domingo, 27 de mayo de 2012

Bitácora XXII: "De centros y Américas"


1-      Nicaragua. Y su canción urgente.
2-      El Salvador. De pupusas y guerrilleros.
3-      Guatemala. Donde todavía palpita el corazón maya. La Antigua colonial.


1-Nicaragua. Y su canción urgente. De Nicaragua teníamos muchas expectativas, en especial por nuestro interés en la Revolución Sandinista. Además, llegar desde Costa Rica –que se autoproclama la Suiza Centroamericana- genera un contraste sorprendente: si los ticos son en apariencia ordenados, limpios y tranquilos, sus vecinos norteños a primera vista son gritones, viscerales y desprolijos. En seguidita uno se siente otra vez en Latinoamérica, con lo bueno y lo malo que la idea encierra.
Fuimos fieles a nosotros mismos cuando traicionamos al Manual Básico del Viajero, que aclara con letras grandes, subrayas y ente comillas “NO VIAJAR NUNCA DE NOCHE”.
Así y todo, las luces artificiales nos permitieron descubrir nuestro primer encanto en suelo nicaragüense: absolutamente todo en la vía pública está pintado de rojo y negro.
 Claro, a lo largo y ancho de la historia de la humanidad las luchas sociales y las revoluciones se embanderaron con esos colores, los de nuestros corazones.
En Granada nos esperaba Julio Vanini –presidente de la Asociación Nicaragüense de Astrónomos Aficionados (ANASA)- y su cálida familia. Esa misma noche nos invitaron a cenar y después –ahora sí reventados- los seguimos a su casa.
Como buen astrónomo Julio está algo loco, es meticuloso, sumamente razonador, obsesivo, dueño de un humor agudo y entiende cosas que muchos no. Por supuesto, pese a nuestro arribo de prepo él ya había conseguido el permiso para que estacionemos en la placita de la esquina de su casa, en el popular barrio de LaVilla.
Era miércoles y el sábado la ANASA tenía prevista una actividad nocturna, por lo que decidimos quedarnos. Si bien personalmente ya conocía la ciudad, los aires auténticamente coloniales de Granada volvieron a encandilarme como el primer día.

Los atléticos estados físicos de Sofía y Matías, sumados a sus inagotables intereses descubridores me arrastraron por ente callecitas angostas escoltadas por faroles colgantes, por el multitudinario mercado de cosas y cositas, por iglesias, peatonales, fuertes, librerías, colectivos, orillas del lago, barcitos y heladerías. Rincones en un marco rojo y negro que termina de embellecer el paisaje. 
Cuando estábamos en el Aguará, en la única esquina arbolada la simpática placita, un pelotón de gurises venía de por ahí. Como pasa a veces, al principio nos miraban de reojo y apenas si respondían a nuestras preguntas, pero al rato los teníamos que bajar del techo. Nos encariñamos mucho con un caramelo de pelo rizado y ojos enormes y claros llamado María José. Al Mati lo impresionaba con la velocidad que alcanzaba corriendo: en el medio de su charla y sin previo aviso desaparecía, y volvía a los segundos agitada, haciendo alarde de que había llegado hasta extremos increíbles con su velocidad súper sónica. Con la Sofi se sentaron -cual amigotas en la peluquería- y le contó sin pausas pero con prisa todos los detalles de su vida escolar, familiar y hasta laboral; y hasta se dio el lujo de recomendarle algunos estudios ginecológicos (de nombres complicadísimos) por el embarazo.
En fin, la pasábamos bien en la placita. De los dos arbolitos protectores colgamos la hamaca, de la que rápidamente se adueñaron los chicos subidos de a varios a la vez. Un vecino cómplice nos compartió la clave de la señal de Internet de la escuela, a la que él también accedía de manera dudosa.
Otra vecina, que el primer día vino con cara de pocos amigos a pedirnos que nos corramos, terminó instalándose en nuestro campamento, nos traía vasos cargados de su pinolillo casero y al final nos regaló una bolsa de esta bebida tradicional hecha a base de maíz tostado.
El sábado por la mañana salimos solos a recorrer el volcán Masaya, del que quedamos boquiabiertos cuando nos asomamos al cráter inmenso y activo. Estábamos a menos de un metro del monumental agujero que emanaba sin parar colosales nubes de gas. “Si ven que deja de salir gas un momento, corran”, dijo un guardaparque demasiado sincero. Además, las incesantes normas de seguridad (de las que el volcán se debe reír a carcajadas) hicieron que lleguemos con cierta sugestión, y la cosa empeoró cuando el propio guardaparque nos contó sobre la última erupción, hace unos años, cuando le cayó a los desafortunados turistas una lluvia de piedras candentes del tamaño de un auto.
En fin, sacamos las merecidas y tradicionales fotos con las banderas de Newell’s y pegamos la vuelta. Hicimos tiempo hasta encontrarnos con Julio en una gasolinera y de ahí lo seguimos hasta el campo de tiro donde a la noche se llevaría a cabo la actividad de la ANASA.
Sí, escribí bien: llegamos a un campo de tiro, donde un grupo de desatinados mentales, con aires de facho jugaban a la guerra. El “profesionalismo” del que hacía gala el dueño no nos tranquiliza en absoluto, mientras los estallidos retumbaban a metros nuestros provocando un instintivo amague de tirarnos cuerpo a tierra.
No solamente ahí hicimos la actividad astronómica, sino que además nos habían concedido permiso para dormir. Al principio nos consoló la idea de que sería el último lugar donde alguien querría molestarnos, teniendo en cuenta que quedan algunos guardias –obviamente armados- cuidando el perímetro. Pero después la imaginación nos llevó hasta una remota posibilidad de que un grupo sandinista tomara el lugar, teniendo en cuenta el arsenal que se encontraría ahí. Y difícilmente, entre la balacera cruzada, podamos explicar nuestra posición ideológica a su favor.
El detalle era que los sandinistas ya están en el gobierno, pero eso racionalidad quitaba dramatismo a la escena, así que la eludimos.
Lo cierto fue que la actividad resultó interesante mientras las nubes lo permitieron. Julio, titular de la ANASA, nos hizo hablar ante todos tras sus exagerados halagos al Proyecto Miradas. El grupo, aunque chico, está bien unido y organizado, y tiene en claro sus objetivos de difusión astronómica. En definitiva nos hicieron sentir lindo y aprovechamos para mirar algunitos astros del hemisferio norte.




Al día siguiente continuamos nuestro derrotero apuntando hacia el norte. Paramos en la hermosísima ciudad de León, cuna del levantamiento sandinista. Como era domingo no pudimos visitar algunas muestras sobre la Revolución, pero alcanzamos a mirar a NOB, caminar un poco y maravillarnos con la presencia viva de los días de bala en cada esquina.
Oscurecía y habíamos marcado en el mapa una playita cercana a la ciudad. No tenía mucho sentido hacer los treinta kilómetros que nos distanciaban sólo para dormir y continuar al día siguiente, pero el sonido de las olas rompiendo y el aroma a la bruma del mar nos atrajeron como cuerpos imantados.
Las Peñitas no prometía mucho porque era domingo y un ejército de leoneses regresaba de dejarla hecha trizas, como pasa los fines de semana de relajo popular. Dos hoteles nos negaron el permiso para estacionar en sus terrenos. Cuando caminábamos en búsqueda del preciado rinconcito de tierra para  que nos cobije durante la noche ya avanzada, le pregunto a un gringo alto y con cara de loco. Desarmaba bolsos en la vereda, en la puerta de “su” casa. Lo rodeaba más gente. En seguida nos dijo que nos estacionemos en su terreno, entre su casa y la vereda. Como evidentemente no estaba solo, le insistí en que consulte antes de decidir, que no teníamos apuro en resolver la cuestión. Pero el gringo loco hablaba en serio, a pesar de que no paraba de reírse.
Hicimos varias maniobras pero finalmente pudimos estacionarnos. Estaba el gringo (holandés por cierto), su compañera, su suegra y dos pendejitos rubios, redondos y hermosos. Mantenían entre ellos una relación sumamente cariñosa. A excepción de la señora, el resto llevaba meses en Nicaragua, haciendo trabajo social y aprendiendo español. La suegra por su parte trabaja en la pastoral carcelaria en República Dominicana.
Del otro lado de la casa, contrario a la calle, una rejita nos daba paso a la playa directamente. Alcanzamos a ver uno de los atardeceres más brillantemente naranjas del mundo, reflejado en la superficie del agua que sintetizaba buena parte de la belleza natural del momento.
Con el Mati lo disfrutamos nadando. Después salimos a contemplar los últimos haces de luz con la Sofi y su reposera. Para ese entonces la playa había quedado desierta y sólo nos acompañaban las olas rompiendo contra las rocas.
A la familia de holandeses no tuvimos que rogarle mucho para quedarnos una noche más. Mi cuñado hizo pescado a la parrilla para todos y ellos pusieron las cervezas. Después siguió destapando en la playa, para amenizar una charla corta de astronomía en la arena.
Al día siguiente rentamos una tabla y salimos a “surfear”. Creo que lo más divertido fue atravesar entre los tres, más la tabla y una mochila (donde la Sofi siempre pone innecesariedades que no se pueden mojar), un playo pero correntoso río de agua salada.
(ahora sí escribo con muuuuucho retraso de tiempo y emociones, así que evito detalles).
Me acuerdo que apenas si pudimos pararnos sobre una o dos olas cada uno, pero tragamos agua salada y nos revolcamos por como locos. A la Sofi, contemplativa desde la arena, todavía le quedaba paciencia para alentarnos.
Las Peñitas fue un lugar inesperado y mágico. Apenas unos días nos sirvieron para gozarlo como mochileros recién llegados.


