1-
Nicaragua. Y su canción urgente.
2-
El Salvador. De pupusas y guerrilleros.
3-
Guatemala. Donde todavía palpita
el corazón maya. La Antigua colonial.
1-Nicaragua.
Y su canción urgente. De Nicaragua teníamos muchas
expectativas, en especial por nuestro interés en la Revolución Sandinista.
Además, llegar desde Costa Rica –que se autoproclama la Suiza Centroamericana-
genera un contraste sorprendente: si los ticos
son en apariencia ordenados, limpios y tranquilos, sus vecinos norteños a
primera vista son gritones, viscerales y desprolijos. En seguidita uno se
siente otra vez en Latinoamérica, con lo bueno y lo malo que la idea encierra.
Fuimos fieles a nosotros mismos cuando
traicionamos al Manual Básico del Viajero,
que aclara con letras grandes, subrayas y ente comillas “NO VIAJAR NUNCA DE
NOCHE”.
Así y todo, las luces artificiales nos
permitieron descubrir nuestro primer encanto en suelo nicaragüense:
absolutamente todo en la vía pública está pintado de rojo y negro.
En Granada nos esperaba Julio Vanini
–presidente de la
Asociación Nicaragüense de Astrónomos Aficionados (ANASA)- y
su cálida familia. Esa misma noche nos invitaron a cenar y después –ahora sí
reventados- los seguimos a su casa.
Como buen astrónomo Julio está algo loco, es
meticuloso, sumamente razonador, obsesivo, dueño de un humor agudo y entiende
cosas que muchos no. Por supuesto, pese a nuestro arribo de prepo él ya había conseguido el permiso para que estacionemos en
la placita de la esquina de su casa, en el popular barrio de LaVilla.
Era miércoles y el sábado la ANASA tenía prevista una
actividad nocturna, por lo que decidimos quedarnos. Si bien personalmente ya
conocía la ciudad, los aires auténticamente coloniales de Granada volvieron a
encandilarme como el primer día.
Los atléticos estados físicos de Sofía y
Matías, sumados a sus inagotables intereses descubridores me arrastraron por
ente callecitas angostas escoltadas por faroles colgantes, por el
multitudinario mercado de cosas y cositas, por iglesias, peatonales, fuertes,
librerías, colectivos, orillas del lago, barcitos y heladerías. Rincones en un
marco rojo y negro que termina de embellecer el paisaje.
Cuando estábamos en el Aguará, en la única
esquina arbolada la simpática placita, un pelotón de gurises venía de por ahí.
Como pasa a veces, al principio nos miraban de reojo y apenas si respondían a
nuestras preguntas, pero al rato los teníamos que bajar del techo. Nos
encariñamos mucho con un caramelo de pelo rizado y ojos enormes y claros
llamado María José. Al Mati lo impresionaba con la velocidad que alcanzaba corriendo:
en el medio de su charla y sin previo aviso desaparecía, y volvía a los
segundos agitada, haciendo alarde de que había llegado hasta extremos
increíbles con su velocidad súper sónica. Con la Sofi se sentaron -cual
amigotas en la peluquería- y le contó sin pausas pero con prisa todos los
detalles de su vida escolar, familiar y hasta laboral; y hasta se dio el lujo
de recomendarle algunos estudios ginecológicos (de nombres complicadísimos) por
el embarazo.
En fin, la pasábamos bien en la placita. De
los dos arbolitos protectores colgamos la hamaca, de la que rápidamente se
adueñaron los chicos subidos de a varios a la vez. Un vecino cómplice nos
compartió la clave de la señal de Internet de la escuela, a la que él también
accedía de manera dudosa.
Otra vecina, que el primer día vino con cara
de pocos amigos a pedirnos que nos corramos, terminó instalándose en nuestro
campamento, nos traía vasos cargados de su pinolillo
casero y al final nos regaló una bolsa de esta bebida tradicional hecha a base
de maíz tostado.
El sábado por la mañana salimos solos a
recorrer el volcán Masaya, del que quedamos boquiabiertos cuando nos asomamos
al cráter inmenso y activo. Estábamos a menos de un metro del monumental
agujero que emanaba sin parar colosales nubes de gas. “Si ven que deja de salir
gas un momento, corran”, dijo un guardaparque demasiado sincero. Además, las
incesantes normas de seguridad (de las que el volcán se debe reír a carcajadas)
hicieron que lleguemos con cierta sugestión, y la cosa empeoró cuando el propio
guardaparque nos contó sobre la última erupción, hace unos años, cuando le cayó
a los desafortunados turistas una lluvia de piedras candentes del tamaño de un
auto.
En fin, sacamos las merecidas y tradicionales
fotos con las banderas de Newell’s y pegamos la vuelta. Hicimos tiempo hasta
encontrarnos con Julio en una gasolinera y de ahí lo seguimos hasta el campo de
tiro donde a la noche se llevaría a cabo la actividad de la ANASA.
Sí, escribí bien: llegamos a un campo de tiro,
donde un grupo de desatinados mentales, con aires de facho jugaban a la guerra.
El “profesionalismo” del que hacía gala el dueño no nos tranquiliza en
absoluto, mientras los estallidos retumbaban a metros nuestros provocando un
instintivo amague de tirarnos cuerpo a tierra.
No solamente ahí hicimos la actividad
astronómica, sino que además nos habían concedido permiso para dormir. Al
principio nos consoló la idea de que sería el último lugar donde alguien
querría molestarnos, teniendo en cuenta que quedan algunos guardias –obviamente
armados- cuidando el perímetro. Pero después la imaginación nos llevó hasta una
remota posibilidad de que un grupo sandinista tomara el lugar, teniendo en
cuenta el arsenal que se encontraría ahí. Y difícilmente, entre la balacera
cruzada, podamos explicar nuestra posición ideológica a su favor.
El detalle era que los sandinistas ya están en
el gobierno, pero eso racionalidad quitaba dramatismo a la escena, así que la
eludimos.
Lo cierto fue que la actividad resultó
interesante mientras las nubes lo permitieron. Julio, titular de la ANASA, nos
hizo hablar ante todos tras sus exagerados halagos al Proyecto Miradas. El
grupo, aunque chico, está bien unido y organizado, y tiene en claro sus
objetivos de difusión astronómica. En definitiva nos hicieron sentir lindo y
aprovechamos para mirar algunitos astros del hemisferio norte.
Al día siguiente continuamos nuestro derrotero
apuntando hacia el norte. Paramos en la hermosísima ciudad de León, cuna del
levantamiento sandinista. Como era domingo no pudimos visitar algunas muestras
sobre la Revolución, pero alcanzamos a mirar a NOB, caminar un poco y
maravillarnos con la presencia viva de los días de bala en cada esquina.
Oscurecía y habíamos marcado en el mapa una
playita cercana a la ciudad. No tenía mucho sentido hacer los treinta
kilómetros que nos distanciaban sólo para dormir y continuar al día siguiente,
pero el sonido de las olas rompiendo y el aroma a la bruma del mar nos
atrajeron como cuerpos imantados.
Las Peñitas no prometía mucho porque era
domingo y un ejército de leoneses regresaba de dejarla hecha trizas, como pasa
los fines de semana de relajo popular. Dos hoteles nos negaron el permiso para
estacionar en sus terrenos. Cuando caminábamos en búsqueda del preciado
rinconcito de tierra para que nos cobije
durante la noche ya avanzada, le pregunto a un gringo alto y con cara de loco.
Desarmaba bolsos en la vereda, en la puerta de “su” casa. Lo rodeaba más gente.
En seguida nos dijo que nos estacionemos en su terreno, entre su casa y la
vereda. Como evidentemente no estaba solo, le insistí en que consulte antes de
decidir, que no teníamos apuro en resolver la cuestión. Pero el gringo loco
hablaba en serio, a pesar de que no paraba de reírse.
Hicimos varias maniobras pero finalmente
pudimos estacionarnos. Estaba el gringo (holandés por cierto), su compañera, su
suegra y dos pendejitos rubios, redondos y hermosos. Mantenían entre ellos una
relación sumamente cariñosa. A excepción de la señora, el resto llevaba meses
en Nicaragua, haciendo trabajo social y aprendiendo español. La suegra por su
parte trabaja en la pastoral carcelaria en República Dominicana.
Del otro lado de la casa, contrario a la
calle, una rejita nos daba paso a la playa directamente. Alcanzamos a ver uno
de los atardeceres más brillantemente naranjas del mundo, reflejado en la
superficie del agua que sintetizaba buena parte de la belleza natural del
momento.
Con el Mati lo disfrutamos nadando. Después
salimos a contemplar los últimos haces de luz con la Sofi y su reposera. Para
ese entonces la playa había quedado desierta y sólo nos acompañaban las olas
rompiendo contra las rocas.
A la familia de holandeses no tuvimos que
rogarle mucho para quedarnos una noche más. Mi cuñado hizo pescado a la
parrilla para todos y ellos pusieron las cervezas. Después siguió destapando en
la playa, para amenizar una charla corta de astronomía en la arena.
Al día siguiente rentamos una tabla y salimos
a “surfear”. Creo que lo más divertido fue atravesar entre los tres, más la
tabla y una mochila (donde la Sofi siempre pone innecesariedades que no se
pueden mojar), un playo pero correntoso río de agua salada.
(ahora
sí escribo con muuuuucho retraso de tiempo y emociones, así que evito
detalles).
Me acuerdo que apenas si pudimos pararnos
sobre una o dos olas cada uno, pero tragamos agua salada y nos revolcamos por como
locos. A la Sofi, contemplativa desde la arena, todavía le quedaba paciencia
para alentarnos.
Las Peñitas fue un lugar inesperado y mágico.
Apenas unos días nos sirvieron para gozarlo como mochileros recién llegados.
Volviendo a León pudimos visitar una antigua
cárcel del régimen somocista, que la guerrilla copó y ahra funciona como museo.
No quiero ser pesado, pero la historia reciente de Nicaragua es intrigante y
apasionante. Mi cuñado por su parte se debatía entre los combates
revolucionarios y los ojos de Sheila, la negraza escultural que ofició de guía.
2-El
Salvador. De pupusas y guerrilleros. De ahí en más le
metimos manija. No me acuerdo si escribí o no que decidimos apurarnos por
algunas razones, pero me es más fácil en todo caso repetirlo que releer lo
anterior.
Pensábamos que mis viejos llegaban al Caribe
mejicano a principios de junio, y hacía unos días atrás nos desayunamos que
llegaban a principios, pero de mayo. Eso nos acotaba los tiempos
considerablemente.
Además, con el Aguará dando pena por los
caminos, pensábamos que Méjico era algo así como un “país serio” para
repararlo, después de las pésimas experiencias con mecánicos cachivaches en el
resto del continente.
Sumado a este prejuicio insostenible, algunos
buenos amigos en tierras mayas nos ofrecían cobija, lo que viajando resulta una
oferta invalorable.
Lili, de la Red de Solidaridad con Chiapas de Rosario nos sugirió visitar a una
amiga suya partera en San Cristóbal de Las Casas que se dedica a partos dignos
y naturales, algo que veníamos planificando desde que quedamos embarazados.
Así Méjico se convertía en el país
potencialmente piola para dar a luz (cabe señalar que la nacionalidad de
nuestra hija no nos importa, y nunca fue un factor determinante a la hora de
elegir dónde nacer y nacernos mamá y papá. Sí queríamos, en todo caso, que
fuera en un pueblo chico).
Y por último, Centroamérica nos ofrecía la
posibilidad de conocerla a la vuelta. Ya que los talleres no son al estilo “paracaidista”,
a la ida estableceríamos los contactos donde trabajaremos de vuelta.
Honduras fue el único país que por su singular
geografía rutera pasamos de largo. Al entrar fue el primer país que nos pidió
casi cuarenta dólares. Íbamos a atravesarlo en poco más de una hora entre
frontera y frontera y nos parecía una avivada descabellada. Nos pusimos como
mulas durante más de una hora y nos convertimos –según dijeron los agentes de
aduana- en los primeros en pasar si abonar la cifra.
Paradójicamente, las rutas de ese
convulsionado país son por lejos las peores del continente. Y eso que sólo
atravesamos por la principal. Los baches son del tamaño de un cráter, haciendo
que durante kilómetros la proeza del conductor sea encontrar las partes sanas
más que esquivar los pozos.
Honduras es el famoso país que no se visita:
no sólo su particular geografía y su entramado carretero lo mantienen
relativamente aislado, sino que una serie de hechos en los que se mezclan la
violencia política (es famoso por padecer el último golpe de estado del
continente), la “inseguridad” que inunda la portada de los diarios, con la
presencia fuerte de pandillas urbanas como las maras, la falta de empleo y como
si fuera poco los huracanas, volcanes y terremotos que azotan repentinamente al
pequeño país, lo convirtieron en un destino eludible.
