1- México. La vida y el fin de las bitácoras.
Antes de esta bitácora, quizás la última, va un textito corto que encontramos por ahí y cronológicamente corresponde aquí.
Adelantamos que hace más de dos meses somos papás de un sueño llamado Negra. Antes, desde que entramos a México, ya no podemos seguir con éstas crónicas.
La pasión de estas tierras y sobre todo una hija con los ojos del color de todos los atardeceres del mundo nos lo impiden.
(Subo este
textito que es de fines de abril a mediados de octubre, porque lo encontré por
ahí y para no olvidarlo en el cajón de las bitácoras perdidas. Releyendo el
principio de esta crónica a destiempo, veo que ya andaba complicado para
escribir por aquellos días).
Por primera vez
me doy por vencido. Pasó demasiado tiempo para revivir en estas letras a
destiempo. No es el problema rememorar momentos, al contrario. Pero no quiero
distorsionarlos con la lejanía temporal. Los días viajando son especiales,
apasionantes, poco rutinarios. El feed
back implica un esfuerzo sobrehumano para la cabeza y el corazón. Sabemos
por Galeano -aquel faro que nos alumbra desde el malecón montevideano- que recordar no es otra cosa que volver a
pasar por el corazón. A fin de cuentas es el motivo de estas crónicas.
Pero en este
caso, la propia dinámica de días y noches vividos enamorados de los mismos días
y noches hizo que las emociones hayan quedado un tanto desactualizadas.
Creo que -en
definitiva‑ excepto a mí, a nadie le importe.
Va un pantallazo
escueto de aquellos momentos lejanos. No pretendo redimirme, sólo nombrarlos
para ser –un poco- justo con ellos.
La línea que
divide México de Guatemala, necia, inútil y divisora como toda frontera, se nos
presentaba así y todo como un símbolo. A mí particularmente volver a este país
me erizaba la piel, pero por dentro. En una extraña sensación de melancolía
difícil de explicar. Una mariconeada, bah… Había estado entre 1998 y 2000 allí
y sin dudas fueron de los mejores años de mi vida. Ahora volvía, después de
evitar hacerlo por años, nada más y nada menos que con mi compañeraza y la hija
que esperamos, que nacerá en estas tierras.
Además es el país
más lejano que tocaremos con el Proyecto
Miradas. El último antes de pegar la vuelta y enfilar otra vez al sur. Por
eso cruzar esta línea -más que cualquier otra quizás- era todo un símbolo.
Un poco de enojo,
mezclado con descargo contenido, más un poquito de no sé qué me hicieron soltar
en voz alta: “Seguro que el Aguará entra a México y dice ya estuvo bien. Y se cae”. Matías, un tanto supersticioso y otro
tanto encariñado con el auto volvió a retarme por el gualicho.
La cuestión fue
que a media hora de pasar la mentada frontera, y yendo increíblemente a más de
90 kilómetros por hora, una rueda decidió seguir camino sola. Así, sin más ni
más. Ni siquiera tuvo el detalle de independizarse del resto de nosotros y del
resto de tuercas y tornillos que la acompañaron hasta acá, en alguna parada.
No, salió disparada cual bala hacia el carril contrario, donde un guiño del
destino hizo que, sólo por esos segundos efímeros, no pasara ningún vehículo.
El Aguará rengo
se fue arrastrando por más de un kilómetro, mientras chirriaba el eje de
dirección contra el pavimento, dejándole como huella imborrable del episodio
cinematográfico una pintoresca zanja de más de un dedo de profundidad.
Justo en ese
tramo la carretera se ensancha a dos carriles por mano, quedando en el medio un
quinto de emergencia. Este bendito carril fue el que impidió que terminásemos
en los contrarios, lo que hubiera significado algo no tan recordable. Como la
rueda separatista fue la de abajo del conductor, el Aguará incontrolable se fue
yendo hacia la izquierda. Así, la imagen de los bólidos furiosos viniendo de
frente hacia nosotros se iba acercando a medida que el Aguará se arrastraba
pesado y desenfrenado hacia ellos. A la rueda ya la habíamos perdido de vista.
Después nos enteramos que voló
rebotando, alcanzando más de diez metros de altura y vaya uno a saber qué
velocidad (vamos a aclarar que la rueda salió con la llanta, campana, punta de
eje y todo. Eso le dio un peso que colaboró a propulsarla como un cohete).
Después de no
matarnos y de no matar a nadie, debería caer en el lugar común de reconocer que
“la sacamos barata” o que fue una “tragedia con suerte”. Sin embargo, la
interminable lista de incidentes mecánicos con el Aguará me avala para maldecirlo
hasta en tzotzil.
Matías y sus ojos
cristalinos me miraban como con un reproche agorero. La Sofi jamás se asustó.
La Negra ni se enteró (creo).
En la pequeña Trinitaria
poco pudimos hacer más que cargar al auto (cuando escribo “cargar al auto” me
rio y vuelvo a maldecirlo, sin culpa). En una “taller” sumamente precario
pasamos la noche. Pudimos coordinar con una grúa de la cercana Comitán para
llevarlo hasta San Cristóbal de Las Casas. Podíamos reparar temporalmente las
piezas dañadas, pero nadie nos aseguraba ni el plazo del trabajo, ni cómo
quedaría. Por otra parte en Sancris (no me gusta nombrar así a la ciudad, pero
tiene un nombre muy largo) teníamos gente conocida que daba el paro (nos hacía la segunda). Por eso gastamos un billete en
llevarlo hasta allá.
En los Altos de
Chiapas nos refugiamos todos (incluido el averiado Aguará) en la casa de Josefa
y Rubén. Josefa es simplemente hermosa. Menudita, cara redonda, ojos enormes y
una sonrisa fresca y espontánea tatuada. Habla con vos serena y suave. Y lo que
habla interesa. Es indígena tzotzil y trabaja en pos de fortalecer sus raíces
ancestrales. Vienen de una comunidad de la zona, y en la ciudad activa en mil
espacios culturales, artísticos y políticos. Conoce y reconoce la mística
profunda y negada de los hombres de maíz. Es un pájaro en libertad, que da
pasitos cortos y carga huipiles bordados que hablan de viejas cosmovisiones.
Rubén por su
parte es un vasco que hace años vive en Sancris. Es un actor improvisador,
médico naturalista, masajista y un flor de tipo. Lo pinta el hecho de que nos abrió
las puertas de su casa sin conocernos. Matías, Sofía (con Negra), el Aguará,
varios mecánicos y yo, desfilábamos por allí y esta pareja discontinua nos hizo
sentir más que cómodos, incluso llegando a enfrentarse a una vecina mala onda.
Ante la
inexistencia de otra alternativa, terminamos reparando la rueda artesanalmente.
Por eso retrasamos unos días la salida hacia el Caribe, pero sentíamos cierto
alivio por el arreglo, teniendo en cuenta que cada vez que le pasó algo al
Aguará significaba mucho tiempo y plata.
Salimos por la
bellísima carretera a Palenque con los huevos en la mano detectando cada
ruidito extraño. Las curvas cerradas y los precipicios de a ratos nos hacían
olvidar de la rueda separatista.
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