viernes, 2 de marzo de 2012

Bitácora III

LUNES 2 DE MAYO. DÍA 58.
A la tarde nos tomamos una combi hasta la otra punta de la ciudad, al barrio Villa Fátima. Allí nos esperaba en su casa Bernabé, quien va a hacer las remeras. Estuvimos unas horas por allá, mateando en una placita de la zona. Hablamos mucho con la Sofi. Permanentemente en el viaje nos encontramos charlando por horas y nos sorprendemos de cómo todavía nos quedan temas y ganas por charlar.
Cuando por fin llegó Bernabé subimos hasta su cas por una de esas cuestas, mitad pendiente empinada, mitad escalera empinada. Ahí vimos las diferentes telas y convinimos el precio.
La Sofi venía avisando que el agua del mate le venía cayendo mal. Es increíble cómo su cuerpo le avisó del malestar y lo localizó en seguida. El mozo del bar del hotel nos encargó una hierba que según él había una sola mujer en toda la ciudad que la conseguía, autóctona de su comunidad.
El resto del día la Sofi durmió, dormitó y vomitó aleatoriamente. Yo al lado escribía en la computadora. Así hasta entrada la noche.


 
MARTES 3 DE MAYO. DÍA 59.
Por suerte y buena salud corporal la Sofi se levantó bien.
Yo salí a caminar por algunos barrios de la ciudad en búsqueda de algunos repuestos para la bomba de agua. El tristemente célebre “ahícitonomás” de los locales me hizo sacar callos en los pies de tanto subir y bajar callecitas paceñas.
Le traje de regalo a la Sofi, por su recuperación, una antigua y destartalada cámara de filmar de 8 milímetros, de esas que acá tienen precios realmente accesibles.
Un platazo de fideos al pesto sirvió para confirmar que el cuerpito de mi novia ya respondía normalmente.
Toda la tarde llovió torrencialmente. Nos la pasamos trabajando en la computadora y durmiendo en el hostel.
A la tardecita salimos caminando a la muestra de stencil que nos invitó Cristina, la hija de Charito y Germán, dos astrónomos amigos cochabamibinos.
La caminata fue hermosa, y la muestra también. Y Cristina y su novio resultaron flor de tipos, dables y entradores. La sonrisa de Cristina me retrotrajo a la de su mamá. Además, habían hecho un video sobre Tocaña, donde iríamos en días. Quedamos en vernos al día siguiente en su cada para hablar al respecto.
Salimos a caminar por el barrio de la Alianza Francesa. Pasamos por plazas pintorescas y barcitos bulliciosos.


MIÉRCOLES 4 DE MAYO. DÍA 60.

Lo más importante fue enterarnos que mi tío Eduardo había salido bien de la biopsia, en Rosario. Toda una alegría, de las que reconfortan el alma.

Todo el día esperamos el llamado de Cristina, que nunca llegó.

Yo debía encontrarme a media mañana con un plomero recomendado por la dueña del hostel en el estacionamiento donde descansaba (de nosotros) el Aguará. Cuestión que tras una hora y algo de renegar con el calefón, el plomero me blanqueó lo que ya había descubierto: que no entendía ni J del aparato. La mañana ya estaba perdida. Si su orgullo le hubiese permito decírmelo antes… Mañana perdida.

Él mismo me recomendó al “único plomero que entendería ese calefón el la ciudad”. Coordinamos para las 15. Pero a diez minutos de la hora me avisó que vendría a las 17. Por mi parte llegué 16.50, un novato.

Llegó como si nada exactamente a las 18.50, después de haberlo llamado varias veces. Vino con su patrón, el dueño de una empresa que se especializa en calefones, filtros de agua y televisión por circuito cerrado. Un bocón de los que quieren cagar más alto de lo que les da el culo, y de los que se alegra de que Bolivia no tenga salida al mar. “No sabríamos que hacer con él, y se acabarían las importaciones del exterior”.

Tampoco solucionamos nada.

Conocimos un vendedor de ropa hindú fascinante, dentro de un localcito muy chiquito colapsado de telas y tules de cientos de colores bordados, dueños de una estética tan peculiar, que hasta se permite poner espejos y metales en sus prendas.