Reconozco que eso a nosotros un poco nos
motiva a conocerlo.
En la frontera salvadoreña nos retuvo un
agente aduanero de varias décadas que increíblemente nos tuvo más de dos horas
preguntándonos pelotudeces del carro. Así la cosa se hizo de noche y tuvimos
que parar que dormir en una estación de servicio sobre la ruta. El calor más
jodidamente denso que habíamos sentido jamás nos sofocaba a nosotros y al
motor. Ni la noche ni una buena lluvia tropical pudieron bajar la temperatura;
por el contrario: aquel pueblito se había convertido en un gran sauna húmedo
insoportable.
Pero estábamos contentos con nuestra estadía
salvadoreña, otro de esos países que nos interpelaba desde su silencio pequeño
y quieto. Sólo conocíamos de allí las publicitadas maras (ya internacionales) y
la lucha guerrillera del Farabundo Martí. De las dos características nos
interesaba más la última, pero –aunque con prisa y poca pausa- le dábamos
chance a El Salvador de ser algo más que eso. Y vaya si lo fue.
En la capital nos esperaba Evelyn y Milenko
con sus dos hijos, una familia de chilenos afincados orgullosamente en El
Salvador. Con ellos compartimos las mismas ganas de edificar otro horizonte
posible, varios mates y largas charlas sobre la realidad del país
centroamericano.
De la mano de Pablo, su hijo mayor, nos
recibieron con los brazos abiertos en el Museo de la Imagen y la Palabra, donde
se entremezcla el pasado con el presente en un espacio sugestivo que invita a
todos a mirar y a mirarse, incluso a la imagen y a la palabra.
Primero hablamos largo y tendido con “Chiyo”, un joven que vive en el
museo y acababa de publicar su libro Siete Gorriones (Editorial Museo
de la Imagen y la Palabra, de Lucio Vásquez y Sebastián Escalón. 2012. También http://museo.com.sv/2011/08/la-historia-de-chiyo/).
Allí cuenta con memoria fotográfica pasajes de su historia: desde el
asesinato de casi toda su familia por parte de los
militares, pasando por el exilio en los campamentos guerrilleros desde los
nueve años –donde hizo sus estudios y se formó como hombre-, hasta los detalles
pintorescos y surrealistas de la cotidianeidad de un chico camuflado en el
monte, rodeado de fusiles y tácticas guerrilleras.
Después nos recibió como cualquier vecino Carlos Henríquez Consalvi, alias “Santiago”, como se lo conoce al
fundador de la mítica Radio Venceremos,
voz oficial y clandestina del FMLN durante toda la guerra. Hablar de su propia
historia, o más aún la de la radio, evocaría por lo menos varias páginas. Me
remito sólo a contar, por si alguien no sabe, que Santiago y la Radio Venceremos fueron activos
participantes de la guerrilla –romántica y cruda- que supo vencer a fuerza de
palo y machete campesino a los militares salvadoreños, y en eso también se
llevaron puesto a la maquinaria bélica y política norteamericana, que
experimentaba allí su nueva tecnología de muerte (sobre la historia de la Radio
Venceremos: La terquedad del Isote. La historia de Radio Venceremos. Editorial
Museo de la Imagen y la Palabra. 1992).
Indios, campesinos, pobres, trabajadores,
estudiantes y no pocos curas tercermundistas fueron las columnas del Farabundo Martí que, durante más de una
década constituyó -junto a los sandinistas nicaragüenses- el principal foco de
preocupación de EEUU en América Latina.
De la casa de los chilenos, nos mudamos
después a la de la familia errante y hermosa de Pamela, una española actriz y
activa militante de los derechos de las mujeres. En su casa –referenciada por
lo amigos bananos- la pasamos
bárbaro.
En pocos días en El Salvador caminamos y
escuchamos sin parar. Y los tres coincidimos acerca de la increíble onda de los
paisanos de este país tan chico que cuesta ubicarlo en el mapa. Suelo pobre y
empobrecido, pero digno. Gente cálida y agradable, que ve al visitante con
buenos ojos y se desvive por hacerlo sentir en casa. Así nos sentimos en El
Salvador.