Volviendo a León pudimos visitar una antigua cárcel del régimen somocista, que la guerrilla copó y ahra funciona como museo. No quiero ser pesado, pero la historia reciente de Nicaragua es intrigante y apasionante. Mi cuñado por su parte se debatía entre los combates revolucionarios y los ojos de Sheila, la negraza escultural que ofició de guía.

2-El Salvador. De pupusas y guerrilleros. De ahí en más le metimos manija. No me acuerdo si escribí o no que decidimos apurarnos por algunas razones, pero me es más fácil en todo caso repetirlo que releer lo anterior.
Pensábamos que mis viejos llegaban al Caribe mejicano a principios de junio, y hacía unos días atrás nos desayunamos que llegaban a principios, pero de mayo. Eso nos acotaba los tiempos considerablemente.
Además, con el Aguará dando pena por los caminos, pensábamos que Méjico era algo así como un “país serio” para repararlo, después de las pésimas experiencias con mecánicos cachivaches en el resto del continente.
Sumado a este prejuicio insostenible, algunos buenos amigos en tierras mayas nos ofrecían cobija, lo que viajando resulta una oferta invalorable.
Lili, de la Red de Solidaridad con Chiapas de Rosario nos sugirió visitar a una amiga suya partera en San Cristóbal de Las Casas que se dedica a partos dignos y naturales, algo que veníamos planificando desde que quedamos embarazados.
Así Méjico se convertía en el país potencialmente piola para dar a luz (cabe señalar que la nacionalidad de nuestra hija no nos importa, y nunca fue un factor determinante a la hora de elegir dónde nacer y nacernos mamá y papá. Sí queríamos, en todo caso, que fuera en un pueblo chico).
Y por último, Centroamérica nos ofrecía la posibilidad de conocerla a la vuelta. Ya que los talleres no son al estilo “paracaidista”, a la ida estableceríamos los contactos donde trabajaremos de vuelta.
Honduras fue el único país que por su singular geografía rutera pasamos de largo. Al entrar fue el primer país que nos pidió casi cuarenta dólares. Íbamos a atravesarlo en poco más de una hora entre frontera y frontera y nos parecía una avivada descabellada. Nos pusimos como mulas durante más de una hora y nos convertimos –según dijeron los agentes de aduana- en los primeros en pasar si abonar la cifra.
Paradójicamente, las rutas de ese convulsionado país son por lejos las peores del continente. Y eso que sólo atravesamos por la principal. Los baches son del tamaño de un cráter, haciendo que durante kilómetros la proeza del conductor sea encontrar las partes sanas más que esquivar los pozos.
Honduras es el famoso país que no se visita: no sólo su particular geografía y su entramado carretero lo mantienen relativamente aislado, sino que una serie de hechos en los que se mezclan la violencia política (es famoso por padecer el último golpe de estado del continente), la “inseguridad” que inunda la portada de los diarios, con la presencia fuerte de pandillas urbanas como las maras, la falta de empleo y como si fuera poco los huracanas, volcanes y terremotos que azotan repentinamente al pequeño país, lo convirtieron en un destino eludible.
Reconozco que eso a nosotros un poco nos motiva a conocerlo.
En la frontera salvadoreña nos retuvo un agente aduanero de varias décadas que increíblemente nos tuvo más de dos horas preguntándonos pelotudeces del carro. Así la cosa se hizo de noche y tuvimos que parar que dormir en una estación de servicio sobre la ruta. El calor más jodidamente denso que habíamos sentido jamás nos sofocaba a nosotros y al motor. Ni la noche ni una buena lluvia tropical pudieron bajar la temperatura; por el contrario: aquel pueblito se había convertido en un gran sauna húmedo insoportable.
Pero estábamos contentos con nuestra estadía salvadoreña, otro de esos países que nos interpelaba desde su silencio pequeño y quieto. Sólo conocíamos de allí las publicitadas maras (ya internacionales) y la lucha guerrillera del Farabundo Martí. De las dos características nos interesaba más la última, pero –aunque con prisa y poca pausa- le dábamos chance a El Salvador de ser algo más que eso. Y vaya si lo fue.
En la capital nos esperaba Evelyn y Milenko con sus dos hijos, una familia de chilenos afincados orgullosamente en El Salvador. Con ellos compartimos las mismas ganas de edificar otro horizonte posible, varios mates y largas charlas sobre la realidad del país centroamericano.
De la mano de Pablo, su hijo mayor, nos recibieron con los brazos abiertos en el Museo de la Imagen y la Palabra, donde se entremezcla el pasado con el presente en un espacio sugestivo que invita a todos a mirar y a mirarse, incluso a la imagen y a la palabra.
Primero hablamos largo y tendido con “Chiyo”, un joven que vive en el museo y acababa de publicar su libro Siete Gorriones (Editorial Museo de la Imagen y la Palabra, de Lucio Vásquez y Sebastián Escalón. 2012. También http://museo.com.sv/2011/08/la-historia-de-chiyo/).
Allí cuenta con memoria fotográfica pasajes de su historia: desde el asesinato de casi toda su familia por parte de los militares, pasando por el exilio en los campamentos guerrilleros desde los nueve años –donde hizo sus estudios y se formó como hombre-, hasta los detalles pintorescos y surrealistas de la cotidianeidad de un chico camuflado en el monte, rodeado de fusiles y tácticas guerrilleras.





Después nos recibió como cualquier vecino Carlos Henríquez Consalvi, alias “Santiago”, como se lo conoce al fundador de la mítica Radio Venceremos, voz oficial y clandestina del FMLN durante toda la guerra. Hablar de su propia historia, o más aún la de la radio, evocaría por lo menos varias páginas. Me remito sólo a contar, por si alguien no sabe, que Santiago y la Radio Venceremos fueron activos participantes de la guerrilla –romántica y cruda- que supo vencer a fuerza de palo y machete campesino a los militares salvadoreños, y en eso también se llevaron puesto a la maquinaria bélica y política norteamericana, que experimentaba allí su nueva tecnología de muerte (sobre la historia de la Radio Venceremos: La terquedad del Isote. La historia de Radio Venceremos. Editorial Museo de la Imagen y la Palabra. 1992).
Indios, campesinos, pobres, trabajadores, estudiantes y no pocos curas tercermundistas fueron las columnas del Farabundo Martí que, durante más de una década constituyó -junto a los sandinistas nicaragüenses- el principal foco de preocupación de EEUU en América Latina.

De la casa de los chilenos, nos mudamos después a la de la familia errante y hermosa de Pamela, una española actriz y activa militante de los derechos de las mujeres. En su casa –referenciada por lo amigos bananos- la pasamos bárbaro.
En pocos días en El Salvador caminamos y escuchamos sin parar. Y los tres coincidimos acerca de la increíble onda de los paisanos de este país tan chico que cuesta ubicarlo en el mapa. Suelo pobre y empobrecido, pero digno. Gente cálida y agradable, que ve al visitante con buenos ojos y se desvive por hacerlo sentir en casa. Así nos sentimos en El Salvador.

