jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora VII


VIERNES 10 DE JUNIO. DÍA 97

Despertarme sólo fue como una sensación parecida a la vivida en aquel túnel oscuro con el tren viniendo de frente, sólo que ese día sentía la presencia cerquita de la Sofi. El Aguará de pronto adquirió dimensiones inmensas, y todo se hizo silencio y distancia…
Mentira! Estuve muy cómodo y me las arreglé muy bien solito! Casi ni la extraño! Ja ja.
A las diez llegó Wily, y compartimos las dos últimas pavas antes de despedirnos.
Después salí a curtir la ciudad. Me metí en varios museos y me perdí por más de una callecita que me robó la el entusiasmo.
Pero lo que indudablemente me apasionó fue el mítico Coricancha, que el lengua quechua significa “el palacio de oro”. Este representó el epicentro mismo de la Confederación Quechua -más conocida como Imperio Inca- y en su interior abundaba el oro, de ahí su nombre. Al igual que Machu Pichu, su construcción fue ordenada por Pachacutec en casi en simultáneo, en el “horizonte tardío”, o período imperial incaico. Como todo templo de la época, principalmente tuvo funciones astronómicas y de culto al Inti Sol, Wiracocha, Illapa y Mama Quilla (Luna).
Cuentan que todos los dioses obsequiados o ganados de otros pueblos eran depositados allí. Así este centro tuvo una significación espiritual única. A su vez, desde la otra mirada, para los españoles tenía tanta la riqueza material que lo comparaban con una mina de oro, ya que este metal forraba todas las paredes, y un gran disco de más de dos metros se erigía en….
Hay hipótesis que sostienen que hasta los techos de las viviendas eran grandes planchas de oro, y que fueron sacadas para pagar la liberación pidió de Athahualpa - que pidió el hermano del propio Francisco Pizarro-, que finalmente no cumplieron. Fue tal la suma entregada a los europeos –además de genocidas, estafadores- que se demoró casi dos meses en transportar la carga hasta Cajamarca 8donde estaba preso el último emperador inca-, en cuadrillas de las que participaban incluso soldados españoles sedientos del metal. En la distribución del tesoro, hasta el peón de menor rango español se hizo rico. En Sevilla, donde desembarcaron la parte blanqueda del botín, cuentan que pudieron ver las hermosísimas piezas artísticas y sagradas de oro antes de que las fundan.
Pero más allá del robo material y el engaño, en Coricancha está sintetizado de manera contundente y sombría cómo la Corona española y la Iglesia Católica (las mayúsculas no son por respeto) impusieron su dogma –ajeno y extraño- por sobre las creencias profundas y ancestrales de los locales, intentando por todos los medios desterrar cualquier forma de ritualidad originaria.
Así que fue que demolieron el sagrado templo inca, el corazón del imperio, para edificar sobre las mismas ruinas la iglesia de Santo Domingo. Con total descaro y sinvergüenza, hasta la actualidad es habitado y administrado por los propios sacerdotes que lo heredaron después del saqueo. Peor aún: son los que cuentan la historia del lugar.
Me colgué tanto por la ciudad que no hice tiempo para ir a la función del planetario, que estaba invitado.
 
