jueves, 19 de abril de 2012

Bitácora XXI: "La pura vida"


1- Costa Rica y el país de la vida pura. El teatro donde danza la naturaleza.


1-Costa Rica y el país de la vida pura. El teatro donde danza la naturaleza. En el Pacífico sur costarricense (o tico) teníamos un contacto en Uvita de Osa, de la que más allá de lo exótico de su nombre no sabíamos absolutamente nada.
Cuando llegamos comprendimos que se trataba de uno de esos pueblitos costeros que atraen a surfers y mochileros europeos, que cuando cae el sol en barcitos prolijamente desalineados, a lo latino.
Nosotros encaramos para el lado de la selva por la montaña, y fuimos a dar a la casa ecológica de madera de un gringo de los que son medios locos auténticos, medios locos actuados.
Igual nos ubicamos en lo alto del terreno preferencial, junto a una choza en la que el tano Roberto vive con nada y habla de la vida sin parar y con cierta torpeza lógica en el idioma.
Ahí desensillamos unos días y nos la pasamos bárbaro. Caminamos entre la vegetación frondosa hasta una cascada que forma un grupo de ollitas celestes que surcó en la piedra.
Nadamos entre pececitos de colores que se alejaban ante el menor movimiento, y después, tímidos, se acercaban a curiosear.
Andábamos con lo puesto y no necesitábamos más. Una noche con la Sofi nos bañamos juntos con agua helada a la intemperie. Estábamos rodeados de un pantano desde donde una orquesta de ranas y sapos endulzaban la escena. El marco de arriba lo daba un manto negro del que sobresalía el cazador Orión con su ostentosa figura. No podría haber sido mejor.
Lo más fuerte fue despedirnos de Santi y Lali, que venían amenazando con arrancar el pedaleo hacía días. El despertador madrugó varias veces a las cinco, pero de ellos ni noticias. Hasta que una mañana en Uvita de Osa hicieron girar los piñones por primera vez.
Salimos con el mismo rumbo pero en diferentes transportes. Pero no sentimos mucho su ausencia: a las horas los encontramos en un parador y compartimos el café más fuerte del mundo los cuatro.
Coordinamos para encontrarnos más adelante, y terminamos durmiendo otra vez el cuarteto en Quepos. Con la Sofi antes paramos en alguna playitas desconocidas de la zona.
Por suerte, el seguir viéndolos de vez en vez me exime de tener que explayarme sobre estos dos grosos, amigos del alma y compañeros de viaje. Basta resumirlos con una palabra que los sintetiza por sobre todo: son dos buenos tipos.
Tras una nueva despedida, volvimos a cruzarlos en la ruta, pero esta vez seguimos viaje. Nosotros probamos el mar bravo y abierto de Punta Bandera, o algo así. Caminamos por una gran playa interminable y deshabitada, donde –pese a las advertencias de los innumerables carteles- no pudimos meternos en bolas al mar ciertamente enérgico.
Atravesamos casi todo el Pacífico tico para adentrarnos en la sierra por la autopista nueva que une Jacó con San José. Al Aguará le costó el ascenso más que nunca, pero después de algunas paraditas en los puestos fruteros llegamos a la capital a la tardecita.
Dimos enseguida con el parque La Sabana, donde estaban varios viajeros (todos argentos) amigos o amigos de amigos, quienes nos dieron una grasosa bienvenida de choris a la parrilla que justificó el sacrificio del viaje.
En ese mismo lugar se llevaba a cabo un mega festival de las artes a todo trapo, y con la banda viajera alcanzamos a disfrutar de algunas actividades.
Pero la alegría del encuentro duró poco, porque al día siguiente salimos a buscar a la familia de la Sofi al aeropuerto.
Después de una súper producción de bienvenida sorpresa (que no funcionó) nos abrazamos con Matías, el hermano (¡a quien no veíamos hacía casi tres años!), la abuela Silvana, el primo Pitu y su compañera la Negra Nati.
Fue una salida de San José rápida y desorganizada: no teníamos destino, ni mapas ni contacto alguno. Pero por esas cosas apareció Marisol, una ecuatoriana amiga de los Bananos que reside en San Ramón, a donde llegamos de noche y sin avisar.
Ella resultó ser íntima amiga de Verónica, nuestra gran amiga de Tumbaco (Ecuador), y junto a su familia nos recibieron de manera increíble. No sólo llegamos tarde y sin aviso, sino que además éramos seis, imposibilitados de dormir dentro del Aguará. Pero para los sanramonences no resultó ninguna invasión (o no nos lo hicieron notar, al contrario). Marisol quedó literalmente enamorada de la abuela Silvana, y todos nosotros de ella y sus historias por todos los países latinoamericanos.
