jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora VIII


VIERNES 17 DE JUNIO. DÍA 104

(Del día anterior) Antes irme a acostar caminé un poco por el pueblo, viendo un cielo negro plagado de astros brillantísimos, cuya luces se atenuaban de vez e vez interrumpidas por los molestos faros de algún camión.
Meterme en el Aguará fue toda una odisea: primero, para no abrir la puerta trasera de la caja del camión, me trepé por la escalera lateral. La pared de la caja termina como a cinco metros del suelo. Eso con la mochila pesadísima, el bolso con la cámara de fotos, una bolsa con galletitas y bananas y la botella de agua de dos litros y cuarto. Cuanod alcancé la cima, dejé algunas cosas sobre el toldo enrollado en el tambucho que flota sobre la cabina del conductor. Como pude bajé incómodamente pisando el soporte del espejo retrovisor del acompañante y las tablas de madera de la pared lateral de la caja. De ahí al paragolpes delantero y de ahí un salto hacia el piso del camión, en donde entraban exactamente mis piernas y nada más. Pasé para el lateral del conductor arrastrándome casi hasta el piso, para esquivar el espejo retrovisor de ese lado. Ahí sí quedé con la nuca tocando la pared de madera del camión, y con la punta de la nariz la puerta del Aguará. Sin mover el torso ni la cabeza (porque no podía) traje de a una los bagayos que me acompañaban, que seme iban trabando con cuanta cosa andaba por ahí. Abrí la puerta los pocos centímetros de luz que dio, pasé la mano y abrí la ventana lateral detrás del conductor. Fui entrando de a una las cosas y después me metí con mucho esfuerzo por esa misma abertura.
Como habíamos quedado que a las tres nos despertábamos, 2.50 ya estaba arriba después de unas pocas e insuficientes horas de sueño. Para no hacerla larga el tipo apareció para despertarme recién a las cinco, cuando ya estaba a punto de ir a buscarlo.
Arrancamos y cuado paró en el primer pueblito después de Casinchigua casi lo mato, sensación sólo comparable a la que sentí cuando también puso punto muerto en el siguiente, esta vez para tomar un tradicional caldito de gallina. Eran las siete.
Pese al sueño y el fastidio, el viaje fue muy bueno porque pasamos por innumerables paisajes totalmente distintos. El asiento de aquel Isuzu último modelo fue el trono ideal desde donde contemplé encantado el río Churuhuata, que baja dejando una estela de vida verde a su paso. Después subimos hasta superar los cinco mil doscientos metos sobre el nivel del mar, donde el paisaje tomó un tono blanco magistral. Había helado durante la madrugada y mientras pasábamos comenzó a nevar, así nomás. Bajamos por unos vallecitos coloridos y templados, para internarnos más tarde en un altiplano seco y plagado de vicuñas salvajes. Varias veces paramos por distintas necesidades naturales, y una porque el Aguará suelto golpeaba desde atrás. No creo que quede bien contando esto (nunca me lo propuse tampoco) pero justo se zafó la cuña que estaba “trabada” con su técnica (aunque por supuesto la había puesto yo), pese a que le había dicho que no me parecía buena técnica. Me volví a tirar debajo del auto y la puse como estaban las otras, bien firmecitas.
Con cada nueva curva en “u” y cada pendiente de horas de duración, pensaba en que haber parado en la poco sensual Abancay fue la mejor -o la única- opción para el calamitoso estado del Aguará. Y que en caso de haber seguido no hubiese llegado muy lejos, y hubiese quedado en el medio de la nada misma con el motor agonizando.
Me alivió saber que pasaríamos por las líneas de Nazca y por un mirador desde donde algo de ve. El único detalle era que el sol estaba bajando como apurado, y el Isuzu al contrario.
Antes, contar que después de la última bajada andina se nos apreció un entorno tropical y de buen clima, donde abundaban las plantaciones de papa, los bananos y las palmeras. Eso, después de horas, o mejor dicho días de pura estepa y altiplano fue algo estridente, por lo menos para estos desacostumbrados ojos color turquesa. (Bueno marrones, venía embalado).
En un pueblito compré una horma de queso vistoso y más adelante tres kilos de naranja, para la familia de Carolina (de Pachacamac, la amiga de Amanda Paccotti), que no paraba de preguntarme cómo venía todo.
Víctor, tuvo el gesto de parar un minuto frente al mirador de la líneas de Nazca. Siempre había tenido ganas de verlas, de hace años. Las había estudiado en la facultad y desde que programamos el viaje la idea se potenció. Por eso había decido ir igual sin la Sofi, e invitado por Barthelemy D’ans, presidente del Instituto de Astronomía de Perú. Cuando “roto y mal parado” en Abancay no me quedó otra opción que suspender la visita no me gustó ni mierda. Pero ahora, verlas aunque sea con los últimos rayos del sol (que efectivamente estaba apurado por irse a dormir) era un regalo inesperado (y merecido creo, por qué no?).
Aunque contemplé desde una torrecita rotosa solamente “el árbol” y “las manos” (el dibujo más chico de toda la serie), me sirvió de consuelo. Y quién me quita lo bailado?
Bueno, un poco se me quitó cuando me enteré que tampoco llegaríamos hoy, sino que pararíamos a dormir otra vez, para arrancar al día siguiente temprano. El hecho de que no tuviese un “cliente formal” ni que un compromiso para descargar a algún horario establecido, lo libraba de responsabilidad para llegar a Lima. Claro que esto nunca se dijo, por el contrario, ante mi pregunta al respecto el viaje duraría 24 horas. Pero poco podía (y quería) hacer sobre la decisión tomada, fundamentada en su descanso.
Otra vez la odisea contorsionista para entrar al Aguará. Como el Héroe del Whisky de Patricio Rey, en una estación de servicio quién sabe dónde, dormía en la caja del camión.
 
SÁBADO 18 DE JUNIO. DÍA 105

A las cuatro arrancamos. Teniendo en cuenta de que me dijo a las tres, estábamos “a horario”. Salí como pude de la caja y me metí en la cabina.
El paisaje volvió a ser abrumador, pero apenas si lo podía disfrutar con un ojo, el otro estaba atento a los cabezazos de Víctor. Manejaba encorvado, con la cabeza inclinada hacia abajo, como intentando tocarse el cuello con el mentón. De esta manera, levantaba los ojos junto con las cejas haciendo un esfuerzo sobrehumano para mantener la vista en el camino. No se si era mi imaginación, pero por momentos parecía que dormía.
Por mi parte no me cansaba de decirle que paremos, que si sentía cansancio o si quería que siga yo. Pero no había caso.
De tanto en tanto le preguntaba para matar el tiempo y mantenerlo “en vida”, y cuando me respondía “ajá” decía “Víctor la gran siete y la que te re pan con queso!” para mis adentro. Aprendí a asociar el “ajá” con la condición somnolienta.
Creo que en el único momento que exterioricé algo de cólera fue cuando apenas antes de llegar a Lima paró sobre la banquina. Quería hacer lavara el camión porque en la ciudad sería más caro. Casi le salto a la yugular y arrancó nuevamente. Una cosa es detenerse por el cansancio, pero ya por ahorrarse tres monedas, y después de dos días con sus dos noches de viaje, ya no. No objetó ni “mu”.
Ya en Lima fue todo un tema encontrar la rampa que no había marcado Ricardo (el mecánico recomendado por Carolina), en gran parte por la necedad de mi conductor. “Es aquí”, decía otra vez detenido en la banquina. “Dijo en el kilómetro 13, y este recién es el 20” le marcaba. “Yo conozco esto, es acá!” se empecinaba. Cuando lo llamamos a Ricardo efectivamente estábamos a siete kilómetros del destino.
Pero eso no fue nada comparado con sacar el Aguará de ahí. Resulta que en alguna curva de fue de lado hacia una de las paredes laterales, lo que lo trababa feo. Además, el auto de Ricardo no lo jalaba porque no se podía afianzar en el suelo de tierra suelta. La parte de atrás del camión se bajaba cuando pudimos hacerlo hacia fuera, quedando un desnivel inalcanzable aún con varios tacos de madera. En fin, y apara no aburrir después de más de una hora el Aguará otra vez veía la luz del sol; aunque la capital nos recibía con su típico cielo denso, gris y húmedo.
Nos saludamos con Víctor creo que con cierta alegría indisimulable porque ya no tendríamos que soportarnos.
Con Ricardo comimos ahí mismo en la estación y de entrada nos entendimos bien. El tipo parece buena gente y conocedor del paño. Carolina ya se había encargado de hablarle de nosotros y nuestro inconveniente mecánico.
De su boca otra vez escuché que acá en el Perú había muchísimos de estos vehículos, pero que los reemplazaron justamente por el desperfecto que nos hizo padecer. Según él aunque arreglemos a nuevo el motor, no es para hacer el viaje que pretendemos.
Lo atamos con la soga de remolque reforzada que me regalaron en Chile y lo llevamos a tiro durante una hora y media, por la Panamericana Sur (una especie de Panamericana porteña, de muchos carriles, camiones y autos que van a mil). A poco más de tres metros de su auto, con lo frenos en pésimo estado y el caótico tránsito limeño, fue una locura ese viaje. Aunque con bastante cancha la fuimos llevando para que nunca pegue el tirón la soga.
Dejamos en Aguará en su casa porque en el taller no entraba. Y me llevó hasta lo de Carolina. Era sábado a la tarde, el día siguiente lo pasaría con su familia por el día del padre y nos veríamos el lunes, una vez que terminase unos trabajos pendientes.
Lo de Carolina es un lugar muy loco. Está en un barrio aislado que se puso de moda y está rodeado de caserones enormes con sus propias garitas de seguridad. El terreno es enorme, de unos dos mil quinientos metros cuadrados. Pero está sectorizado en muchísimas áreas: la granja, la sala de computación, la cocina, dos salas de música, una galería donde pintan, la casa de la familia del casero, la de ellos, la de la madre de Salvador, y la de cada uno de los chicos que vive allá transitoria o permanentemente. Hay más baños, meaderos, composta, lavadero, jardines, juegos, estanque, gallinero y no sé cuántas cosas más. Después de tres días todavía me pierdo acá. No me imaginaba un lugar así ni por las tapas.
Carolina súper buena onda me mostró todo y me presentó a todos. Me había preparado un cuartito muy chiquito y lindo de paredes de barro con palos de eucaliptos de no más de dos pulgadas de espesor como esqueleto estructural. Una puerta y una ventana de caña y el techo bajo y de chapa, con una de fibra de vidrio traslúcida en el medio. El piso está cubierto por dos grandes petates artesanales típicos de la zona (como alfombras de mimbre tejido), hay dos pueblecitos antiguos, una mesita de luz y un colchón sobre unas tarimas de madera.

DOMINGO 19 DE JUNIO. DÍA 106

Amaneció lloviendo, lo mismo que durante toda la noche. Me desperté mansamente con las gotas finas sobre el techo de chapa, lo que de alguna manera condicionó mi día.
Como no encontré a nadie, y Carolina con su familia se había ido la noche anterior al mar, desayuné y arranqué debajo de la garúa gris hacia el centro del pueblo, para tomar un Bondi hacia Lima. Acá estamos bien lejos y relativamente aislados de todo, y yo no tenía ni idea de a cuánto ni hacia dónde estaba el “centro”. Caminé por las afueras de Pachacamac y antes de subir al colectivo comenzó un romance duradero con zapmay, una especie de chaucha gordita que en su interior tiene un algodón blanco y esponjoso dulce, riquísimo, cubriendo las pepas o semillas.
Tomé dos colectivos distintos durante casi dos horas hasta llegar al barrio de Miraflores, donde me habían sugerido conocer. La verdad que es un lugar muy paquete, totalmente pensado para el turista extranjero, pero no por eso conserva un airecito entre bohemio y aristocrático. Y todo en clave verde y junto al mar, tras altas barrancas costeras.
Caminé por la orilla, no pudiendo evitar sentarme un rato a contemplar el océano como cada vez que me lo reencuentro. Me fui lejos, tan lejos que nunca podía subir nuevamente la barranca para emprender la retirada. Un guardia de seguridad me sugirió volver por donde vine porque la siguiente escalera estaba lejísimos. Cuando volvía me gritaron “Yayo” de atrás, y así me volví caminando con un argentino charlatán que vive en Estados Unidos y que me voló los pelos un buen rato hasta que fingí irme para el otro lado. Un instructor de surf con quien hablé dos minutos apenas pisé la arena le había dicho mi nombre cuando me vio pasar.
En el bondi de vuelta volví a ver la locura de los choferes para manejar, como la de los voceadores para cobrar y que nadie los garque con la plata. Lo paradójico era que nadie había intentado hacerlo, pero una paranoia total lo hacía confrontar con todos los pasajeros por la plata. Mientras tanto, el chofer tocaba bocina con ganas cada vez que un peatón estaba parado mirando a la calle, como preguntándole si iba a tomar el bus o no. Lo mismo que en Bolivia, en vez de ver si el peatón lo quiere tomar  esperando una seña como un brazo extendido, por las dudas el chofer consulta bocineando. Tanto molesta el “claxon” (como le dicen acá) que está prohibido el ruido so pena de multa, que por lo visto (o escuchado) nadie da bola. Al tiempo aprendía comprender esta locura, cuando me explicaron que por lo general el dueño del bus no es la empresa, sino el propio chofer, quien ofrece su carro a la línea y le paga diariamente un monto por el “uso” del recorrido ganado en licitación. A su vez, el chofer o el dueño del colectivo tiene un sueldo mínimo fijo, pero el ingreso real es en función de los pasajes vendidos. Así se entiende que los voceadores se desesperen porque la gente suba a su carro, llegando a pelearse con otros colegas en las paradas; o que el bus se detenga en alguna esquina importante y no retome viaje hasta esperar que se llene.
Volví en mototaxi a lo de Carolina, donde nuevamente no socialicé con nadie. Tengo en claro que mi prioridad ahora es el arreglo del auto, así que no me la vuelo, y mañana lunes iría al taller por fin a ver qué onda eso.
Como si fuera poco, me llega un mail esa noche (consulto Internet cinco minutos por día en una computadora prestada) en el que alertan porque otra pareja de argentinos viajando en una combi acaban de perder su auto porque se les venció el plazo que les dieron al entrar al Perú. El embajador les dijo que hagan el luto.