JUEVES 5 DE MAYO. DÍA 61.

Temprano arrancamos para la yunga. Antes alcanzamos a pelearnos con la gente del hostel que nos quiso mejicanear el precio convenido el primer día. Repletos de bártulo volvimos a la carga con el Aguará, y a patear caminos otra vez.

Lamentablemente, para donde se vaya desde La paz hay que subir una cuesta importante. Subida, subida y más subida. Sin parar. Sólo se para cuando el termostato pide clemencia después de dar varias vueltas por el reloj.

El camino hacia Coroico no tiene desperdicio. Enseguida, ni bien se comienza a descender en altura ya empieza la yunga. Mucho nos hizo acordar a la ruta de Cornisa que une Salta con San Salvador de Jujuy.

Este se notaba que es un típico camino boliviano, y eso que el pavimentado es relativamente nuevo. Había zonas en las que el poco asfalto hacía de parche, en medio de kilómetros de ripio, adoquinado y tierra. Para sostener a la montaña, impotentes paredones de cemento se partían como telgopol. “Zona geológicamente inestable” asustaban los carteles.

Vimos una enorme serpiente dorada, de no menos de dos metros de largo y diez de ancho. Le pasamos por arriba sin pisar.

Los últimos kilómetros fuimos bordeando un río poco caudaloso. Después nos enteramos que es el Coroico, y es peligrosísimo cuando crece. En un momento dado lo cruzamos y comenzamos a subir montaña arriba nuevamente. Una casita acá y otra más allá entre medo de los cocales. Hasta que una era inequívocamente distinta, y enseguida nos paró El Pulga. Este antropólogo interesado en la cultura afro que decidió afincarse acá, es más conocido que Evo Morales. A nosotros nos recomendó venir Damián Oliver, hermanazo que pasó por acá hace un tiempo.

Sabía por Edgar, un representante de la comunidad con quien habíamos hablado. Nos había ofrecido hospedaje, comida y no sé cuántas cosas más. Nos estaba esperando, y se notaba que era buena gente, y que nos quería hacer sentir bien.

Además de su estudio antropológico, hace artesanías y alquila cuartos y espacio para acampar. En el momento estaba acampando Santiago, un argentino buena onda, también militante. Más tarde llegaría tres paisanos más, que hacía quince días estaban atrapados por cierto magnetismo que por lo que dicen genera la ciudad Coroico entre algunos viajeros.

Ahí nomás nos quedamos charlando lindo con el Pulga, quien nos interiorizó en la vida de la comunidad afroboliviana, que tiene 32 familias, de las cuales 28 son afros y cuatro aymaras. Y de esta convivencia resulta una conjunción de aspectos interesantísimos en la cotidianeidad.

Como veníamos de parte de Edgar, un representante de la comunidad, paramos el Aguará en la casa de Desiderio, otro referente. Su mujer Raimunda, y sus hijos Denis, Diego, Fabricio y Nenrry forman una familia adorable, que entre perros, gallinas y una vegetación saturada en verdes nos hizo sentir a pleno.


VIERNES 6 DE MAYO. DÍA 62.

A la mañana fuimos con el Pulga a la escuela, subiendo unas curvas empinadas. En un saloncito nos esperaban los once alumnos y el maestro. Nuestra actitud fue la de no interrumpir demasiado la clase, pero por el contrario el maestro no quería que nos vayamos. Tuvo un par de intervenciones para el olvido, del tipo “miren estas caritas, son tan pobres, miren sus cuadernos flacos”, posando su mano sobre la cabeza risada de uno de los chicos. “Yo les dije que ustedes venían de Argentina, que nos podían ayudar” cerró. Una mirada nuestra alcanzó para decirle categóricamente que no veníamos a eso.

Cuando nos despedimos, una nena con dos colitas cortas a los costados nos agarró de la mano y nos preguntó porqué nos íbamos. Nos miramos un instante y le consultamos al profe si era posible hacer algo hasta el mediodía. Así que con su consentimiento volvimos al Aguará y agarramos apresuradamente varias cosas y nuevamente subimos a la escuela.