3-Guatemala.
Donde todavía palpita el corazón maya. La Antigua colonial. Atravesamos la capital guatemalteca en más de tres horas, en medio de
un embotellamiento que sucede a diario en las horas pico. Transitamos solamente
por una gran avenida, pero nos llamó la atención la estética globalizada del
paisaje. Si bien no fuimos con la ingenuidad de pensar que en Guatemala no
podían existir Mac Donald’s y City Bank, la cantidad de mega centros
comerciales del estilo, saturados de luces de colores y carteles publicitarios
nos impactó. O será quizás que estuvimos demasiado tiempo con la misma vista
forzadamente, y así es fácil divagar con la mente.
Estancados en el tráfico en esa misma avenida,
le preguntamos a un grupo de trabajadores que también se aburría en el camión
de al lado para llegar a Antigua. Uno de ellos nos preguntó si lo llevábamos y
así el resto del viaje se amenizó con una presencia externa (y más
interesante).
No sin renegar con el Aguará para sortear una
cuesta abajo empinada, llegamos a Antigua de noche, tal como indica el Manual del Buen Rodantero que no hay que
hacer.
El mapa carretero y el acostumbrado mal estado
mecánico del auto sugerían viajar por la costa guatemalteca. Pero justamente la
belleza infinita de Antigua –y la del Lago Atitlán- nos hicieron decidir ir por
las sierras. Además, teníamos el plan de adentrarnos en el profundo norte:
Cobán y Flores y de ahí Belice y Méjico. Para sumar un poco más de ingenuidad
al plan, yo estaba (todavía lo estoy) obsesionado hace tiempo con la zona de
Livingston y las comunidades garífunas autóctonas.
En fin, en Antigua fuimos directo a la Policía
Turística, que tiene un terreno enorme destinado a las casa rodantes y carpas,
con baños y todo. Ahí pasamos unos días hermosos, entre varios motorhomes
europeos que hacen ver al Aguará como un carro de tiro.
Antigua, si bien maquillada para el turista,
no deja de ser un elixir para los sentidos. En cada esquina un farol, una
marquesina o una reja artística desprenden un suspiro.
Nos la pasamos perdiéndonos por entre
callejones de adoquines, ruinas de iglesias derrumbadas en algún temblor, santa ritas fucsias y rojas desbordando
balcones (acá les dicen bugambillas),
molduras angelicales, columnas de piedras, pesadas puertas de madera maciza,
herrajes que emulan animales y claraboyas sobresaliendo por entre las tejas de
barro.
En la ranchada –gratuita y tranquila- hasta
hicimos un asadito en la previa de NOB –Arsenal.
Tras varios intentos desistimos de la idea de llegar
al Caribe mejicano vía Belice. En verdad las políticas migratorias de ese país
y varios dígitos de dólares nos hicieron cambiar el rumbo. Esto, sumado a que
para ir a Cobán y Tikal hay que pasar inevitablemente por la capital, y a que
supuestamente no hay paso fronterizo desde Flores a Méjico; nos quitó la ilusión
de ese destino, que quedó en el tintero para próximos viajes.
Así la cosa rumbeamos norte por la sierra. Aunque
nuestro paso fue rápido (o lo que el Aguará nos permite entender por el
concepto) nos impactó la presencia viva de las tradiciones autóctonas. En cada
pueblo que atravesamos, incluso en el medio de las sierras, paisanos pastorean,
llevan leña, comercian o simplemente caminan ataviados de sus coloridos trajes tradicionales.
En Guatemala se conservan, más que en muchos lugares, ciertas costumbres. La
lengua maya k’atchikel es de uso masivo, al igual que la ropa y las artesanías
ancestrales. En algunos pueblos las mujeres tejían en grandes telares reunidas.
Sin dejar de hacerlo nos regalaban una sonrisa fresca al pasar.
En los últimos ejidos se notaba fuertemente el
rechazo comunitario a la explotación minera, redactado en consignas claras
sobre cada cartel vial.
Oscurecía y decidimos pasar la noche en el
último pueblo antes de la frontera. Ahí fue cuando con la Sofi nos comenzó a
agarrar una extraña sensación de estar tan cerca de Méjico, sin dudas un
objetivo tácito del viaje al que le depositábamos tantas expectativas.
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