LUNES 20 DE JUNIO. DÍA 107

A .la mañana me dediqué a ayudarles a José, David y Marcos a instalar un baño exterior. Ellos trabajan acá en mantenimiento y son muy piolas. Además pintan y tocan percusión y también la enseñan en las escuelas de la zona. Salí en el auto de la casa con Marcos algunas veces a buscar maderas y caños, y me encontré con un tipazo que fue unos de los fundadores del fútbol callejero, una modalidad del deporte más popular que hace hincapié en los lazos sociales que se tejen a parir de la pelota. Así por ejemplo, se logró entre otras cosas realizar un Mundial de Fútbol callejero” en simultáneo con el último de Alemania 2006, allí mismo. Le conté de Centro a la Olla, que comparte la mirada sobre el fútbol como potencial recreativo y pedagógico para el trabajo territorial. “Y ya probaste el pollo a las leñas?” me decía con una pasión gastronómica singular. “Y el ceviche limeño?. Ah no, tenés que probarlo, no puede ser”, me volaba los pelos con un entusiasmo increíble.
Al mediodía me dejó por fin den el taller de Ricardo, en pleno centro pachacameño. Bajamos el motor y ahí nomás empecé a desarmarlo, bajo sus órdenes.
La verdad es que, al igual que en las escuelas que visitamos, cuando están los chicos que toman clases de música o pintura el aire es otro que cuando se van. Será por la propia dinámica de los habitantes del lugar o porque vengo de estar solo hace tiempo, pero cuando se van todos no veo a nadie, ni hablo ni escucho a nadie. Más que no me baje absolutamente nada del Aguará (ando con lo puesto hace días), no traje siquiera una linterna y acá se pone oscuro de verdad a la noche, no paró de llover un minuto desde que llegué y como y desayuno siempre solo y en silencio; me da como una sensación un tanto de vacío. A eso sumado que está lejos lejísimos de todo, y que no pasa por el lugar transporte público. Eso sí, todos acá son requete recontra buena onda, y cuando nos cruzamos nos quedamos hablando un rato. Carolina y Salvador por su parte, permanentemente se preocupan de cómo estoy, cómo va el motor del Aguará y acerca de Proyecto Miradas.
Por la tarde me fui al taller de Ricardo donde empezamos a desarmar el bendito motor del Aguará. Él estaba al lado con otro auto, y me iba diciendo qué sacar por orden. Para mí fue una sensación rara: estaba metiéndome dentro del corazón mismo del Aguará, que de por sí ya era el “motor” del viaje. Por otra parte, todo había sido absoluta y meticulosamente explorado, menos el motor en sí (y esto simplemente porque sonaba y andaba bien).
Cuando terminamos, ya tarde, lo invité a comer a Ricardo un tradicional pollo a las brasas. Y me trajo para lo de Carolina.

MARTES 21 DE JUNIO. DÍA 108        

Desde temprano arranqué para el taller porque queríamos terminar de desarmar el motor para el mediodía. Así que sin mucho nos metimos en eso.
Ahí por fin vimos los cojinetes de bancada estropeados (algunos ya los había visto en Abancay) y el asiento donde gira el árbol de levas en el block totalmente desgastados. También nos encontramos con una fisura importante en una de las paredes del block -provocada por alguna biela quebrada hace tiempo-, remendada con una chapa y silicona especial. Esto, sumado al disco embriague quebrado y a otras cositas menores, en las causas del andar torpe y sin fuerza del Aguará.
Cargamos todo en su auto y encaramos para Lima, donde una empresa rectificadora aclaró que lo mejor sería reemplazar el block, y que aún así no quedaría en un estado que nos permitiera hacer el viaje por Latinoamérica.
Así y todo presupuestamos el arreglo y encaramos para algunos barrios a buscar ahora el precio del motor que nos interesa para sustituir.
Caminamos mucho buscando el nuevo motor (usado) y algunos repuestos del actual. Nos metimos en unos lugares porco aconsejables, por entre ropa colgada, pasillos angostos e interminables, escaleras oscuras. De uno en uno nos fuimos internando en el mercado irregular donde siempre aparece lo que se busca, sin contar el estado, la calidad, la procedencia o el precio.
Se fue haciendo de noche y descubrí que eso de las pandillas callejeras no es una exageración holliwoodeana. De a grupos de a cinco o diez, se armaron imperfectos círculos como dispuestos para un diálogo inexistente. Los unos apoyados sobre algún auto estacionado y los otros desde alguna moto o parado en pose desafiante. Nosotros caminamos entre ellos sintiendo ineludiblemente su mirada inquisidora. Si ninguno nos paró fue simplemente porque no quiso, o porque sin saberlo no cometimos ninguna falta grave en esos territorios con dueños.

