jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora X: "Textito amorfo. Puntos suspensivos"


Hace mucho que no escribo. Y no sé cómo hacerlo.
Hace tiempo que el tiempo ordinario dejó de serlo por este otro, que no tiene nombre ni manera de contarlo.
Que se desdibuja bajo una neblina espesa y la garúa lo adormece. Que se regocija entre gentes cálidas de trabajos nobles. Que se deja mimar por manos compañeras y que de vez en vez se encuentra sólo, en una esquina urbana, apretado, abrumado, aturdido y atropellado por ruidos y movimientos frenéticos.
Este tiempo del no-tiempo que es tan difícil de explicar. El tiempo de las alas mojadas para volar, del no Sol. El no tiempo de las sombras nocturnas de luz artificial.
Pero es el tiempo fértil de la cobija apasionada de duendes que se dicen gentes, pero que conservan síntomas que los delatan: viven entre las flores y los pájaros, en casitas chicas de barro y en los árboles, compartiendo y acompañándose, tocan música, pintan y son alfareros.
Y entienden estos duendes que acá a la vueltita no hay ni duendes ni hadas ni pájaros entre las flores. Saben que tras el bosque la gran ciudad es gris y oscura, que los chicos mendigan en los buses y las mamás revuelven la basura de la basura para comer. Que los perros esqueléticos mueren un poco de hambre, un poco de frío un poco de sarna. Mueren de perros pobres. Que a la moneda la llaman Sol, pero aunque lo llamen no viene, como al Sol.
Por eso estos son duendes de a de veraz, porque se dicen gentes.

Menos mal que caímos en este refugio de tan cercano y tan lejano del caos. Del minibús, de estar perdidos, de los cobradores, de los paradores, del amontonamiento, de las peleas, del grito, los del Trome bajo el brazo con alguna portada del caso Ciro, las bocinas. Los días que se hace cortos en combis de viajes largos.
Las dos Limas: la de Villa El Salvador y la de Miraflores.
El vivir hacinados, el viajar hacinados, el caminar hacinados, con garúa, con barro, con pocos saludos, con vendedores ambulantes, con mangueros. Los tramposos creativos, los de las historias desopilantes a colaboración, los cieguitos ayudados por sus hijos, los colombianos con las caras tatuadas, buscadores de propina, de limosna, viejitos disfrazados de mujer con pelucas doradas, chicas que alquilan celulares, curanderos, vendedoras de tamales, exprimidoras de naranja, peluqueras, guachimanes, masajistas, punks, cholitas u alemanes.
El Lurín de la ruta, del comerciante tráunfuga, el chanta, el incumplidor, el irregular, el desprolijo, el yo sé cómo se hace, el ahorita va.
En Lima lo que más conocimos fueron las combis y los buses. Y terminamos haciendo tantas cosas que hasta nos metimos dentro de un submarino militar.
Aprender de mecánica significaba más que nada aprender a moverse en La Victoria nrava y oscura, negociar con sur coreanos estafadores y sortear a los jaladores choros.
Menos mal que encontramos este hogar, para capear este largo desencuentro con las estrellas y los errantes del cielo. Para este tapón de cielo como un símbolo de paréntesis.

¿Serán las largas caminatas con la Sofi, por los zigzagueantes caminos de montaña nuestra terapia para no enloquecer? ¿Será la infaltable y contagiosa risa de Toño el sonoro? ¿La cocina compartida, los locazos proyectos a futuro, los planos de una casa en el arroyo, la expectativa sobre los campesinos de Loja, los contactos en Colombia, los pájaros de colores, las ardillas, la humedad incesante, las ruinas, los cerros, los caracoles, los perros, los dibujos, las charlas, la música desde algún rincón de este refugio de locos contra la locura mala, lo que nos hace inermes a la desesperación?
El olor al eucalipto, el tratar de escribir y no poder, o no querer. La garúa permanente como un telón que nunca se corre, una cortina pesada, un fondo al fondo.
Caminar con linternas, y detrás siempre los perros. El permanente cruce con alguien que despierta un saludo, un comentario, un chiste al paso, una risa.
El despertarse con las botas tempraneras de Don Alberto sobre las piedritas, saludando a los perros, barriendo hojas secas. El lorito cantando con repetición, las palomas, los pájaros, uno por uno cada uno que va llegando.
El cerro Pan de Azúcar, el cero Macho y el cerro Hembra. Los chicos del Guayabo, tan ajenos a todo.
La música que siempre sale desde algún rincón, los tambores al caer la tarde, una película en la cama, las hamacas y la casita en el árbol, las tiza pastel, las flautas, los caracoles, los ladridos, los charcos, los mototaxis ruidosos a los saltos en las lomas de burro, los rompe muelles.
El mecánico, otra constante, el arroz chaufa, la china con su risa china desde la cocina de enfrente, llena de moho y verduras.
El fuego y sus esencias que condimentan distinto en esta cocina con piso de tierra. Tierra que la garúa convierte en barro, que el alfarero modela en olla, que usamos para calentar el agua para bañarnos; de a jarritos, del mismo barro de la olla, y del piso de la cocina y de todos los pisos, y de las paredes y adornos, y de las calles donde vuelcan mototaxis como trompos. El barro de la montaña y del fondo del río, el que no podemos sacarnos de la suela de los zapatos.
Las enseñanzas de don Salvador y Doña Carolina, La vida transcurrida como un canto, una pintura. Los sueños.
El seguir para adelante, la alegría, el compartir, el vivir en comunidad, el tropezar y levantarse.
Los que se proponen saborear cada mañana lo desabrido de una larga noche lluviosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario