pares. Nos rociaron con algo de su magia caminera y payasa.

La Negra es una petisa encantadora, que canta y encanta. Menudita, desafía el tamaño de su cuerpo rellenándolo de una bondad colosal. Es sobre todo buena, de las buenas que no usan bolsillos porque la mano la lleva siempre extendida. Desinteresadamente.

Va y viene desde allá hasta acá, y no deja de pispear acá a la vuelta.  Habla varios idiomas, atravesó cientos de ríos y se bronceó en innumerables playas a lo largo y ancho del continente.

Para hacer de su rutina algo poco rutinario, se fue a vivir a un sueño pequeño fabricado con maderas de barcos desechos. Allí, en su colorida y diminuta casita –construida por un tío soñador- sale cada mañana en bicicleta a volar sus mundos por una Buenos Aires acartonada. Al volver la esperan las preguntas impreguntables de toda una fauna familiera y chismosa de vecinos extravagantes, de entre los que destaca el mismísimo Ancho Rubén Pechele con su conjunto de jogging amarillo patito.

La Negra es tan etérea e inexpresable como eso. Pero por sobre todo es buena. Simple y rotundo como eso: buena.

Su voz rasposa también juega a confundirse en un canto manso que convida universos de lunas y seres mitad rana mitad pez. Y así entreverada de colores la Negrita apura el paso corto para no quedarse atrás, y te alcanza con su sonrisa rutilante, para hablarte seguro de su amor que la espera de regreso.

Su gran compañera de viajes, cantos y caracoles voladores en noches estrelladas es Anita. Bananera, actriz y clown de las de a de veraz.

Anita viajó tanto tanto que la brújula se cansó de seguirla. Fue entonces que inventó su propio punto cardinal, creado a su manera loca y desafiante de las leyes geográficas. Sabemos que hasta allí se va de vez en vez, cuando se aburre de los caminos demarcados y la escasez de risas. Algunas tardes le da la mano al caminante errante y lo lleva a su morada mística, donde le regala grandes fiestas de serpentinas arrugadas, arpegios sensuales y narices de payaso. Y baila entre marionetas de cabezas exageradamente enormes, que pedalean sobre monociclos al compás de alguna rumbita; y marionetas con descomunal maquillaje y pelucas brillantes; y tamboreros negros  alucinados por fogones en la arena. Con todos ellos arma su guisado cotidiano y se echa al ruedo bajo un sombrerito a rayas.

Ana se formó en el camino y el camino le enseñó tantas cosas que escucharla amerita tomar nota. Se cae en la bici y se ríe de ella misma, imita profesionalmente el ladrido de los perros, quienes la aplauden con cuatro patas.

Trini no está menos loca que sus dos amigas. Incluso las supera. Su manera expresiva es la risa. Su idioma y su canción favorita es también la risa. Con energía inocente, la Trini camina efusiva y alegre.

Si a la Negra le cabía la palabra “buena” y a Anita “sabia”, a Trini es ante todo “despreocupada”. Locaza de mil bares, baila entre retazos de telas que hace flamear con cadencia gitana hasta que levantan vuelo en forma de banderas de colores.

Al Tano Massimo Mariotti la gracia le brota desde su propio nombre. Es un payaso del camino que transformó tristezas en alegrías por rincones como Angola, Japón, Argentina y El Salvador.  De cada lugar se llevó algo más que postales, y dejó escamas de su piel.

Alto y ruliento, camina chueco arrastrando la suela de sus chancletas pesadas,  gastadas. Como si bastase su inconfundible acento tano, habla acentuando las zetas, que se cuelan por entre sus dientes separados como racimos de su singular locura exótica y alegre.

Los chicos lo disfrutan, y a todos maravilla. Sus ojos actúan y sus manos actúan. Actúa con su porte, con su nombre y con la sonrisa impresa en el frente de su combi.

El parió la Cooperativa Banana de la mano de la tana Nicoletta. Compañeraza en los valles, en las montañas y en el cielo propio que germinan juntos a cada paso lento y destartalado de la Banana que los une.

La Tana es sabia porque calla y desde su silencio cuenta historias de laburos solidarios lejos de su tierra, firuletes y poesía garabateados en papeles reciclados y muchas noches en las que las estrellas fueron sus compañeras mudas.

A veces se echa a volar con alguna bandada de gaviotas y aterriza donde descansa el Sol, para sembrar de corazones alguna playa desconocida.

Conoce una sola lengua, la suya propia: una mezcla de italiano, español, fotos emotivas y silencios como voces en descansos necesarios.

Ahora que la Banana rumbea sonriéndole a la Cruz del Sur sabemos que nunca vamos a acostumbrarnos a su lejanía. Será que aprendimos a quererlos. Los pensamos grandulones jugando en cualquier lugar y cuidándonos el planeta, siempre dándole con todo.