MIÉRCOLES 22 DE JUNIO. DÍA 109

El vuelo de la Sofi llegaba a las once y media. Por eso temprano encaré para “el pueblo” (el cruce principal de Pachacamac). Después de casi tres horas de viaje en varios medios de transporte público distintos llegué por fin al aeropuerto, donde apareció la Sofi una hora más tarde de aterrizado el avión.
Tras lógicos (y privados) abrazos y besos, comimos ahí nomás y emprendimos la vuelta a lo de Carolina. Esta vez el viaje duró todavía más, al igual que la cantidad de vehículos distintos que tomamos.
Mucho tardamos en llegar a la casa, después de cuatro o cinco transportes diferentes, y mucho hablamos los dos. Casi la demora vino bien para ponernos un poco al día. Fuimos a la casa de Ricardo el mecánico a dejar algunas cosas que traía la Sofi y llevamos otras. Yo no volvía desde el sábado cuando arribé a Pachacamac, así que estaba con las provisiones en menos diez.
En lo de Carolina caminamos saludando y convidando alfajorcitos de maicena a todos, que hizo la Titi en Rosario con mucho amor. Con ambos cachetes inflados, los diálogos eran mezquinos y complicados, pero alcanzó para renovar una vez más la calidez de cada uno que vive o trabaja acá.

JUEVES 23 DE JUNIO. DÍA 110
VIERNES 24 DE JUNIO. DÍA 111
SÁBADO 25 DE JUNIO. DÍA 112
DOMINGO 26 DE JUNIO. DÍA 113
LUNES 27 DE JUNIO. DÍA 114
MARTES 28 DE JUNIO. DÍA 115
MIÉRCOLES 29 DE JUNIO. DÍA 116
JUEVES 30 DE JUNIO. DÍA 117
VIERNES 1 DE JULIO. DÍA 118
SÁBADO 2 DE JULIO. DÍA 119
DOMINGO 3 DE JULIO. DÍA 120
LUNES 4 DE JULIO. DÍA 121

(Con muuuucho retraso)
Los días limeños fueron sobre todo grises. Húmedos.
Nos dedicamos sobre todo al auto: por un lado a conseguir un motor piola, y por el otro a comenzar los engorrosos trámites legales tanto para reemplazar el motor actual como para prorrogar el permiso de estadía temporal en el Perú, ya que si por lo que fuera nos pasamos un minutos del plazo nos decomisan el auto, y “andá a cantarle a Gardel”, como le acaba de pasar a unos paisanos viajeros.
Conseguir un motor usado en buen estado fue una odisea. Varios días nos llevó con Ricardo husmeando en compra ventas inundadas de aceite y grasa, hasta que el último día de junio por fin dimos con él. Después de varias pruebas conseguimos un Mitsubishi 4D31 turbo en lo de un mafioso taiwanés, en donde los empleados, igual de mafiosos pero en menor medida, armaron una mini empresa interna y paralela con el teje y maneja de repuestos. Ellos son los que te ponen la pieza que quieras de cualquier motor, aunque tenga dueño. Por unos soles de desarman su propia casa y te venden los ladrillos.
Históricamente Perú importó motores grandes de Japón usados, en donde no le hacen más de 50 mil kilómetros y los desechan, sobre todo los grandes por considerar su consumo y la contaminación que generan. Por otra parte, desde el punto de vista cultural, hay toda una tradición de cambiarle el motor a los autos, incluso a los cero kilómetros.
Aún así, hace unos diez meses se cerró esta importación, por lo que queda un remanente sobrevaluado. Qué pena que no nos dejó el viejo motor en Iquique, donde hubiésemos pagado menos de la mitad.
Hubo feriados, que fueron días más grises que el resto.
Caminamos con la Sofi muchísimo, sobre todo por la verdes callecitas rurales de Pachacamac. Nos hicimos mucha compañía. 
Estos días sirvieron para conocer más a Anita Chonati y su bellísima familia, también “por cortesía de” Amanda. En su casa nos quedamos a dormir algunas noches, cuando íbamos a Lima. No queremos aburrir con elogios, pero es realmente lindo sentirse en casa afuera de ella, rodeado por gente linda y de buenos pensamientos. Buena madera.
También fuimos conociendo desde adentro al maravilloso proyecto de Escuela Declara, que llevan adelante Carolina y Salvador y su tropilla en Pachacamac. Y al fenómenos de Ricardo, el mecánico-amigo con quien más compartí charlar y momentos. Un tipo excepcional.
Al final, empujados por varios motivos nos decidimos por fin a volar hacia la tan esperada Iquitos, merced a una súper promoción aérea que encontró la negra. El proyectado y minuciosamente estudiado viaje por tierra hasta Yurimaguas, donde haríamos un taller en la escuela y donde dejaríamos el Aguará para embarcarnos cinco días fue descartado por razones que todos sabemos.
Pero lo cierto es que conoceríamos el Amazonas, y eso bastaba.

MARTES 5 DE JULIO. DÍA 122

Llegar a Iquitos nos provocaba una expectativa impresionante, como cuando se está por conocer un lugar diferente y particular. Como un paisaje o una cultura muy especial, el Amazonas representaba un destino exótico y desconocido para nosotros: un mundo repleto de costumbres, lugares, aromas, sabores, sociedades, paisajes, animales y ruidos totalmente ajenos. Como cuando se va por primera vez a la montaña, a la nieve o al mar, o aa un paisaje litoraleño, o desértico. Ahora la selva, y no cualquier selva, la selva amazónica.
Aterrizamos temprano y el sofocón de aire caliente nos sacudió a todos. Ahí nomás se nos abalanzaron cientos de conductores de motoxais y autos que se peleaban descaradamente entre ellos por llevarnos, ofreciéndonos cada uno un sol menos que el anterior.
Durante el trayecto largo que separa el aeropuerto del centro conocimos a una Iquitos sumamente desordenada y sucia, pero fascinante. Personalmente hace mucho tiempo escuché o leí (ya ni me acuerdo) la historia y mística del lugar y cuando la vi en el mapa, pese a que la distancia enorme que la separa de cualquier punto urbano y del difícil acceso me empeciné con conocerla. Pero de esto hablo más tarde.
El propio taxista nos dejó una agencia de turismo “recomendable” para ir al interior de la selva, que no era otra cosa que una salita destartalada y sucia, con una chantún de algunos días sin afeitarse, musculosa sucia y pocas ganas de ofrecernos algo.
Teníamos ya varios “couchs amigos” que nos invitaban a sus casas, pero como sería sólo una o dos noches en la ciudad entre tanta selva sin ducha ni comodidades, decidimos para en un hostel, que además era barato.
No habíamos dormido en toda la noche, por lo que morimos un rato en la cama, pensando cómo se dormiría en el lugar sin tanto cansancio, y con el ensordecedor ruido constante de las mototaxis desde la ventana, que daba a la calle y de que la separaba no más que un mosquitero.
Después salimos a comer y a caminar por esta ciudad apasionante. Caminamos y caminamos y estuvimos con dos chicas encantadoras en la oficina de turismo, estudiantes de Ingeniería Medioambiental. Nos propusieron ir a la pueblo de una de ellas a hacer algo con los chicos, y además a ir el domingo a dar una vuelta en bote para conocer la flora de la zona.
Conocimos entre otras cosas, el Museo de la Amazonía, la Plaza de Armas, la Casa de Hierro construida por el propio Eiffel y el boulevard. Yo me moría de ganas por conocer más acerca de la época del caucho, pero después de varios días en la región no encuentro un solo libro del tema, ni un museo o algo similar.
Fiel a nuestra costumbre, y después de estar a punto de arreglar con un guía local de poca confianza, contratamos por un buen precio una expedición a la selva, pero en el único lugar donde nos fueron frontales y sinceros respecto a la visita a una comunidad indígena, y sobre todo donde ofrecían ver animales sólo si los encontramos caminando y navegando por la selva, no en cautiverio.
A Iquitos la hace mágica el enclave geográfico en el medio del Amazonas, su vegetación y sus animales únicos en el planeta. Pero sobre todo la rica y trágica historia social, surcada por la fiebre del caucho hacia fines de 1800. Numerosos grupos de europeos se asentaron en la ciudad, desplazando a los originarios Iquitos, motivados por aquella sabia blanca del árbol que sólo crecía en estas tierras bravas, en donde morían picados por insectos desconocidos, mordidos por animales salvajes o comidos por tras la cerbatana envenenada o la flecha de algún grupo indígena conciente del peligro que generaban con su presencia ambiciosa.
Cuando Henry Ford engordaba su fortuna vendiendo máquinas con cuatro ruedas por todo el globo, del corazón de esta selva salían buques tras buques colapsados de caucho para los neumáticos Firestone. Para eso morían a diario esclavizados indios bajo el látigo latifundista, mientras en la creciente Iquitos germinaba una aristocracia que nunca le sacó los ojos de encima a Viejo Continente. Así, en medio de aquel paisaje salvaje sumamente reticente al foráneo se erigían edificios majestosos con mosaicos importados, y los iquiqueños orgullosos se pavoneaban con su esquina plateada por el hierro estilizado de Claude Eiffel.
Las leyes del mercado mundial dieron a este pueblo una primavera de falso progreso, a costa del sometimiento de los indios.
Al respecto, el analista Jesús San Román, en su libro Perfiles Históricos de la Amazonía Peruana (Editorial Ceta, Iquitos, 1994), sintetiza que a partir de 1880, cuando comienza la “fiebre del caucho”, aparecen cinco características principales: “1. La selva cae bajo la dependencia del capitalismo industrial extranjero. Se establece un activo tráfico con el mundo externo, particularmente europeo, y se crean nuevas necesidades y preocupaciones en la vida del poblador. 2. Una fuerte corriente inmigratoria invade la selva. Hombres de la selva alta, de la costa, de Europa, de Brasil, etc., penetran en la selva baja. 3. La frontera colonizadora, de rasgo extractivo-económico, presiona sobre el mundo de los nativos, expulsándolos o "atrapándolos" en sus ataduras esclavistas. 4. Las utilidades del caucho crean los primeros elementos de capital comercial. La selva entra, como apéndice extractivo, en la estructura capitalista. 5. La estructura socioeconómica toma forma “clasista". Y el nativo pasa a ocupar el estrato más bajo de la escala.
Hoy Iquitos tiene casi medio millón de habitantes y recibe a miles de turistas de todo el mundo movilizados por la selva fascinante y exótica, a la que su propia inaccesibilidad escudó relativamente de la civilización occidental, lo que la convierte en un lugar atrayente como pocos. No muchos son los que se interesan por el caucho, la explotación laboral o la revolución iquiteña.
De aquella vieja aristocracia europea del caucho sólo quedan resabios, y hoy los únicos ricos son los narcos, y en menor medida ciertos oficiales de rango que agarran sus limosnas para protegerlos y hacer la vista gorda a sus negocios. En el vecino estado de San Martín se planta la mejor coca de la región, y sólo por Iquitos se llega Brasil, Ecuador y Colombia, lo que la convierte en un polo ineludible para el tráfico de paso hacia los Estados Unidos.
Cual pirañas de la zona, caminar por la ciudad significa ser “atacado” permanentemente por un escuadrón informal de charlatanes, guías, voceadores, jaladores y chantunes. Si te ven que estás por entrar a un bar o a un hostel se adelantan para que el encargado vea que entramos por él, y así se gana una mínima comisión.
A esto hay que sumarle el caos vehicular provocado por la mototaxis, que pasan como un alud de a montones, y uno por uno te tocan bocina o te gritan invitándote a tomarlo. Ante tanta oferta, lógicamente la desesperación y competencia -no siempre leal- se potencia.