Es una luchadora, poeta, artista, madre, maestra, anfitriona, compañera y ahora amiga. Por eso somos afortunados.
A la mañana siguiente salimos para Punta Arena y tomamos el ferry (carísimo) hacia la península de Nicoya.
Yo soy medio boludo con la nostalgia, y los lugares donde viví momentos pasionales o felices me traen un raro sentimiento de desasosiego. Soy tan rebuscado que hace tiempo vengo imaginando cómo sería volver a ciertos lugares por los que la pasé lindo tiempo atrás.
Y con esa mariconeada llegué a Montezuma, donde había estado con un grupete hermoso recibiendo el 2000 y después en 2003, con mi hermano y otra banda de artistas caraduras.
Estacionamos un motorhome cansado en el mismo único espacio para hacerlo de manera gratuita al ladito del mar.
Pese a mi memoria flaca, todo aparentaba haberse quedado en el tiempo entre las olas del Pacífico. Pero el pueblo estaba exageradamente cargado de barcitos, casas, comercios y gringos de todos los colores.
Fueron unos días de manso compartir en familia. Armamos una ranchada desprolija y alegre al ladito de la playa. Con el Aguará de centro, a sus alrededores se disponía una carpa, una bandera de Newell’s, una hamaca sujeta a dos palmas, una improvisada cocina sobre dos piedras, un par de mesitas, un arroyo de agua dulce y el gran océano de fondo. Todo endulzado por la presencia casi constante de una singular urraca de penacho azul marino y una cola larga y fina. El ave, conocedora de su belleza, se posaba presuntuosa con increíble atrevimiento al ladito nuestro. Por las mañana nos despertaba el toc-toc de su pico enojado con su propia imagen reflejada en el espejo retrovisor. Parece que, como las personas, lo que tiene de lindo lo tiene de boludo el pajarraco.
(Escribo con muchísimo retraso, en tiempo y en vivencias).
Por las noches nos instalábamos en unos piletones que el agua en alta mar rellena, y que tienen un brillo fluorescente mágico que destella al mover el agua negra. Incluso cuando un pececito nada el efecto lumínico es increíble.
Los días en Montezuma fueron alegres y relativamente pasivos, aunque alcanzamos a visitar la isla de Cabuya, donde yace un enigmático cementerio antiquísimo y a la que se puede llegar sólo cuando baja la marea. También conocimos varias playas, y el Pitu y la Negra se llegaron hasta Mal País y Santa Teresa, la meca del surf.
Y a propósito de surf, una tarde alquilamos tablas y nos fuimos a “surfear”, o a intentarlo. Así y todo la pasamos bárbaro.
De ahí nos fuimos a Monteverde, pero por cuestiones económicas dormimos antes, en el Sardinal. Paramos en unas “cabinas” de una familia que también administra un restaurant. Con esa gente se dio una relación muy intensa. Por supuesto a la abuela Silvana le agarraron un cariño impresionante. La familia de Juanita –una madraza grande, habladora, excelente cocinera y simpatiquísima- nos trató increíblemente bien. Nos hicieron un precio bárbaro, nos compraron remeras del proyecto y cuando pasamos a la vuelta nos llenaron el auto de comidita casera pal’ viaje.
Altas recomendaciones para quien visite la zona pasar por el Restaurant El Sardinal, en esa población, y si se puede hospedarse en la cabinas, bajo el abrigo de esta familia tan latinamente hospitalaria.
Para llegar a Monteverde dejamos el Aguará en El Sardinal y tomamos un caluroso bus repleto de rubios. Apenas bajamos sentimos la presencia gringa: absolutamente todo está escrito en inglés, y los precios trepan hasta valores europeos. Todo se vende y todo se compra. Saludar y hasta tirarse un pedo cuesta algunos dólares –que es prácticamente la moneda local-.
Así y todo encontramos una cabina acogedora y enseguidita salimos a curtir los bosques nublados.
Allí pagamos de mala gana la entrada inflada que el gringo propietario justifica por supuestas actividades de investigación científica. Caminamos en fila india por unos senderos increíbles por entre inmensos árboles cubiertos de enredaderas, de los que cuelgan helechos de todos los tipos. La humedad, la frescura y una inimaginable gama de verdes hacen gala de su presencia, tan peculiar en estos bosques que por su altura condensan el agua provocando lluvias permanentes.
Todo el grupo esperaba encontrarse con el mítico quetzal, tan escurridizo y difícil de ver. Era la gran publicidad del la ciudad y del paseo. Pese a eso, los guías nos dijeron que no guardemos esperanzas de verlo: no era la hora en que se lo ve, y además esa mañana había muchísimos turistas.
La cuestión fue que nos sentamos a comer en unos troncos acostados. Yo me armé mi sándwich y no sé porqué me alejé hacia un senderito, con unas ganas indisimulables de ver al pájaro (que llevo tatuado en la pantorrilla derecha). Iba caminando a pasos lentos y giré la cabeza a mi derecha y ahí estaba: una hembra colorida que me miraba desde sólo tres o cuatro metros de distancia. Quedé atónito. Era la primera vez que veía uno.
Volví y llamé a la tropa, que largó a la mierda todo y se vino a los trancos. Algunos dudaban de que fuera un quetzal, pero yo –modestia aparte- no declinaba. Cuando llegó el macho a unos metros, con  su característica cola de plumas largas de verdes, azules y esmeraldas tornasoladas ya no cupo duda: una pareja de quetzales ostentaban su belleza en su hábitat natural para nosotros solos.
Con ellos nos quedamos un buen rato. Las lentes de las cámaras y la filmadora no tuvieron respiro, mientras los pájaros iban y venían del nido –en un tronco cercano- a las ramas desde las que indudablemente se posaban. Ver al macho volar, con todo el esplendor de sus colores, las dos alas erguidas y la cola flameando en armonía atrás es un espectáculo difícil de narrar.
Estábamos en plenitud y contentos. No lo compartimos con ningún turista porque no pasó nadie. Vimos al que seguramente es el pájaro más lindo del mundo, sagrado para los mayas, representante místico de la libertad (no puede estar en cautiverio) y símbolo nacional de Guatemala. En riesgo de extinción, confinado a las últimas superficies centroamericanas de bosques húmedos sin contaminación humana, los quetzales nos regalaron un guiño cómplice y secreto a nuestro paso por sus tierras. O no sé, pero está bueno creerlo.
Después conocimos varias atracciones más en Monteverde (vimos cualquier cantidad de animales exóticos en libertad), pero la observación del quetzal se llevó por lo menos para mí toda la atención.
Pasamos a buscar al Aguará por El Sardinal y nos despedimos emotivamente de Juanita y su familia, que se vino hasta la estación de servicio de la ruta para acompañar nuestra despedida (o para asegurarse de que nos fuéramos).
Ahí nomás, a pesar de la hora, salimos para el Caribe. Las ganas de mar turquesa y arena blanca primaron por sobre el sentido común y el Manuel Básico del Manejero. Igual fue todo bien, y atravesamos las sierras de un país pleno de una geografía magnífica, de la que no me alcanzan los adjetivos.
Ya de noche, en la Cahuita del  Calipso eterno, alcanzamos a divisar las construcciones típicas del Caribe, los negros con poca ropa o vestidos de mar. Dormimos en Playa Negra, a un lado del camino interno.
Por la mañana, mientras todos dormían, me fui a estirar a la arena y al agua. La playa inmensa me era exclusiva y la soledad se acrecentaba desde el agua. Había ganado la paz perdida la noche anterior peleando con la Sofi.
Desayunamos y fuimos directo al mercado de frutas y verduras de Cahuita, adonde se llevaba a cabo una asamblea masiva por un problema de vivienda.
Ahí conocí a un hijo del legendario Walter Ferguson, y aconsejado por él nos fuimos a buscarlo a su morada.
Al Calipso de Ferguson lo conocí por amigos ticos hace años, y desde ahí es una cita infaltable sobre el asfalto de cualquier ruta.
Ver a este músico del que tanto escuchamos fue una sorpresa: el tipo estaba viejito, ciego y con muchas dificultad para moverse. Después de hablar con otros hijos y nietos suyos, también lo supimos un tanto solo, incomprendido, desvalorado.
Pero sentir su inconfundible voz suave de calipsos antiguos fue un mimo para los oídos. Hasta se animó a una estrofita de La Mona. Una yapa de la escapadita al Caribe.
Puerto Viejo estaba atestada de turistas locales por la Semana Santa. Todavía no sabemos  cómo conseguir lugar para todos en las cabinas más lindas de la costa. Los cuatro visitantes ocuparon la habitación y nosotros como siempre dormíamos en el Aguará ahícitonomás. La encargada, una flaca de Luxemburgo, pegó tanta onda que  hasta una noche durmió con nosotros en el motorhome.
La playa la teníamos a metros, donde al bajar la mera se formaban unos piletones en las piedras coralinas que fueron un jacuzzi natural para ver la puesta del sol. Sobre nuestras cabezas, los ozos perezosos aletargaban la tarde, mientras pájaros exóticos, telas de araña kilométricas, ozos hormigueros  y toda una fauna propia de la National Geografic pujaban por aparecer en escena a los codazos.
Como si fuera poco, a metros también ranchaba otra linda banda de viajeros, algunos repetidos de la gloriosa banda cartagenera y otros nuevos, con los que veníamos en contacto virtual.
Chuno, el Mudo y Fede conducen la Paloma, un Dodge de varias décadas que no le generó ningún mal paso. De ellos veníamos escuchando por Lali, y enseguidita pegamos una ondasa de aquellas, materializada en varias noches de cena al disco de arado, más de un guaro con jugo de naranja e incontables cagadas de risa. También estaban los rafaelinos Guille y Diana, de La Más Linda; Pato y Nati de La Chancha Viajera; Nati de Cartagena, Marina y a los días se aparecieron dos bicis relucientes que traían a Santi y a Lali, nuestro queridísimos compañeros de varios caminos por acá y por allá.
Así que, Negra (como se llama al día de hoy la hija que esperamos) estaba con sus padres, una buen aparte de la familia ampliada y una patota de viajeros piojosos y divertidos. Además de quetzales, papagayos, tucanes, perezosos, hormiguitas y los lugareños con su corazón calientito como la arena de tarde.
Todos venían para nuestras cabinas a relamer el dulce de leche traído por los Méndez, y por la noche encarábamos nosotros para allá a probar un pollito al disco. Después pintaba algún partidito de ping-pong en el único bar abierto del centro.
Durante el día aprovechamos para laburar un poco con los turistas sedientos de gastar la plata en cosas innecesarias. Yo me iba a Manzanillo (la playa más concurrida) a dibujar retratos y caricaturas; y la Sofi vendió como loca sus collares y carteras ecológicas (hechas con tetrapack usados) en los comercios. Por las noches intentábamos en vano sacar el telescopio en el centro, porque las nubes o alguna tormenta molesta impedían ver los astros sobre aquellas noches caribeñas de ensueño.
Recorrimos varias playas de los alrededores y visitamos también la Reserva Natural de Cahuita.  Caminamos mucho, vimos animales desconocidos, charlamos hasta por los codos de todo y de todos y la pasmaos lindo de verdad.
Después de una semana de sedentaria tranquilidad, salimos la noche previa al vuelo de vuelta de Pitu, la Negra y Silvana. Queríamos dormir en cualquier lugar del camino, algún sitio verde, con parrilla y al lado de un río o un arroyo. Como atravesamos la gran reserva Braulio Carrillo pensamos que nos ería difícil, pero avanzando de a poquito sin querer queriendo ya etsábamos en San José. Encaramos para Alejuela, donde está el aeropuerto, ya de noche y con pocas esperanzas de encontrar algo cómodo, lindo y barato. Pero como siempre sucede en estos, y en otros casos similares, terminamos no sabemos cómo en un departamento increíble en el fondo de un hotel y la madre, con un gran jardín con pastito freso y hasta una pileta iluminada de noche.
Estábamos tan a gusto que nos quedamos hasta bien pasada la medianoche mirando películas (un extraño lujo para los rodanteros).
La noticia tempranera del fallecimiento de mi bobe querida nubló el día de sol radiante, pero seguimos para adelante; como siempre sucede en este, y en otros casos similares.
Los chicos (incluyo a Silvana por supuesto) se fueron tras sendos abrazos y hasta alguna lágrima mal disimulada. Desde lejos pudimos ver cómo un oficial revisó con paciencia nipona cada uno de los caracolitos, piedritas, palitos y cocos huecos de Silvana, que todavía cree en que esas pequeñas cosas son regalos hermosos para hijos, sobrinos, nietos y bisnietos.
Hicimos un viaje multifacético, por una Costa Rica rica en hacer sentir a gusto al visitante. Estuvimos en la sierra profunda de leyendas e historias, en la magia de los colores y la vida silvestre de los bosques nublados, en el lejano pacífico peninsular y en el Caribe rastafari y quieto.
Matías, el hermano de Sofi, a quien adoramos siempre pero vemos poco, se quedó sin destino cierto a compartir con nosotros. Así que el Aguará de viste de fiesta y seguimos viaje los cuatro. ¡Pal’ante nomás!



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