4- En manos de la burocracia. El tramiterío para cruzar al Aguará.

El tema de cruzar un vehículo de Colombia a Panamá siempre es el punto neurálgico de los viajes de este tipo. Leyendo crónicas de esta aventura nos encontramos con pesadillas de todo tipo.

Por eso quisimos adelantarnos a la jugada con tiempo de anticipación.

No hay muchas formas de mandar un carro: o en un contenedor o en sistema Ro-Ro, que significa que lo suben y lo bajan andando. Por el tamaño del Aguará y por precio nos quedamos con la segunda opción, que a favor tiene lo “económico” y en contra que, al dejar la llave adentro, absolutamente a todos los viajeros le faltaron cosas.

Con las medidas y el peso, en octubre del año pasado nos habían cotizado 600 dólares. Al llegar a Cartagena actualizamos la cotización, que inexplicablemente ahora era de 2500 dólares.

Resulta que desde el 1 de enero la multinacional encargada del cruce cambió todo la organización, y ahora decidían los valores en Brasil, haciendo caso omiso a sus oficinas en Colombia.

Nadie podía argumentar nada acerca de la inflación en la tarifa. Estuvimos bastantes preocupados y bajoneados. Pero en seguida nos pusimos a tirar puntas para todos lados. Nuestro amigo periodista John  nos ayudó muchísimo con eso, consiguiéndonos reuniones con funcionarios y empresarios de diversos rubros.

Para colmo, veníamos recaudando buena guita por las noches con el telescopio, pero la Luna ahora se encaprichaba con no mostrarse y las nubes hicieron lo propio para obligarnos a buscar alternativas económicas.

Volvimos hasta Barranquilla y Santa Marta, donde tuvimos reuniones (¡para las que tuvimos que empilcharnos!) y, fiel a la costumbre local de no poder decir que no a nada, nos tuvieron en vilo hasta el final.

Al final armamos un plan a largo plazo para juntar el monto adeudado. La banda rosarina no sorprendió colaborando con la compra de remeras del proyecto que pudimos mandar por la gauchada colosal de Lumi y la Tequi, y también del Mati y Melina, una pareja de amigas de hace tiempo con los que nos topamos de “casualidad” por las callecitas de Getsemaní.

Vale aclarar que miles de llamadas y correos hicieron que por cansancio la naviera terminara descontando un monto considerable.

Pero los nubarrones grises no eran tan pasajeros, y teníamos que hacer cuentos de trámites engorrosos, de los que muchos debían hacerse a último momento por caprichos burocráticos. También teníamos que definir nuestro propio cruce (no se puede viajar con el mismo barco de carga que lleva el auto). En ese plano también había varias opciones con sus pros y contras. Y como si fuera poco, nuestro cruce debíamos definirlo y concretarlo una vez que se haya ido el Aguará por estos trámites personales e ineludibles de última hora. Ah! Y además el barco de carga todos los días posponía su fecha de llegada, y por ende la de su partida. Así la cosa el panorama ra un tanto complicado.

De no ser por la contención infinita de la banda de amigos de brazos abiertos y guitarras al hombro, de las tardes getsemanisense en las que los vecinos salen a sentir el mundo desde la mecedora, del cariño inacabable de la gente del Hotel Yolanda y de los paseos en bici con la Sofi; todo hubiese sido inimaginablemente peor.

Sudando la gota fría terminamos resolviendo todo. Al Aguará inventamos un sistema para sellarle todos los muebles internos por la posibilidad de algún manolarga; los papeles, firmas y sellos  se fueron completando; y, lo mejor fue que apareció Richi con el as de oro en la manga.

Así, de entre todas las opciones para nuestro propio cruce, la mejor por lejos era pegar algún velero particular por poca plata, posibilidad ciertamente escasa por los antecedentes ajenos y propios.

Pero este Richi noble, solitario y callado no quiso saber nada con que le paguemos un centavo. “No quiero ser su capitán y que ustedes sean mis tripulantes; quiero que seamos simplemente amigos compartiendo un tramo del viaje”. Y nosotros, después de varios reveses, suspiramos pensando que quizás el destino comenzaba a tornarse más piadoso con un injustamente golpeado Proyecto Miradas.

Atrás dejábamos una Cartagena que nos maravilló, en la que fuimos felices solos y acompañados. Un poco más allá estaba Colombia con su calidez inigualable y detrás todo Sudamérica, que nos amamantó como a sus hijos por más de un año y ahora nos saludaba con un guiño experto de despedida.


1 comentario:

  1. es hermoso todo lo que escribis yayo, gracias. ana-banana, te dedico un ladrido especial: guau

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