Como siempre del taller se ocupará la Sofi de contar. Pero también como siempre mi ansiedad me hace adelantar algo. Los chicos son muy chicos, y tienen características que hasta hoy intentamos comprender y no podemos del todo. Nos habían prevenido que eran lieros, atrevidos y que no reconocían límites. Y eso representó lo mejor y lo peor del desarrollo del improvisado taller. Sobre cada cosa nueva que sacábamos del bolso, los chicos se abalanzaban desesperadamente, y competían mucho entre ellos por ser los primeros en usarla, al punto de pegarse feo. Reconfiguramos el taller para dinamizarlo, evadiendo las explicaciones teóricas de varios fenómenos y acortando los tiempos de cada actividad.

En honor a la verdad, fuera de esto los chicos son dueños de una pureza hermosa, y tienen una apasionada curiosidad por lo nuevo que a veces les juega en contra. Por otra parte, el nivel de pobreza material es extremo, por lo que al ver cierta tecnología se excitaban grupalmente.

La ausencia de los padres en muchas horas del día seguramente colabora a cierta falta de contención. Incluso el maestro en la escuela tuvo varias actitudes de distancia con los chicos. Era viernes, volvía a su casa y no vería a los alumnos hasta el lunes. Durante todo el taller el hombre se fue a su casa, y un rato antes de que dé la hora de salida, estaba listo, bañado con su bolso en mano para irse a la capital. Así y todo, lo que más nos llamó la atención fue que ni siquiera hubo un momento de despedida con los chicos. No les dijo ni “chau”.

Al mediodía comimos junto con los chicos de Argentina en lo del Pulga. Más tarde llegaron todos los chicos de la escuela, más hermanitos y vecinos a conocer y jugar en al motorhome. Cuando pudimos “echarlos” para tirarnos un rato, pasó una combi cargada de chicos y chicas hasta en el techo (literalmente). Venían del internado de Coroico, donde pasan toda la semana. De allí bajó Fabricio, el hijo menor de Raimunda y Desiderio, con quien merendamos y nos cagamos de la risa. Tiene una simpatía y una inteligencia increíbles. Los fines de semana se hace cargo de Persi, uno de los alumnos de la escuela, quien está siempre solo en su casa porque sus padres se la pasan en el cocal, por lo que muchas veces ni come.

Más tarde subimos a jugar al tradicional fútbol de los viernes. Contra un combinado local, perdimos por un gol. A la noche suspendimos la proyección de una película por falta de electricidad.

A la noche festejamos el cumpleaños de Santiago. Cocinamos todos juntos, y las chicas hicieron trufas de postre. Y junto a otros tocañenses tomamos ron y cerveza hasta tarde, bajo un cielo oscuro plagado de estrellas, frente a la majestuosa Coroico iluminada por pocas luces.


SÁBADO 7 DE MAYO. DÍA 63.

Conocer a Nenrry fue un privilegio, y escucharla hablar de la educación intercultural todo un suceso. Ella trabaja en el Ministerio de Educación de la Nación en un programa para revalorizar la cultura afroboliviana desde la educación. Tiene 27 años y un conocimiento y orgullo ejemplares. (Recomendamos la entrevista audiovisual que próximamente estará en la web)

Otra vez caminata, charla, y una derrota futbolística. A la noche sacamos el telescopio en la cancha. Cada uno chico vio la Luna varias veces, pero después fue imposible seguir con la charla y otras observaciones por su propio desenfreno, que los llevó a jugar a la pelota en el medio de la oscuridad al lado del aparato astronómico. Cuando les preguntábamos si querían ver por el telescopio o jugar al fútbol, todos respondían la primera opción, dejaban la pelota y se formaban en fila para acercarse al ocular, pero al rato, cuando el que ya había visto pegaba un grito, volvían a correr con una locura hermosa pero peligrosa.

Sin desarmar el aparato, después de la cena volvimos a observar en el patio de Desiderio. Ahí éramos pocos e interesados, por lo que vimos y charlamos por más de dos horas.


DOMINGO 8 DE MAYO. DÍA 64.

Sin decidir si nos iríamos hoy o mañana, relativamente temprano me puse a escribir. Algunas dudas sobre la siembra de la coca me sirvieron de excusa para descubrir el inmenso conocimiento en la materia de Diego, el hijo mayor, que además estudia Agronomía.

Me hizo un repaso por la historia y el presente de la comunidad, y su singular relación con el cultuvo.

Geográficamente, Tocaña está ubicado en la ladera de una montaña en la zona de yunga, llegando algunas casitas a la cima. Todas las edificaciones están diseminadas; sin bien el espacio donde está la iglesia y la escuela oficia de “centro”. El clima es tropical, dividido anualmente en dos grandes estaciones: el verano lluvioso, desde octubre a marzo y el invierno seco durante los restantes meses.

La vida en torno a lo laboral es sumamente atrayente. Siendo esta región parte del epicentro neurálgico del cultivo de la hoja de coca; todos los “adultos” se abocan a su siembra, en pintorescos cocales diseminados por la montaña. Cada familia tiene entre tres y diez hectáreas, y el trabajo –que a veces requiere de bastante mano de obra- se realiza colectivamente. Entre los adultos de la comunidad se ponen de acuerdo para ir rotando en grupos para alcanzar a trabajar todas las tierras. Se van entre las ocho y las nueve y cerca de las seis de la tarde regresan, con sus bolsones cargados de la mística hoja cinchados con la frente o el pecho.

Trabajan hombres, mujeres y los chicos no escolarizados, que pueden llegar a tener ocho años. El resto de los niños va a la escuela hasta el mediodía, por eso desde ese momento hasta la tardecita la mayoría queda sola, y Tocaña adquiere un aire de momentánea impunidad para que los chicos se adueñen del lugar. Esta y otras características de la vida social hacen que los chicos sean sumamente atrevidos, y que no reconozcan los límites impuestos sólo de vez en cuando. De todos modos, cuentan que cada vez más, los chicos van al cocal al terminar el horario escolar, y trabajan a la par de sus padres.

En la casa de Desiderio, donde estacionamos el Aguará, él, junto con su mujer Raimonda y su hijo Denis (de 16) también siembran café, que por las tardes secan en una pequeña platea de material junto al sultán, la cáscara. Pese a lo inerme del grano, se había dejado de trabajar por lo bajo que se pagaba. Su precio mínimo llegó a los cincuenta centavos de bolivianos por libra pelada y seca (una libra equivale a medio kilo). Hace cerca de un año que está en los ocho la libra, por lo que nuevamente se empezó a cosechar. Su precio sigue siendo bajo en comparación con el de la coca, y además lleva más trabajo por el descascarado (que se hace a mano o en unas rudimentarias máquinas de madera con una rueda enchapada en metal forjada, que al girar arroja por un lado el café y por el otro el sultán) y más tiempo de secado; pero tiene a su favor que obviamente su peso comparativo es mayor que al de la coca y que es más fácil de recoger (se cierra la mano sobre el nacimiento de la rama cargada de frutos y al traerla hacia uno siempre cerrada se van desprendiendo los granos sin mayor complicación). Una persona puede traer del cafetal cerca de veinte libras diarias.

La hoja de coca se recoge una por una y con cierto cuidado. Al tener poco peso, un cocalero puede traer diariamente entre seis y diez libras. Si bien el secado es de pocas horas, es bastante delicado, teniendo que tener ciertos cuidados climáticos y meteorológicos. Se la pone a secar antes de que me amanezca y a media mañana ya se la recoge para que no se queme. Cuando hay mucha humedad o amenaza lluvia se suspende el proceso. Algunos hasta calculan la dirección por la que saldrá el sol para ubicar correctamente la hoja. Un peón rural cobra tres pesos la libra “mojada”, es decir recién cosechada. Pero si se la seca, el precio aumenta a 18 bolivianos.

Pero todos los productores cocaleros de la yunga ofrecen la coca en las ferias semanales, donde miembros de la Adepcoca (Asociación Departamental de Productores de Coca) la compran para acopiarla y venderla en La Paz a veinte la libra.

Como era domingo, por la mañana se reunieron los adultos, uno por familia, para discutir temas comunitarios. No falta ninguno, siendo 32 participantes. Por una situación especial, marcada por la próxima apertura del Centro Cultural, al cierre se juntaron los jóvenes, para decidir el futuro del espacio colectivo. A su vez, el viernes se habían reunido las mujeres por un préstamo bancario que recibieron.