MIÉRCOLES 6 DE JULIO. DÍA 123
JUEVES 7 DE JULIO. DÍA 124
VIERNES 8 DE JULIO. DÍA 125

Dormimos como lirones pese al bullicio de miles de locos mototaxis. Y a las seis arrancamos para la selva.
Viajamos una hora y media por la única carretera del lugar: la que une Iquitos con Nauta. Allí completamos el grupo bárbaro que nos tocó por suerte: una pareja de franceses, una de vascos, el guía “Halcón” y nosotros.
Mientras Halcón hacía las compras en el mercado, aprovechamos con la Sofi para conocerlo. Y así vimos lagartos, caimanes, todos los tipos de peces, algas, frutas y verduras extrañísimas y coloridas, que pese a la hora y las pocas condiciones higiénicas del lugar, los lugareños devoraban alegres.
Navegamos varios ríos por casi tres horas, donde sin lugar a dudas comenzamos a oler el peculiar sabor de la zona. Llegamos al “Lodge” –como les gusta decir a los guías- que no es más que la casa humilde pero cálida de una familia tradicional de un rinconcito verde entre tantos ríos e islas selváticas.
(Pasó mucho tiempo desde aquello, creo que por la propia dinámica excitante que hace difícil detenerse en un lugar y sentarse a escribir. Por eso los pocos –pero muy valorados- lectores de estos cuadernos desordenados van a beneficiarse con un recorte importante. De nada).
La cuestión es que desde que llegamos a la selva no paramos un minuto de caminar y navegar. La consigna era ver animales en su propio hábitat y en natural, y halcón y Adler son dos capos en eso, cuestión que notamos a simple vista y comprobamos con el trato a cada bicho.
Vimos tantos pero tantos animales exóticos que sería imposible detallarlos, y lo mismo con las plantas y los insectos. De entre el montón puedo nombrar al sapo más grande del mundo (el sapo Toro), la hormiga más grande del mundo (la Ísula), el monito más chico del mundo (el Leoncito), el pez de agua dulce más grande del mundo (el Paiche), la Victoria Regis -la más grande del mundo- y delfines rosados y grises únicos en el mundo.
Además, la hormiga 24 horas –cuya picadura duele por ese lapso-, la boa acuática -prima hermana de la gran Anaconda-, un oso perezoso que tuvimos en brazos -después de que Adler se trepara más de veinte metros de un árbol para bajarlo-, iguanas, caimanes –que también tocamos-, súper caracoles, tucanes, guacamayos, loros, tarántulas, murciélagos, un pájaro al que llaman Quetzal, supuestamente pariente del guatemalteco y otras aves rarísimas (perdón por mi ignorancia), bichos de todas las formas y colores, tortugas, monos, pirañas –que pescamos y comimos- y otros tantos peces exóticos.
De entre todas las plantas, arbustos, lianas y árboles -de las que no recuerdo el nombre además porque acá tienen sus propias designaciones autóctonas-, sin duda el que más me impactó (y el que pedí conocer desde el primer momento) fue el mítico y trágico caucho. Frente a él me paré y quedé impactado un rato en silencio. Lleva todavía las ralladuras que desgarraron su corteza hace más de cien años, para acopiar cada gota del oro blanco que le sangraba. De allí viajaría a Europa y Estados Unidos para tomar forma de cubierta para Firestone. Cada auto que Henry Ford facturaba por todo el globo era movilizado por ruedas del caucho amazónico, con epicentro económico en Iquitos y Manaos (Brasil).
Por las noches, después de la humilde pero rica comida de la familia de la casa, nos echábamos una cervecita junto al río y al sobre: nos levantamos siempre muy temprano. Ya en la cama, protegidos por grandes mosquiteros, nos limitábamos a deleitarnos con la orquesta natural y gratuita de la selva, en la que sobresalían de noche ranas y grillos, y madrugando un sinfín de ricos sonidos de pájaros silvestres.
Una mañana salimos antes de que amanezca a buscar la famosa Victoria Regis. El Amazonas nos recibió con un abrazo de neblina que la daba un tinte misterioso y profundo, mientras a lo lejos un sol dorado pedía permiso para entrar en escena. La escena fue conmovedora. Navegamos mucho por entre arroyos finitos, y cuando salimos a un río desconocido, todavía temprano, pasamos por detrás de un chico que en un viejo bote de madera ahuecada pescaba solo y en silencio. Ni siquiera se dio vuelta cuando pasamos. Éramos parte de una película.
Más adelante, un gran árbol estaba cruzado de orilla a orilla, por lo que para atravesarlo tuvimos que tajarlo con un machete desde arriba del bote. Yo colaboré torpemente, dando cinco golpes de machete y provocando un daño menor al que el Halcón daba con uno.
Nadamos con la Sofi en el mítico río y conocimos el pueblo Libertad, tan hermoso como su nombre y su gente. Además, un salón común estaba pintado de rojo y negro, y el comedor del pueblo se llama Los Luchadores. “Sobran los motivos”, diría Sabina. A diferencia de otros lugares visitados, acá cada chico y cada adulto se esmeraban con su mejor sonrisa para cada disparo de la cámara. Con la Sofi decíamos que hubiese sido hermoso trabajar con los chicos en ese lugar.
La cultura de los pueblos amazónicos es interesantísima y riquísima. Los paisajes por su parte colaboran para darle un tinte tan auténticamente selvático, ribereño, indígena, pescador, pobre y sano.
En el medio, se entremezclan confusos matices ancestrales, la ayahuasca, lo míticos, con la prostitución infantil, el narcotráfico y la delincuencia.

SÁBADO 9 DE JULIO. DÍA 126

(Con muuuuuucho retraso)
Todo el sábado y medio domingo aprovechamos para conocer Iquitos, algunas veces en compañía de la pareja de franceses con quienes estuvimos en la selva.
El mítico y populoso barrio de Belem nos llamaba desde la pantanosa orilla del río… , donde flotan a duras penas torcidas casitas de madera y colores. Nos acompañó Diego, el hijo del dueño de la agencia con la que nos internamos al Amazonas, y por decisión suya en el mercado se acopló un lugareño. Caminamos por el exótico mercado de productos casi legales y por el de plantas medicinales de la región, íbamos en fila india con Diego adelante y el otro atrás. Mal que nos pesaba la situación, el ambiente no propiciaba otra cosa que caminar de esa manera, aunque por nosotros lo hubiésemos recorrido solos.
El mercado es el típico mercado latinoamericano, solamente que repleto de los productos autóctonos, tan exóticos y raros. Son puestitos de diferentes tamaños por entre los que se camina bajo toldos rotosos que impiden la luz natural, lo que le da un tinte todavía más místico al asunto. Repleto de gente de todos los tamaños y formas, el pecheo constante es naturalizado como el propio caminar, igual que los chicos corriendo allá abajo, adonde nada se ve, por entre las piernas, sin un “disculpe” o un “permiso”. Igual allí todos y todo se entiende sin necesidad de aclaraciones formales.
Vimos plantas de aromas lejanos y agradables, al lado de grandes tortugas desolladas y cabezas de caimanes entre afrodisíacos extraños y ungüentos morados. Pieles de grandes boas y colmillos de jaguares, esencias extrañas, bebidas de lianas y cañas, pirañas asadas de aspecto aún amenazante, barro embotellado, plumas de guacamayo, collares de semillas y vértebras de anaconda, brochetas de gusanos gordos, frutas amorfas y hamacas tejidas.
Al salir del mercado caminamos hacia la orilla, las callecitas se iban haciendo cada vez más angostas y oscuras, las casitas altas y torcidas se nos venían encima. La basura y los olores se entremezclaban con la música fuerte de algún bolichito amanecido.
Después nos subimos a un barquito de madera con el agua hasta el borde. Con un sufrido motorcito recorrimos el interior del río… teniendo a ambos lados las míticas y derruidas casitas flotantes. Las señoras lavan la ropa y las verduras allí donde otros se bañan y otros hacen sus necesidades. Los baños no son más que ranchitos semicerrados, un tanto apartados, con un agujero directo sobre el agua.
Cuando preguntamos por la fama ganada de epicentro de la prostitución infantil, el lanchero nos contó que la noche anterior estaba justamente en el bar flotante que estaba a nuestro lado con dos ingleses, mirando un partido de fútbol y tomando unas cervezas. Contó que unas nenas se les ofrecían a cambio de pocos soles. Nenas que no superaban los diez o doce años. El resto de los parroquianos como si nada, mirando la pelota ir de un lado para el otro en la tele. Si bien oficialmente existe una campaña para detener este negocio, aún es frecuente. Incluso nenas y nenes se venden en la selva para ese fin. Cualquier iquiteño puede contar al respecto: que un gringo viejo entregaba jóvenes a otros, que en esa esquina se hace el negocio, que tal policía cobra buena plata por hacer la “vista gorda”, que ya casi no hay, que cada vez hay más.
Cuando nos salíamos en dos mototaxis, más asustado que nosotros –seguramente por ser más conciente que nosotros- Diego nos “ordenó” que de ninguna manera saquemos las cámaras de fotos durante el trayecto. Como la prostitución, el choreo se respira en el barrio de Belem. Hay también historias de secuestros y violaciones.
Seguramente muchos no encuentren nada “atractivo” allí, de hecho no creo que tampoco sea esta un adjetivo acorde. Pero sí estamos seguros que bien vale la pena conocer respetuosamente este lugar, sentir el vértigo exótico, flotante y misterioso. Es sin dudas un símbolo, una síntesis, un rincón más olvidado de dios, un tren fantasma para el turista, la noche en medio del día, gris basura entre el verde selva.
Por la tarde fuimos a la reserva de manatíes amazónicos, especie realmente extraña y poco frecuente que sólo existe aquí, en un país africano y en Australia. Es un bicho enorme y simpático, mamífero y herbívoro. En esta zona, las familias guitadas compran ilegalmente a las crías para tenerlas en sus piscinas como mascotas. Incluso nadan con ella. Esta fundación las rescata para rehabilitarlas a su medio natural.
De ahí nos fuimos a otra reserva la fauna autóctona. Lo más interesante ahí fue la compañía de nuestro guía, Claudio, de nueve años, quien nos puso al tanto de las historias mitológicas de la selva.

DOMINGO 10 DE JULIO. DÍA 127

(Con muuuuuucho retraso)
Como la Sofi estaba descompuesta, me fui solo a encontrarme con Gianina, para ir en barco hasta Padre Cocha, un pueblito cercano a Iquitos en donde Estela (quien trabaja con Gianina en la Oficina de Turismo) había organizado un taller para los chicos.
Llegué temprano a Puerto Natay, desde donde salen los barquitos. Allí vendían bolas de plátano del tamaño de una naranja, a las que les metían con los dedos pedazos de chancho cocido. Al lado, una nena atravesaba de a uno los gusanos gordos y flácidos que tenía agonizando en un baldecito. Aún vivos, en hilera y atravesados de punta a punta por la brocheta, los ponían sobre la parrilla a fuego intenso, nada de brasas.
Apenas pisamos la otra orilla salimos en mototaxi al mariposario cercano, donde Estela y Gianina dieron cátedra de botánica y zoología.
Después volvimos a Padre Cocha, pueblito hermosísimo de un urbanismo sumamente raro. Lo que sería la plaza principal es un descampado con una cancha de fútbol verde, muy amplia y panorámica. Es rodeada de casitas bajas y coloridas, predominando la escuelita detrás de un arco y una gran al costado. Detrás del otro arco la vista la roba el río gran Natay y su esplendor alucinante, al que se llega por un caminito en pendiente.
Todo Padre Cocha estaba adornado con banderines de colores, que atravesaba callecitas finitas por entre las que circulan sólo mototaxis. Las casas son divertidas y los chicos tienen ese qué se yo de los chicos de pueblo chico. Ahí no se siente el ruido ensordecedor de Iquitos, y los olores que inundan Padre Cocha son los de plantas silvestres. Era domingo y festejaban varios cumpleaños, por lo que salía música de muchas casitas.
El taller comenzaba a las seis, así que después de comer pescado frito fuimos a la casa de Estela, que es “muy humilde” según nos advirtió. Ella tiene tres hijos de dos padres distintos, de los que ninguno jamás alzó a sus críos. Hace lo que puede ayudada por su mamá ancianita, y estudia y trabaja en Iquitos. Por eso sale diariamente a las cinco de la madrugada para volver otra vez con el sol bajo el horizonte.
Su casa es un rectángulo de material sin ninguna división interna. Solamente un patiecito al fondo hace de baño. Lo que más me llamó la atención, además de la ausencia de tabiques o muros divisorios, es la falta de muebles. En un rincón lavan los platos en dos palanganas sobre el piso, al igual que la ropa. Enfrentado está la única cama de la casa, sobre la que presumo duermen todos, aunque también colgaba una hamaca.
Sacaron unas sillas plásticas y unos troncos y nos sentamos en la vereda de pasto, como todas las de Padre Cocha. A sólo tres metros, cruzando la callecita angosta, una casona hacía de boliche, desde donde brotaba cumbia al taco. La puerta estaba abierta y no cobraban entrada, así que grandes y chicos entraban y salían sin parar. Los sábados y domingos, de día y de noche es el lugar de encuentro del pueblo.
Al tiempo salió una señora grandota con aspecto de hombre. Llevaba puesto un antifaz de lentejuelas plateadas y un vaso de cerveza en una mano. Venía tambaleándose y con la sonrisa dibujada. Se presentó alegremente y con algo de culpa me explicó que era la maestra que tenía que organizar la jornada, pero que como era su cumpleaños, estaba brindando desde la mañana y estaba un poco borracha. No pude decirle más que “feliz cumpleaños”.
Habíamos terminado los contadores de estrellas artesanales, todavía no oscurecía y una chica muy escotada vino a invitarnos a pasar al boliche, porque estaba por comenzar “el show”. Desde una esquina vimos el baile de dos chicos, muy amanerados, con plumas y pecheras fluorescentes que danzaban torpemente. La maestra, que cambiado el vaso de cerveza por el micrófono, mandó saludos para “todos los argentinos que se habían acercado por su cumpleaños”.
Una vez que oscureció, el comienzo del taller se demoró porque todavía no encendía el generador que da luz eléctrica de siete a once de la noche. Me emocionó mucho ver la cantidad de gente que se movía trayendo en botellitas chicas un poco de petróleo para hacer andar un generador prestado. Venían corriendo de todos lados chicos y grandes, cada quien con un poco de combustible en alguna botella de gaseosa.
Eso me dio un poco de vergüenza, pero peor fue cuando me avisaron –rompiendo la sorpresa- que habían preparado una danza autóctona en señal de bienvenida y agradecimiento. Era un grupo de danza sumamente profesional, que ganó varios premios por todo el Perú. Estaba formado por tres músicos adultos, y cuatro danzantes: tres chicas y un chico.
Acá es importante aclarar que todo fue organizado por Estela, por fuera del municipio y de la propia escuela del pueblo; es decir, por y para la gente de por ahí, la que andaba sueltita “ahicito nomás”.
En un salón comunal repleto de chicos, donde se desarrollan las asambleas, comenzaron los tambores y la flauta y los bailarines, con polleras de fibra natural y cocos de pecheras las mujeres, mostraron una destreza increíble de ritmos amazónicos. Querían que yo me siente en un extremo del salón, para que bailen hacia mí. Pero ni loco hacía eso, así que me senté entre los chicos por ahí. Igual me dio una vergüenza bárbara. Quería agradecer y no sabía cómo. Así que cuando después, cuando el director del grupo me regaló dijo unas palabras cálidas, sólo pude retribuirle con un “gracias” humilde y sincero.
El taller estuvo bueno pese a que fue realmente un lío: como era abierto y no había un grupo fijo establecido, se llenó de muchísimos chicos que iban y venían, más algunos grandes y hasta viejitas. Lo más lindo fue cuando salimos a la gran plaza contra el río, donde nos sentamos y descubrimos un montón de estrellas y constelaciones. Contamos historias mitológicas y conocimos algo de la información que nos daba el cielo negro repleto de brillos diminutos.
Nunca supe si fue buena o mala idea, pero como por cuestiones logísticas no habíamos podido llevar el telescopio, saqué unos binoculares astronómicos para que todos vean la luna a su través. Por supuesto que el alboroto generalizado se incrementó, pero yo la pasé bárbaro, y cada chico que veía nuestro satélite natural salía comentando aceleradamente cómo lo había visto, mientras que los de más atrás de las dos filas gritaban y empujaban. Concierta timidez y curiosidad se fueron orillando grandes, que sin decirlo, tenían más ganas de mirar que los chicos. Así que la situación se estiró tanto que el barco que habían organizado para que nos lleve de vuelta a Iquitos se fue. Pero estábamos contentísimos todos. Una maravilla en el medio de esa plaza abierta fogueada de un lado por el río manso y por el otro por la cumbia ensordecedora.
Solamente se fueron los chicos, que para esa altura eran realmente muchos, cuando Gianina pegó el grito de que en el salón había jugos y gaseosas para todos, también comprados colectivamente por los grandes del pueblo.
Como si no hubiese tenido suficiente, volvió a entrar el grupo para danzar de despedida, y esta vez las palabras al cierre fueron más dulces. También se arrimó una chica con un paquete. Era un regalo “que me hacía la comunidad” según sus palabras tímidas, y después me enteré que las hace ella con su madre para venderlas en Iquitos. Era un adorno colgante de puras semillas, cocos y huesos de la zona. Algo muy lindo, casi como el gesto.
Acompañado por casi todo el pueblo trasnochado, bajamos la barranca verde por el caminito zigzagueante hasta el muelle, donde después de empacarme como mula pagué a un lanchero para que nos devuelva a la otra orilla a mí y a Gianina.
Fue una experiencia magnífica, a la que sólo le faltó la Sofi para que fuera perfecta. De Estela y Gianina nos despedimos con abrazos y agradecimientos sinceros.