SÁBADO 11 DE JUNIO. DÍA 98

No voy a decir el frío que está haciendo estas noches desde que se fue la Sofi porque quedaría muy ñoño de mi parte. Pero realmente es de lo único que se habla en la ciudad.
Me levanté temprano y me puse a limpiar y reorganizar todo: de vez en cuando me pega así. Al rato vinieron Ana y y su hijo Santiago a invitarme a comer. Les dije que no quería hinchar, que mejor nos veamos a la noche en la función astronómica. Pero insistieron hasta que el di el brazo a torcer. Obviamente no les digo nada, pero desde que estoy solo como bastante mal, pero no me quejo, así era antes de la Sofi también. Esto de un día carnes blancas, otro día legumbres y “siempre acompañado por algo crudo” lo aprendí con ella, lo admito.
Cuando terminé de arreglar unas cosas en el Aguará encaré para allá como habíamos quedado. Quería ir temprano para darle una mano con la cocina.
En lo de Ana, junto con la princesita Sofía (de cuatro años), Santiago (de doce) y su marido Robi se siente un aire muy cálido. Sin esforzarse, me tratan “como se trata a un hermano”, en palabras del Indio Solari.
A la noche nos fuimos con Ana y su hijita a ver a una amiga suya, Tania, que es cantante, actriz y cuenta cuentos, qué tal? La cuestión fue que fuimos al Museo de Instrumentos Musicales y Centro Cultural Taki. Voy a resumir la experiencia diciendo que escuché la música más linda que escuché en mi vida, presentada entrecortadno cuentos y poesías del gran escrito local José María Arguedas (http://www.librosperuanos.com/autores/jose_maria_arguedas.html).
La puesta en escena era en medio del bello y pequeño complejo: un salón semicircular de unos seis metros de diámetro, cuyas paredes son de adobe y estuco blanco, y el techo de paja con tirantería de troncos de eucaliptos rústicos. En todo el perímetro cuelgan una variedad inimaginable de instrumentos artesanales de toda la nación, desde los andinos hasta los amazónicos. Quique es quien lleva adelante la empresa cultural, y un gran investigador de la cultura musical peruana.       
Estaba Tania, Quique y una criollasa llamada Sonia, con la voz más fina y sueva que sentí jamás. La challa es la música tradicional que cantan las cholas con voz sumamente aguda, supongo que emparentada con la homónima criolla. Con mucho sentimiento, contenido y delicadeza ambos fueron fraguando exóticos instrumentos, cantos y cuentos. Un aire místico y cálido comenzó a poblar el ambiente, para terminar emocionando a todo el auditorio.
Al cierre nos fuimos con los protagonistas y más gente a la casa del padre de Tania, en el bohemio barrio de San Blas. Pese al tornillo, caminar por esas callecitas empedradas con sus farolitos de hierro forjado, entre fachadas de adobe cortadas por ventanitas de madera tallada, por donde se invadían el espacio público las púrpuras Santa Ritas que, en todo el mundo riegan de mañana los alegres.
Con el papá de Tania, director y pionero de las tablas en la ciudad, nos fuimos a buscar pizza, y pasamos una noche de vino y risotadas. Éramos cerca de diez, todos del mundo artístico. Tania y otra amiga me invitaron a hacer los talleres donde ellas trabajan, con chicos en situación de calle. Pero como ya me iba sería imposible.

DOMINGO 12 DE JUNIO. DÍA 99 (allá lejos y hace tiempo)

Me cuesta acordarme lo que hice ese día, lo que quiere decir que me colgué en escribir, y/o que no hice nada interesante, más que preparar todo para salir temprano al día siguiente.
Sí se que me puse la ropa para ensuciarme y me dediqué a hacer varias cosas en el auto. Como había encontrado “buen” gasoil y aproveché para cargar los tanques de reserva, me la pasé pasando diesel de un lado al otro.
Cuando estaba bien pero bien sucio de pies a cabeza (como me gusta) vino Santiago a decirme que la mamá me llamaba para que le ayude en sé qué.
Cuando me iba acercando a la casa, sucio como andaba, me doy cuenta que había un montón de gente (“harta” gente, dirían acá). Sin querer que me vean así, me asomo tímidamente y me entero que Ana me estaba invitando al cumpleaños de una prima. Quería que me quede a comer torta, y como sabía que no iría así tan fácil, inventó esa excusa de la ayuda.
No hizo falta explicarle mucho cuando me vio así. Le dije que terminaba el laburo, me bañaba e iba.
En casa de Ana otra vez me hicieron sentir muy pero muy bien, esta vez toda su familia ampliada. Conocí a su abuela, ex campeona sudamericana de basket, y precursora del movimiento artístico indigenista. Como toda la rama de la familia de Ana –que vienen de ocho hermanas, feministas todas- la señora es mur progresista para los valores actuales. Toda una eminencia la vieja, y muy dable.
Nos colgamos hablando de la chicha y su transformación vaciada de contenido simbólico, con Robi, todo un especialista, desde la práctica claro.
La cuestión es que al tiempo de haberme ido, cuando volví a meterle con todo al Aguará para prepararlo para salir, el Robi me pega un grito con un botellón antiguo de barro artesanal.
Se había ido hasta un lugar especial para buscar chicha, “la tradicional” dijo. Sin aditivos ni nada. Una delicia realmente.
Era lo único que le faltaba a esta gente para meterse en nuestros corazones, de una vez y para siempre. Y que la cursilería me gane, me doy por vencido!

LUNES 13 DE JUNIO. DÍA 100

A los cien días de viaje salí por primera vez sólo desde Cusco a Nazca. Para mi sorpresa, lo que en el mapa de se ve como cinco o seis horas de viaje, aquí son casi veinte, según todos los que le pregunté. Cuando supe esto se me llenó un poco el culo de preguntas.
Por eso la noche anterior bajé al centro para ver si encontraba a los argentinos que me habían llamado para este aventón, pero no los encontré.
Sin más vueltas, salí a la seis matinales con rumbo este. El camino se  presentó tan hermoso como complicado, sobre todo porque el Aguará estaba para atrás como nunca.
A los cien días de viaje viví los peores momentos con el auto, en un camino que parecía ser una carrera de obstáculos para nosotros dos (el Aguará y yo). No recuerdo haber maldecido tanto a algo inanimado.
Si bien tenía pensado hacer noche cerquita de Chalhuanca, en un dato que me pasó otro rodantero en el camping de Cusco, ni bien salí de la ciudad el auto empezó a fallar, más que de costumbre vale aclarar.
Para colmo a ruta sube hasta los 4.200 metros sobre el nivel del mar, para bajar estrepitosamente hasta los seiscientos de un pueblo. De ahí otra vez hasta superar los cuatro mil y nuevamente hasta cerca del nivel marítimo al siguiente pueblo. Todo con curva y contra curva ininterrumpidamente y precipicio a un lado.
Tuve que ensayar forzosamente el típico procedimiento que realizamos con mi compañera cuando recalienta el agua y baja la presión de aceite, pero esta vez solo. Buscar una banquina en un segundo ya no es poca cosa. De ahí intentar acuñar con alguna piedra del lugar antes que se apague el motor y la temperatura vuele por los aires. Acelerarlo al máximo mientras me tiro por debajo de la parte delantera para alcanzar el radiador con el aspersor. Cada vez que estaba a punto de echarle agua, el motor se detenía y tenía que pararme de un salto a volver a encenderlo, lo que a esa altura me dejaba exhausto y mareado. Así cada cinco o diez minutos.
Ya la presión estaba bajísima como nunca, lo que me apagaba el motor si dejaba de acelerar un segundo, por más cebador que pusiera. Después empezaron a fallar las marchas, que no me entraban.
En el camino paré por este problema en un pueblito muy chiquito y hermoso. Me estacioné como pude cruzándome de carril en la única banquina del lugar: la puerta de una casita de barro. En seguida se pobló de chicos sonrientes, sucios y moquientos. Yo iba y venía desde abajo del auto al asiento del conductor. Ellos sólo se reían sin decir nada: estaba tirado arriba de un colchón de guano, que se me había metido hasta en las orejas.
Mientras una nenita que cuidaba de su hermanito menor me traía agua, pensaba en retratarlos con una foto, pero en aquella situación era una idea tan ilógica como salir de viaje con este vehículo.
En otro pueblito diminuto varios hombres me ayudaron también. A esa altura creo que ni siquiera hacía faltar explicar nada: ni bien me veían bajar del auto sucio, cansado y maldiciendo a voz pelada se apiadaban de mí.
No quedaba otra opción que parar en Abancay, más después de que sentí un ruido como que el motor dejaba de traccionar debidamente, y tenía menos fuerza que de costumbre. Como si un cilindro hubiese dejado de funcionar.
El Aguará era la imagen de un gato gordo y mofletudo que cansado abre las cuatro patas al mismo tiempo y se echa al piso de un golpe, diciendo “hasta acá llegué”, y cuelga el cartelito de “no molestar” del picaporte de una puerta imaginaria.
Como si no hubiese tenido suficiente, bajar a Abancay es literalmente una calesita de curvas en “u” sin cesar, viendo abajo a lo lejos la ciudad que parece cada vez más distante. Con el motor hirviendo, la presión por el subsuelo, los frenos que pedían piedad y las marchas que no querían hacer su trabajo, me quedé atrás de un camión que bajaba en primera, mientras el motor se me apagaba cada vez más seguido aún con al auto avanzando.
El panorama no podía ser peor: además de estos problemas mecánicos, llegaba a una ciudad enorme, era de noche, no conocía a nadie, no tenía dónde dormir y además precisaba un mecánico urgentemente. Y si era posible seguir viaje apenas se pueda camino a Nazca, donde me esperaban. Para colmo venía todo el camino maquinando porque cuando me llamó la Sofi en el medio del calvario, me descargué con ella y le relaté todo el panorama, pese a que la escuela de Bialik viajante me enseñó a ocultar cierta información del viaje para no preocupar a quienes esperan por uno.
Con el Aguará en ese estado manejar por Abancay fue una tortura, un maleficio del destino. Cortando el tránsito de la calle principal en marcha atrás, me metí como pude encendiendo el auto permanentemente. Con el mecánico Mario, entre dos negros chanchos hambrientos amarrados de una pata al paragolpe de un viejo Dodge, sentimos cómo dos cilindros no estaban funcionando.
Tenía la idea de dormir en el Aguará dentro del taller, pero cuando salí al centro encontré un hotelucho de apenas una puntita de estrella, pero que era barato y tenía Internet.
A los cien días de viaje me encontraba solo, con el auto hecho percha, en el medio de una ciudad horrible y sin saber cómo seguir.
Pero tirando pa’ no aflojá.

MARTES 14 DE JUNIO. DÍA 101

A primera hora me fui al taller, donde con Mario sacamos incómodamente el carter y la bomba de aceite y nos encontramos con pedacitos de metal bajo el aceite oscuro. Desarmamos una por una cada biela y cada cojinete de bancada. De estos últimos, había tres en pésimo estado y el resto estaba en eso.
La noticia no podía ser peor, pero ya me imaginaba un panorama similar. Irremediablemente tenía que abrir el motor, cambiar varias piezas, rectificar todo y volver a armar todo. Ahí nomás hicimos una lista de las cosas que harían falta. Mario me hizo un buen precio si me quedaba a ayudarlo en el trabajo.
Salimos juntos hacia un taller que pide repuestos a Lima y presupuestamos todo. Lo mismo hicimos con la rectificación integral en Cusco. El plazo de trabajo era de mínimo quince días, y el monto total no lo pongo porque debería usar varios renglones.
Calculadora en mano, averigüé –aconsejado por el propio Mario- cuánto duele llevar el auto cargado hasta Lima.
De ahí volví al hotel y hablé con el mecánico de confianza de Carolina, el contacto buenísima onda que nos pasó Amanda Paccotti.
Con todos los números y plazos en mano decidí llevar el auto a Lima. No solamente resultaba más barato y menos tiempo de trabajo (en Abancay había que hacer traer los repuestos de Lima y mandar a rectificar todo a Cusco, lo que encarecía el monto y el tiempo final); sino que también en Lima tenía dónde quedarme (en lo de la agradable Carolina y su esposo Salvador) y más que nada tenía qué hacer. En Abancay no había nada para hacer. Por las dudas, camino al hotel me metí a preguntar por trabajo en muchos locales que tenías su cartelito solicitando mano de obra de todo tipo: para tener todas las cartas sobre la mesa y un panorama integral de la situación, quería saber si en caso de quedarme allí quince días tendría trabajo.
No quiero caer en cursilerías baratas, pero realmente leer o hablar con la Sofi me encantaba. Porque me contaba apasionadamente todo lo que estaba viviendo allá en Rosario, y sobre todo el encuentro con Iarita y su Lolita y Luquita y Julita y Lunita y Sofita y Camilito. Y la Jose y la familia de Vivir y Convivir, las chicas de Fisherton, Alejo, la Fer y Gustavo, mi familia y la suya, las chicas de hockey y hasta el Colo Makler y el Tincho y la Flor. Tenía entrevistas por acá y por allá y lindas y necesarias charlas.
Yo estaba en un cuarto que no tenía ni tabla ni tapa del inodoro, y daba a la calle principal de la ciudad: una suerte de centro comercial al estilo la Juan José Paso de Empalme Granero, repleto de barcitos de comida china, hospedajes de mala muerte y autos que desde ambos sentidos bocineaban con los tonos más exóticos que escuché en mi vida. Además, estaba plagado de carteles luminosos (uno estaba exactamente en mi ventana!) que invitaban a subir por oscuras y angostas escaleras a bolichitos bailables, de esos que tienen más aire de burdel que de disco. En la puerta de cada uno, dos o tres tipos fumando con cara de pocos amigos le restaban sorpresa a lo que vendría al entrar. Cada uno ofrecía música a todo volumen, que se superponían entre sí por la escasa distancia entre uno y otro. Pero, por lo menos desde abajo y afuera, a todos se los veía completamente vacíos de gente.

MIÉRCOLES 15 DE JUNIO. DÍA 102

Este día arreglé todo para salir al día siguiente temprano, ya que son 24 horas hasta Lima.
Estuve engrasándome un poco en el taller, y alisté todo.
Después de comer miré NOB-San Lorenzo, pensando en la desgraciada de mi novia que estaba ahí alentando con toda esa gente. Día y horario laboral, con una lluvia torrencial y sin pelear por nada el Coloso estaba estalladamente colmado.
A la noche me entrevistaron por FM Universidad de Santa Fe, en el programa de Jorge Coghlan, presidente de la Liga Iberoamericana de Astronomía (LIADA). Después iba a salir a tomar algo con unos “Couch-amigos” de acá, pero nunca me llamaron. Llamarían disculpándose a la mañana siguiente.
A última hora me entero que el camión saldría recién a las nueve de la mañana. Mientras tanto coordiné todo el Pachacamac, cerquita de Lima para bajar y meter al taller el auto.
De madrugada una revuelta general de mamados justo debajo de mi ventana me partió el sueño al medio.

JUEVES 16 DE JUNIO. DÍA 103

Llegué antes de lo acordado al taller, y lo primero que me consulta Don Mario es cómo lo íbamos a cargar, lo que yo daba por sentado que sabrían ellos.
El camionero llegó después de varios llamados casi a la diez. Resolvimos que lo llevaría -sin encender, claro- hasta una rampa desde la que podríamos cargarlo al camión, cuya caja estaba a casi dos metros del suelo.
Me acompañó para guiarme un pibe que estaba a cargo de la cuadrilla para empujar al Aguará.
En una odisea increíble atravesamos absolutamente toda la ciudad de punta a punta, siempre en bajada afortunadamente, sin encender el auto y con los frenos a la miseria.
Cuando acordamos esta opción entre varios, nadie me dijo a la distancia que estaba esta rampa. Bien salidos de Abancay estábamos cuando por fin la vimos.
De ahí en más fue una locura (otra más) colectiva y desorganizada. Arrastramos con el camión al Aguará hasta la cima de la rampa natural. Lo empujamos varias veces hasta acomodarlo y acercamos el camión por abajo. Como quedaba todavía una luz entre la plataforma de tierra donde esta nuestro rotoso vehículo y el camión, improvisamos un puente con unas tablas destartaladas del lugar. Antes me bajé a sacar los templadores del camión (las maderas o hierros que cruzan transversalmente de pared a pared de la caja para que  no se abran) porque no daba la altura, después de ver que varios de los muchachos no tenían idea de sacar un tornillo aprisionado, o que simplemente no tenía ganas de hacerlo.
Tarde finalmente subimos el Aguará a la caja del camión. A pesar de lo que me cobraba el intermediario con el que hablé por el transporte (y que le había mentido al camionero diciéndole que acordamos otra cifra), a los flacos les pagué yo, después de darle una remera de Bielsa a cada uno.
El camionero tiene pinta de chanta, vestimenta de chanta, pelo de chanta y bigotín de chanta. Y lo que es peor: actitudes de chanta.
Viajar en esa cabina de Isuzu del año fue todo un placer, e inevitablemente me aparecían odiosas y perjudiciales comparaciones con el pobre Aguará. Así y todo, y a pesar de lo llamativamente despacio que maneja, me veía venir un viaje muuuuuuy largo. Más después de haber salido inexplicablemente a esa hora, y no de madrugada.
Llegamos a Casinchigua, el primer pueblito camino a Nazca. Allí su familia tiene un comedor popular y paramos a comer. Cuando bajamos desapareció: estaba en el boliche de al lado compartiendo unas cervezas con otros camioneros. El resto de los choferes era muy piola, y me senté ahí nomás con ellos.
La nietita lo venía a buscar porque estaba la comida lista, pero el tipo no se despegaba de la botella. Cuando le dio una moneda a la nena para que se vaya –cosa que no hizo, aunque agarró el sol-, confirmé el perfil del hombre. Y recién cuando los otros siguieron viaje se decidió a darle bolilla a su nietita, que seguí inmóvil esperando al costado.
Me había tirado de quedarnos acá y salir de madrugada. A mí no me hizo nada de gracia y le dije que salgamos, que yo lo ayudaba a manejar. Es un viejito chantún, al que si le insito me hace caso –acá la gente es raro que confronte o que discuta con un desconocido- pero no podía hacer nada si sentía sueño, y en todo caso era el mal menor.
Así que de mala gana acá estoy, intentando que pasen los minutos en Casinchigua, a sólo una hora de Abancay. Culposo me dijo que a las tres salimos.

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