3-Guatemala. Donde todavía palpita el corazón maya. La Antigua colonial. Atravesamos la capital guatemalteca en más de tres horas, en medio de un embotellamiento que sucede a diario en las horas pico. Transitamos solamente por una gran avenida, pero nos llamó la atención la estética globalizada del paisaje. Si bien no fuimos con la ingenuidad de pensar que en Guatemala no podían existir Mac Donald’s y City Bank, la cantidad de mega centros comerciales del estilo, saturados de luces de colores y carteles publicitarios nos impactó. O será quizás que estuvimos demasiado tiempo con la misma vista forzadamente, y así es fácil divagar con la mente.
Estancados en el tráfico en esa misma avenida, le preguntamos a un grupo de trabajadores que también se aburría en el camión de al lado para llegar a Antigua. Uno de ellos nos preguntó si lo llevábamos y así el resto del viaje se amenizó con una presencia externa (y más interesante).
No sin renegar con el Aguará para sortear una cuesta abajo empinada, llegamos a Antigua de noche, tal como indica el Manual del Buen Rodantero que no hay que hacer.
El mapa carretero y el acostumbrado mal estado mecánico del auto sugerían viajar por la costa guatemalteca. Pero justamente la belleza infinita de Antigua –y la del Lago Atitlán- nos hicieron decidir ir por las sierras. Además, teníamos el plan de adentrarnos en el profundo norte: Cobán y Flores y de ahí Belice y Méjico. Para sumar un poco más de ingenuidad al plan, yo estaba (todavía lo estoy) obsesionado hace tiempo con la zona de Livingston y las comunidades garífunas autóctonas.
En fin, en Antigua fuimos directo a la Policía Turística, que tiene un terreno enorme destinado a las casa rodantes y carpas, con baños y todo. Ahí pasamos unos días hermosos, entre varios motorhomes europeos que hacen ver al Aguará como un carro de tiro.
Antigua, si bien maquillada para el turista, no deja de ser un elixir para los sentidos. En cada esquina un farol, una marquesina o una reja artística desprenden un suspiro.
Nos la pasamos perdiéndonos por entre callejones de adoquines, ruinas de iglesias derrumbadas en algún temblor, santa ritas fucsias y rojas desbordando balcones (acá les dicen bugambillas), molduras angelicales, columnas de piedras, pesadas puertas de madera maciza, herrajes que emulan animales y claraboyas sobresaliendo por entre las tejas de barro.











En la ranchada –gratuita y tranquila- hasta hicimos un asadito en la previa de NOB –Arsenal.
Tras varios intentos desistimos de la idea de llegar al Caribe mejicano vía Belice. En verdad las políticas migratorias de ese país y varios dígitos de dólares nos hicieron cambiar el rumbo. Esto, sumado a que para ir a Cobán y Tikal hay que pasar inevitablemente por la capital, y a que supuestamente no hay paso fronterizo desde Flores a Méjico; nos quitó la ilusión de ese destino, que quedó en el tintero para próximos viajes.
Así la cosa rumbeamos norte por la sierra. Aunque nuestro paso fue rápido (o lo que el Aguará nos permite entender por el concepto) nos impactó la presencia viva de las tradiciones autóctonas. En cada pueblo que atravesamos, incluso en el medio de las sierras, paisanos pastorean, llevan leña, comercian o simplemente caminan ataviados de sus coloridos trajes tradicionales. En Guatemala se conservan, más que en muchos lugares, ciertas costumbres. La lengua maya k’atchikel es de uso masivo, al igual que la ropa y las artesanías ancestrales. En algunos pueblos las mujeres tejían en grandes telares reunidas. Sin dejar de hacerlo nos regalaban una sonrisa fresca al pasar.
En los últimos ejidos se notaba fuertemente el rechazo comunitario a la explotación minera, redactado en consignas claras sobre cada cartel vial.
Oscurecía y decidimos pasar la noche en el último pueblo antes de la frontera. Ahí fue cuando con la Sofi nos comenzó a agarrar una extraña sensación de estar tan cerca de Méjico, sin dudas un objetivo tácito del viaje al que le depositábamos tantas expectativas.

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