LUNES 11 DE JULIO. DÍA 128

Volvimos a Lima, la verdadera selva. Antes de atravesar la espesa capa de nubes que sofocan a la capital peruana casi todo el año, nos despedimos con nostalgia del sol. Es una sensación un tanto extraña saber que no veremos el sol, la luna y las estrellas en un tiempo largo.
El viaje en avión de Iquitos a Lima duró hora y media. Pero desde el aeropuerto hasta la casa de Carolina en Pachacamac tardamos más de tres horas y media, en diferentes medios de transportes. Una locura.

MARTES 12 DE JULIO. DÍA 129
Hicimos nuestro segundo taller en la humilde escuela rural de El Guayabo, cerquita de Pachacamac. En un vallecito fértil rodeado del cerro Pan de Azúcar, y entre el Cerro Macho y el Cerro Hembra. El grupo de los chicos de quinto y sexto, quienes no participan de ningún taller de los que da la gente de Escuela Declara (donde carolina y la patota). Casi todos viven en el internado y tienen una pureza que le da un brillo peculiar. Salió hermoso.

MIÉRCOLES 13 DE JULIO. DÍA 130
JUEVES 14 DE JULIO. DÍA 131

Salimos temprano para la estación de servicio sobre la Panamericana, para que Barthelemy no se desvíe camino a Nasca. Pasó el tiempo y no venía. Después supimos que su madre había dado la orden de no despertarlo porque llegó a la seis de la mañana, junto al increíble Manuel, de una larga noche de fiesta en la Embajada de Francia.
Después de muchas disculpas salimos, pero a una hora el auto fundió motor. Éramos la yeta, no había dudas.
Una vez que pudimos remolcarlo al pueblo más cercano, tomamos un par de buses hasta por fin llegar a Nasca pasada la medianoche. A todo esto, después de mucho pensar, con la Sofi habíamos decidido traer un montón de bártulos grandes de astronomía antigua porque la idea era hacer algo con los chicos de ahí. Así que andábamos con varios bolsos y grandes piezas de madera subiendo a un Bondi para subir a otro, y de ahí a un auto y a otro.

VIERNES 15 DE JULIO. DÍA 132

Manuel es un tipazo. Grandote, panzón, pelado y con unos lentes redondos tipo John Lennon. Es arqueólogo y bastante místico, pero al mismo tiempo le gusta la joda y comer, como al él solo.
Con él conocimos gran parte del tesoro arqueológico de la zona, entre ellos los magníficos acueductos construidos por los nascas entre el 600 AC y el 400 DC: toda una obra de ingeniería hidráulica y por qué no de arte.
Ese día caminamos sin parar de un lado al otro, bajo el inclemente sol desértico.
Por la noche fuimos invitados a la función del planetario de Barthelemy, ubicado en el mismo hotel donde María Reich (gestora del argumento astronómico de las famosas líneas e incansable protectora) vivió sus últimos 25 años.
Antes de entrar hubo tiempo para probar el mejor pisco sour de Nasca, el que prepara el barman en la barra del bar del hotel, con casi 50 años de trabajo allí. Así entonaditos entramos a maravillarnos al planetario, con sencillas explicaciones sobre la monumental obra nasca, de la que, al igual que en el campo de la astronomía en general, lo más interesante son las pocas explicaciones alcanzadas.
Barthelemy preside en Instituto Peruano de Astronomía y también la Cámara de Turismo de Nasca, por lo que sus conocimientos fueron el acompañante ideal para conocer la zona.


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