A la tarde salimos a caminar junto con los otros argentinos que acampaban en lo del Pulga. Subimos varias cuestas hasta el final de Tocaña, para de ahí adentrarnos en una huella de montaña donde la vegetación y el aire puro nos abrazaron. Vimos algunos animales y de otros sentimos su presencia oculta a través de sus sonidos.

Dos boas muertas en el medio del camino hicieron que nos  paremos a apreciarlas. Medían más de dos metros. Una era amarilla y naranja, mientras que la otra negra. Aún extintas provocaban cierta sensación escalofriante.

Polo Polo es una pequeña aldea aymara de no más de diez o quince casas. Algunos habitantes estaban relajados charlando bajo un alero, y nos recibieron cordialmente. En el pasado, allí y en l vecina Chorobama fueron a para judíos alemanes escapados de la Segunda Guerra Mundial. El gobierno boliviano los cobijó y les dio tierras cultivables en la zona. Si bien todos se fueron con los años, aún perduran en pie algunas de sus casas, que sobresalen por sus muros anchos de adobe.

Pasamos por ahí con la intención de llegar a un puente colgante, único medio para llegar a Polo Polo, a pie. Pero como estaba oscureciendo nos sentamos a contemplar el majestuoso panorama. Estábamos en la inclinada ladera de una montaña. En frente había otras tantas, de entre las que sobresalía en la cima de una la turística Coroico. Entre medio el río Coroico con sus tonos de turquesa y algo de corriente de deshielo hacia el oriente.

De manera salteada y aislada, aparecían algunas casitas entre la flora, y algún que otro desmonte sembrado de coca.

A la vuelta nos adelantamos con la Sofi, recolectamos naranjas y mandarinas y charlamos como si nos estaríamos conociendo en ese camino.

Para la cena nos volvimos a juntar para hacer ñoquis caseros.


LUNES 9 DE MAYO. DÍA 65.

Como nos pasa usualmente, las despedidas con Raimonda, Denis y el Pulga fue emocionante. Pero Desiderio vino con nosotros porque en la reunión comunal del día anterior decidieron que él viajaría a hablar por cuestiones del agua y una posible represa en la zona a la capital.

Viajar con él fue para nosotros interesantísimo, aunque para él no creo, ya que lo ametrallé a preguntas durante las más de cinco horas. Nos señaló antiguas haciendas esclavistas, cocales, la vieja Ruta de la Muerte (que hoy explotan las empresas de turismo en excursiones en bicicletas, promocionadas como “de alto riesgo”, y por la que pagan fortuna). Levantamos también a una gente a la que se le había quedado su “trufi” (combi) que increíblemente, pese a que se dedica a hacer ese trayecto varias veces por día y cargado hasta el techo, no llevaba rueda de auxilio.

El Aguará nuevamente volvió a dejarnos cuatro veces en la banquina por recalentamiento. Ahora ya tenemos aceitado el procedimiento con las diferentes tareas ordenadas que hacemos con la Sofi para que no se apague el motor (el equipo Vigía detecta entre otras cosas la temperatura del agua, y si apaga el motor la temperatura se va a las nubes). Por eso, y porque más de sesenta kilómetros lo hicimos a 25 por hora, a 4.700 metros de altura, tardamos tanto tanto tanto. Para mí reconozco que está siendo toda una terapia viajar a esa velocidad, más el ruido, lo pesado y el calor.

El saludo típico entre hombres en Bolivia consiste en un apretón de manos suave, casi con las puntitas de los dedos, seguido por un abrazo distante en el que se palmea suavemente la espalda y otra vez el apretón, que como ya dijimos no es tal. Ese mismo fue el saludo sentido con Desiderio.

Ya en Villa Fátima, nos enteramos que las remeras encargadas no estaban listas, y que estarían en algunos días. Así que una vez más a replantear y reorganizar el viaje.

Apenas enterados de la mala nueva, encaramos para lo de Mabel, a quien le habíamos traído un paquete de parte de Griselda, otra viajera radicada en Salta, Argentina. Antes paramos a comer para no caerle con el bando que traíamos.

Contar de Mabel y su familia amerita un texto aparte, por la calidad de gente y su desinteresada buena onda. Vive en una casa grande y edificada más en vertical que en horizontal, lo que la hace de cuatro pisos que se acomodan en el irregular cerro, en el hermoso barrio de Sopocachi. La acompaña Pablo, de 16, Seba de 18 (ambos de su primer pareja) y Yolandita, una princesita ocurrente y deliciosa de seis años. El padre de ella, última pareja de Mabel, falleció hace un año y medio, pero está permanentemente presente en cada charla familiar y en cada una de los miles (sin exagerar) de pinturas y esculturas que le dan un tinte sensacional a la casa.

Durante horas charlamos y nos sorprendimos mutuamente por las coincidencias. Mabel y su familia no hacen más que insistirnos en que nos quedemos más tiempo en su casa, por donde pasan todo el tiempo viajeros. La relación con sus hijos es sana, simple y natural. De igual a igual.

Pero la pequeña Yolandita es todo un personaje, digno de un personaje cómico e inteligente del cine. Totalmente estimulada, tiene ocurrencias tras las que es imposible no despanzarse de la risa, o bien sorprenderse por el nivel de conocimiento. Cada día, antes de dejar la escuela, se va solita hasta la biblioteca y elige un libro para que se lo lea su mamá antes de dormir. Y así cotidianamente.

Nos agarró de la mano a Sofía y a mí y nos llevó a conocer toda su casa, incluso su lugar preferido: el viejo taller de arte en el que su papá creaba maravillas multicolores. Más tarde nos contó con lujo de detalles cómo se habían conocido sus padres, en la Cinemateca local.

Como estaba totalmente excitada por observar por el telescopio, no nos quedó otra que buscarlo en el auto y armarlo. Así que a la noche hubo charla y observación. Si bien la idea era ir a Mallasa, un barrio despoblado y más oscuro donde tienen una casa, nuestro cansancio y sobre todo la falta total de combustible en la ciudad (teníamos el tanque en cero) hicieron que hagamos la actividad familiar en la terraza de la casa.

Yolandita sabe absolutamente de todo, sin escapar a la astronomía. Localiza enseguida la Cruz del Sur y conoce la diferencia entre un planeta y una estrella. Además, apasionadamente absorbe como una esponja toda nueva información, que procesa y aprehende tras innumerables y asombrosas preguntas.

Tomamos uno de los últimos vinitos argentos y nos acostamos en una cama que improvisamos en el comedor, al lado de un ventanal colosal desde el que se ve gran parte de La Paz, y los cerros Illimani y Mururata, símbolos de la ciudad. De noche las lucecitas esparcidas por el irregular paisaje generan un cuadro mágico, que impide la llegada del sueño pronto.


MARTES 10 DE MAYO. DÍA 66.

Tempranito saludamos a la Yoli que salía a las corridas para el colegio. Le propuse a Mabel ayudarla con alguna tarea doméstica de mantenimiento que tuviera. Así que después de un desayuno enorme, me metí a arreglar algunas cositas de la casa, de electricidad, carpintería y otras yerbas.

Entre charlas y mates, la Sofi y Mabel fueron la compañía perfecta.

Al mediodía salimos a caminar y arreglar unas cositas que dejamos pendientes antes de salir para la yunga. Hasta que nos sentamos en un café a actualizar un poco la web.

Como las remeras nos retienen en la ciudad, coordinamos con Mabel una serie de actividades con dos grupos de chicos. Unos adolescentes compañeros de Pablo y Seba y otros más chiquitos del barrio.

Ya en la casa, ayudada por Yolandita, la Sofi hizo pizzas caseras.


MIÉRCOLES 11 DE MAYO. DÍA 67.

De mañana la Sofi salió a hacer unas cosas, mientras que yo me puse a arreglar unas cositas del Aguará, con relativo éxito.

A la tarde, con Yolandita y Mabel, nos pusimos a organizar y preparar todo para el taller que haríamos a la noche para los chicos del barrio. La Sofi y Yolandita armaron un montón de disfraces ideados por la segunda, y así la casa fue un gran vestuario teatral.

Si bien la cita era a las 17, llegaron clavadas las 19. “Horario boliviano”, dijo serena Mabel. Si bien no fue un taller integral, sino más bien algo improvisado, salió una actividad hermosa. Vimos por el telescopio, usamos varios dispositivos y pintamos, pero sin duda lo mejor fue la creación de isótopos, que se llevaron a sus casas. Otra vez las Ocurrencias de Yoli nos dejaron de cama.

Ya en la cena, nos divertimos con varios juegos en ronda, de los que por supuesto la artista diminuta fue siempre la gran estrella.


JUEVES 12 DE MAYO. DÍA 68.

La tempranera y siempre apresurada vocecita de Yolandita de un lado, y el majestuoso Illimani detrás de gran parte de la ciudad del otro, hacen de nuestro despertar algo confuso, donde se ensambla lo onírico.

Al levantarnos nos pusimos a hacer algunas averiguaciones. Para el llenado del tanque de aire para las ruedas, y para comprar por fin el tubo de oxígeno recargable (que en Chile salía una fortuna). Cuando dimos con el mejor precio, debatimos un rato con la Sofi si valía o no la pena comprarlo.

Sin haber resuelto el dilema, salimos para la gran feria de El Alto, famosa por ser una de las más grandes del mundo. Después de dos minibuses repletos y desenfrenados llegamos a esta ciudad, la segunda más poblada de Bolivia y con sólo diez años, siendo que antes era un barrio paceño.

La feria era literalmente una locura colosal, que se ramificaba sin ningún criterio alguno como tentáculos de un pulpo. Es un predio enorme, del que no se ven los límites. Si se está sobre una loma, a lo sumo se ven perderse los tolditos de lona de colores, como un gran mar multicolor.

Además, en cada calle transversal, los puestitos se multiplican. En cada frente de una casa hay por lo menos un comercio. Con la distancia justa para el paso de una persona flaca, nace otro puestito sobre la vereda, y todavía queda espacio para una tercera hilera de puestos sobre la calle.

Entre cada fila cabe sólo una persona, pero movido por fuerzas lejanas y desconocidas, transitan por allí carretas, carretillas y carros. Y vacas, ovejas, gallinas, gordos, cholitas con enormes bagayos.

Se puede encontrar desde un clavo usado hasta el ala completa de un avión. Discos de amoladora de los que apenas sobresale un grano desde el centro, viejos casetes a cinta amontonados, antiguas lámparas de mineros, corpiños, lentejas, colectivos, tuercas oxidadas, pañuelitos de papel, tenazas, chupetines, cordones, y una variedad incalculable de remedios, hierbas y ungüentos caseros para todo tipo de dolores y patologías.

Sus inventores proclaman a gritos las increíbles propiedades sanadoras de sus productos, y así la ronda se forma de curiosos y desprevenidos compradores. “Viene del punto más lejano del planeta”, “esto mismo usaban los quillas”, “se van a sorprender de los resultados al instante”, “baba de caracol”, “cartílago de tortuga del lago Titicaca”, “yema de huevo de lagarto”, se superponían desde improvisados altavoces desde todas las direcciones posibles, y desde más allá.

Más de una vez preguntamos el precio de un producto. El vendedor dice el monto, y cuando nos alejábamos con sincero desinterés, el número bajaba hasta en un 70 por ciento.

Compramos innecesariedades útiles. Y de otras cosas nos quedamos con las ganas por falta de plata y/o espacio.

Volvimos porque venía un técnico en refrigeración para ver la heladera, que hace días que no funciona pese a que la desarmé y limpié completa. Miguel demostró ser tipazo, pero la heladera sigue igual.

Al volver a la casa, refugio en medio de la caótica ciudad, Mabel nos comentó que como había escuchado (y participado) del debate sobre la posibilidad de comprar el tubo de oxígeno, se había tomado el “atrevimiento” de consultar en la escuela de Yolandita si podíamos hacer nuestros talleres y que nos paguen por ellos (¡!). Atónitos le dijimos que nunca habíamos cobrado por desarrollarlos, a lo que nos contestó con un montón de argumentos para que diéramos el sí.

Otra vez, después del último bocado en la cena, comenzó la ronda de juegos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario