jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora XI


No digo nada nuevo si afirmo que cada más tiempo pasa sin escribir, más cuesta hacerlo. Por eso, estos días, tan intensos y poéticos, cada vez que tuve la disposición de sentarme a tirar una líneas –aunque sea como simple registro personal- no supe cómo empezar: cómo escribir sobre lo pasado, al lado de este presente tan vívidamente cercano. Y al fin, haciendo de tripas corazón sacrifico momentos y recuerdos en pos de escribir por lo menos algo, que haga mover algún engranaje oxidado de esta bitácora desactualizada.

Domingo 3 de septiembre. Día 182
La cuestión es que por fin salimos de Lima, de donde nos llevamos recuerdos inolvidables, amigos, historias. Y un montón de cosas más que constamos en escritos anteriores.
Pasar la cuesta empinada y nublada que separa a la capital peruana con Huaylas (…) fue todo un alivio, pese a que pensamos que el motor tendría más potencia. Le habíamos hecho al Aguará cuanta cosa pudimos para dejarlo en perfecto estado, sin reparar (casi) en gastos ni en tiempos. Y así y todo no caminaba como pensábamos que lo haría. Pero estábamos en el camino, con rumbo norte.
Contentos de verdad y expresando nuestra emoción en bailes y canciones, viajamos durante diez horas hasta Trujillo. Nada se comparaba con volver a estar los dos con el Aguará en la ruta, subiendo lomadas y acantilados y bordeando el majestuoso Océano Pacífico. Mateamos, comimos de todo, escuchamos buena música, charlamos mucho y también estuvimos callados. Paramos poco, a pesar de que las paradas también son parte del viaje en este carro. Pero lo que verdaderamente extrañábamos era andarlo, curtirlo, ver pasar las discontinuas rayitas blancas por debajo, avanzar.
En Trujillo nos esperaba la familia de Leonel, un lugareño del que nos pasaron el dato los chicos de Sueño Surenio. Él estaba en la selva, pero su familia fue un encanto. Dormimos frente a una placita, desayunamos rico, intercambiamos fotos, postales y abrazos con la familia y salimos para Piura, donde nos encontraríamos con los chicos de Radio Mochila.
 
Lunes 4 de septiembre. Día 183
El viaje volvió a ser tranquilo. En Piura estuvimos en la plaza principal con Pato y Paula, quienes llevan adelante un proyecto hermoso alrededor de radios comunitarias por todo Latinoamérica. La pasión y la energía que le imprimen se vislumbran en cada charla. Y además vienen recorriendo espacios muy interesantes de construcción colectiva, y en sus pesadas mochilotas siempre cabe una historia más. Van descubriendo y redescubriéndose con estos pagos tan lejanos y cercanos. Van lentitos y permeables al encuentro.
Con la Sofi dormimos en una estación de servicio, justo pegado a una discoteca con la música al palo y un conductor con muchas ganas y poca pasta de cómico.
De madrugada salimos rumbo a Ecuador. En la frontera, como suponíamos, nos volvieron locos con el permiso del vehículo, que estaba vencido, pero por el que habíamos en tiempo y forma absolutamente todo para prorrogarlo. Si bien el permiso había salido hacía tiempo, la  burocracia y cierta prepotencia no podían dejarnos pasar así como así.
El momento de mayor tensión fue cuando le saqué a la fuerza al oficial a cargo la llave del Aguará, que no me quería devolver. En eso la Sofi prende la cámara de filmar y el milico se puso como loco, pero se le pasó al rato. Antes me había insinuado una cometa, argumentando que, más allá de tener todo en regla, por nuestra culpa se iba a tener que quedar todo el día con este problema, y ya se quería ir.
Según su poco fiable testimonio, el responsable máximo del lugar, como era domingo, estaba en Piura: estaba haciendo las compras en el mercado y no se había llevado el teléfono celular. Tendríamos que esperar por lo menos hasta el lunes, ahícito mismo, donde no había más que milicos aburridos y traficantes de poca monta, también aburridos.
Cuando llegó el otro oficial que lo reemplazaba tiró la mejor de entrada y al rato estábamos por fin cruzando el puente sobre el río Macará, que separa a Perú de Ecuador.
Ya del lado ecuatoriano, también nos verduguearon un poco, pero nada fuera de lo común. Allí, mientras esperábamos que los milicos de este lado vuelvan de comer para hacer los tramites aduaneros, debajo de una sombrita amena comimos y festejamos el cumpleaños de Paula, con regalitos y hasta una torta. Su emoción sincera fue todo un símbolo de su integridad y honradez. Y su mejor gratitud.
De ahí en más fueron varias cuestas arriba, midiendo en detalle la reacción del motor nuevo. Sufriendo un poco -pero insignificante en comparación con el Asia original- llegamos a Loja, donde nos dimos una panzada de pollo a las brasas y nos fuimos a dormir los cuatro en una estación de servicio.
Al lado nuestro, en los baños, demasiadas jóvenes narices ansiosas hacían cola para tomar merca.

Lunes 5 de septiembre. Día 184
A la mañana siguiente, ya nos esperaba Emilio en la sede de la Fupocps, una organización que nuclea a campesinos de la zona, con una mirada política sumamente interesante. El contacto nos lo había pasado la Gaby, de la Red de Solidaridad con Chiapas de Rosario, quien había pasado hace unos meses por acá.
Tuvimos con él una primera reunión, en la que contamos brevemente qué es lo que hacen ellos y nosotros. De forma resumida, nos contó el panorama local y nos dijo que estaban contentos de que estemos allí y que elijamos dónde y cuándo ir a hacer los talleres.
Más tarde, cuando lo invitamos a comer, Emilio nos adentró en una realidad ecuatoriana desconocida y fascinante, sobre todo desde el punto de vista de los campesinos.
Más adelante un video con el testimonio de Emilio dará cuenta de manera fiel de la situación.

Martes 6 de septiembre. Día 185
Con él salimos de mañana para el cantón de Catacocha, donde nos presentó a dos mujeres directivas de la organización. Almorzamos y encaramos para Promestilla, una comunidad de base a donde estaríamos un par de días.
Lo que sigue intentaré resumirlo, pero me va costar mucho teniendo en cuenta que todo acá nos fascinó, al punto de quedarnos unos días más.
Desde la carretera que une Catacocha con Loja se toma un desvío de tierra por una hora. El camino es sumamente sinuosos y va serpenteando cerros coloreados por plantaciones de caña, maíz, papaya, maní y plátanos. Durante esa travesía nos iba llamando por teléfono Pancho, quien vive alí con su familia y participa activamente los fines de semana de las actividades de la Fupocps en Loja.
Cuando tras tomar la última pendiente  vimos por fin sobre la loma de un cerro la escuelita, los chicos ya nos saludaban con ambos brazos y la sonrisa resplandeciente.
Son sólo siete alumnos, más Rosemary, la hija de la única maestra que estudia en Catacocha y estaba de visita. También estaban padres y hasta abuelos, más perros, gatos, burros, cabritos y un sinnúmero de gallos y gallinas,
Absolutamente todos fueron encantadores desde el primer momento, mostrando esa humildad y calidez campesina tan serena como sincera.
Por nuestra parte, entre el parate inesperado peruano y este recibimiento inaudito, queríamos abalanzarnos sobre los chicos y hacer todo al mismo tiempo. Una vez más, la templanza de la Sofi puso en su lugar a mi ansiedad descontrolada.
Pero aprovechamos una reunión entre la maestra y los padres para salir a caminar con los chicos. Lo que más primerito quisieron mostrarnos fue la huerta, donde  una por una nos señalaron nombre y uso de decenas plantas.
Todo lo que relate sobre los  lugares que recorrimos, el clima o el lugar queda opacado por esta calidez extraordinaria de los chicos. Una calidez auténtica, que no era una puesta en escena para nosotros, por el contrario; demostrada en cada pequeño gesto en su propio trato cotidiano. Esa calidez que los hace cuidarse y mimarse, en esa edad en la que los citadinos acostumbramos a pelearnos y celarnos.
Elías, Oscar, Liliana, Cecibel, Danielita, Jorgito y Paola, además, son dueños de una sonrisa seductora, noble y serrana, sincera y campesina. Como de de niño humilde.
Sus rutinas diarias incluyen una tempranera caminata por entre piedras y acantilados, encontrarse con los compañeros-amigos-primos en una tranquerita de troncos, estudiar, reírse y perseguirse hasta el cansancio en el patio de tierra, volverse juntos de la mano, cuidar a los animales, regar las plantas, mantener la huerta, limpiar, a veces cocinar, sacar la mesa y lavar ropa, perseguir gallinas, ver formas en las nubes, esperar la llegada de algún carro con noticias frescas, y seguramente soñar, volar, ser un poco bombero, un poco futbolista y otro poco bailarina, o trabajar la tierra como sus padres. O viajar a la gran Quito, donde un mundo inimaginable de dimensiones exageradas los espera con el discutible título del éxito.
Esa tarde una mesita bajo la sombra, muecas, juegos y cuentos bastaron oficiaron de escenario simple y espontáneo para reconocernos. Aunque parezca cursi, cada recuerdo viene de la mano con sonrisas genuinas, miradas atentas y una calidez indescriptible. Por eso, abusando del saber que nuestro escueto grupo de lectores tiene un lazo afectivo que les impide abandonar estas líneas, me reuso a dejar de escribir abiertamente estas nobles impresiones hasta el cansancio, que no solamente fueron auténticas, sino que hasta nos quedamos un tanto cortos.

Miércoles 7 de septiembre. Día 186
Por la mañana tempranito fuimos invitados a la “plantación”, abajo en el río. Así que sin medir distancias ni calcular las más de dos horas de viaje, encaramos los cuatro junto con Rosemary y Paola. El camino fue cansador pero sorprendente. Tras cada curva el paisaje imponente se presentaba orgulloso y altivo. Los verdes, marrones, grises y naranjas se conjugaban armoniosos pero reales, vívidos.
Pasamos por la pequeña población de Cocha, todavía mayor que Promestilla y tras una larga bajada llegamos a la huerta. María, la mamá de Paola nos esperaba con su mueca alegra y chueca que ofrecían un desayuno de tamales. Ella permanecía en un ranchito humilde de barro heco por su abuelo, que hacía las veces de cocina, depósito y dormitorio, en las largas y cansadoras jornadas de trabajo rural. Medía tres por tres y de sus paredes anchas colgaban elementos de trabajo, tientos de cuero, grasa de chancho para sanar la sarnilla, monturas de caballo, machetes y piedras de afilar. Sobre un costado, un catre alto de caña que serviría de cama estaba cubierto de frutas y plantas frescas. En el rincón cruzado estaba el elemento principal del espacio: una pintoresca cocina escalonada de barro alisado, donde algunas ollas de barro descansaban ardientes sobre leños secos. Conocedor del camino, el humo subía para colarse por entre las tejas rotas, delegando al mítico palo santo el perfume del ambiente.
Rosemary y Paola nos llevaron hasta el caudaloso Macará, pero antes pasamos a conocer los sembrados. Pancho y varios más rastrojaban la tierra sembrada de maní con una paciencia prodigiosa, bajo el sol abrumador de estas latitudes que los obligaba a cubrirse cada rincón de su piel. Así y todo, guardaban resto para charlarnos y hacernos sentir bienvenidos. Transpiraban sucios, pero el gesto era puro, de aquellos que saben querer con el corazón abierto.
Nosotros, limpios y con la cámara de foto colgando, no podíamos dejar de sentirnos inútiles turistas, foráneos, ajenos. Nos guste o no, de alguna manera lo éramos.
Toda la mañana fue canto a la gente y a la tierra. Y a la gente de la tierra. Y se coronó con una olla enorme servida por las manos no menos trabajadoras de María. Un suculento guisado caliente de guineo y yuca acompañado por agüita de naranja con panela de caña repuso energías a los laburantes, y alegría para nosotros, torpes y débiles invitados tan bien tratados.
Antes de comer, Paola y Rosemary me preguntaron si conocía algún juego de cartas. Entonces les enseñé a jugar al chancho, que les fascinó.
Una camioneta abierta nos llevó a todos a una olla natural río arriba, donde en calzones nos tiramos desde una peña para apresurar el nado contra corriente al salir a flote. También cruzamos varias veces de una orilla a la otra por un carro colgante sujeto por dos roldanas a un cable de acero. Se meneaba como cadera salsera y caerse hubiera sido fatal. Pero con terquedad de mula, y más coraje que destreza nos arreglamos para cagarnos de la risa.
Las frutas que insistieron para que nos llevemos fueron la gota que rebalsó el vaso: otra vez nos encontrábamos impotentes padeciendo la falta de alguna palabra que represente siquiera algo de nuestro agradecimiento -también sincero- ante tanto mimo casero y auténtico.
Por la tarde hicimos un taller de algunas horas. Seguíamos fascinados con el cariño infinito de los chicos. Paola, hermana de Jorgito e hija de María y Pancho, es la adulta del grupo. Se encarga de ayudar a la seño a ordenar, y cuida con vocación de madre a todos los animales. Se preocupa de que los invitados estemos bien, nos trae chicha de maní y té de manzanilla, nos invita a jugar y a pasear. Se nota en su gesto sereno y en su silencio maduro que comprende todo. Se sabe cautivadora pero no apela a actuaciones ni abusa de ello, al contrario: se esmera por pasar inadvertida entre el grupo.
Su hermano tiene la cabeza como un melón y la mirada más dulce del planeta. Es travieso y atorrante, pero comprador con una sonrisa que impide cualquier reto o enojo. Además es curioso, preguntón y explotador. Cámara en mano, se adentró en el mundo de la filmación y con sus siete años se convirtió en director de cine.
De Cecibel y Danielita lo primero que avisaban era que son criadas por su padre, tras la inesperadamente muerte de su madre. Hasta nos señalaron dónde descansaba en el muy chiquitico cementerio de Promestilla, entre la inmensidad de las montañas y bajo la sombra de un molle viejo.
Son dos chiquitas de una alegría contagiosa, que se mueven corriendo de un lado al otro, como si no supieran caminar despacio. Lavan la ropa y se trepan a un guayabo alto para comunicarse a los gritos con sus vecinos. Cuando jugábamos a los juegos en ronda, Ceci siempre comenzaba su turno con un espontáneo “A ver…” que nos hacía despanzar de la risa. Por su parte la Dani abraza en silencio con dos ojazos de porcelana y viento.
Elías y los hermanitos Oscar y Liliana son más callados pero no menos tiernos. Elías, el más chico de los alumnos, le tiene miedo a los borregos que lo molestan camino a la escuela, por eso su madre lo acompaña hasta la tranquera. Está todo el tiempo lleno de tierra porque es más frecuente verlo por el suelo que de parado. En su silencio guarda misterios indecibles y la ingenuidad del despreocupado. Oscar y Liliana son suaves, tranquilos, pícaros en su medida. Con ellos compartimos menos tiempo porque los últimos días viajaron a Loja.
A la noche vinieron los adultos a ver una película con el proyector. Eligieron Alicia en el País de las Maravillas. Habíamos quedado que mientras el cielo está nublado, pasaríamos una película infantil, pero que a los grandes fanatizaba más que a los chicos. Nos resultaba simpático cómo comentaban permanente y apasionadamente y cada escena, generalmente relacionándola con situaciones de sus propias cotidianeidades.
Ese día, al igual que los siguientes, nos enteramos que los chicos no volvieron a sus casas a almorzar, quedándose en la escuela sólo para estar con nosotros, aún cuando no les dábamos bola. Incluso se quedaron hasta terminada la película desde la mañanita temprano, y si era por ellos (y por mí) poníamos otra peli y después otra.

Jueves 8 de septiembre. Día 187
De mañana los chicos no llegaron a la escuela: habían subido a buscar ladrillos para una remodelación. Bajaban los gurises con dos o tres ladrillos cada uno, y un cansancio indisimulable. Al llegar no les daban las manos entre papayas, plátanos y mandarinas para sacias la sed y el hambre.
Nosotros lavamos toda la ropa. Y la Sofi aprovechó para llevarle unos huevos a Ricarda, la abuela. Una paisanita encorvada de pelos blancos y trenzados y arruguitas que delatan sus más de noventa inviernos viendo alejarse al Sol. Entre tanta poesía barata, la Sofi se olvidó que llevaba los huevos cuando se decidió a saltar un alambrado. Inútilmente volvió a buscar más, pero Ricarda no tuve problemas, o los disimuló bien.
Cuando me acercaba al salón, Pato, sentado afuera me llamó para que escuche las voces que salían de la casita de la seño. Era el recreo y se habían encerrado todos los chicos a jugar y no paraba de gritar y reírse. Estaban jugando acaloradamente al chancho, y era una delicia verlos por la ventana divertirse con la inocencia a flor de piel, pegando gritos pelados y tirándose apresurados todos arriba del primero que ponía la mano sobre el piso.
Por la tarde hicimos el segundo taller, esta vez todavía más largo. Realmente fue una experiencia pedagógica hermosa, distendida, alegre. Otra vez los chicos no volvieron a sus casas ara almorzar esperando la actividad.
Como el cielo seguía empecinado en ocultar sus mejores tesoros nocturnos, hubo una segunda cita cinéfila: esta vez tocó Génesis, una sobre la naturaleza y los orígenes del hombre impresionante, con una fotografía exquisita. A todos nos encantó, y los lugareños no perdieron ocasión de comentar alegremente y en voz alta cada imagen: “¡una rana con rabito!”, “¡mira el rabito!”, “¡qué lindo rabito que tiene!”, “¡ahí perdió el rabito!”. Una chorrera de lava incandescente trajo a colación el recuerdo de una señora conocida que murió alcanzada por ella en las cercanías de un volcán activo. Pero el debate más apasionado se dio en torno al ser viviente que se formaba en su placenta, que era de a momentos humano, de a momentos pato, tiburón, cocodrilo y dinosaurio; o simplemente una persona fea.
Paola, otra vez sin decir nada, cuando vio que nos sentábamos en el piso salió a buscar una gran lona. Así el escenario quedó completo con la lona en el medio del salón y todos los chicos arriba, encimados los unos sobre los otros, y flanqueados a ambos lados por dos hileras de sillas donde hablaban sin parar -sobre cada imagen proyectada- los padres.
Como varios salían de Promestilla a la mañana siguiente, aprovechamos al cierre para agradecer de corazón, y dejar varias cosas para que puedan profundizar en la astronomía y para seguir en contacto.
Fueron pocas palabras. Pero hablaron los corazones.
Para el cierre, ya tarde, tímida apareció pidiendo permiso a nubes cargadas la Luna madura, y como el telescopio estaba armado aprovechamos para verla de pasadita. Jorgito con su ojo curioso quedó impresionado apenas se arrimó al ocular. El resto, en fila, hacía lo propio con el binocular que le dejamos a la escuela.
La Luna y su místico embrujo se encargaron del resto.

Viernes 9 de septiembre. Día 188
Esa noche yo no dormí. Me levanté descompuesto varias veces al baño y a vomitar. De día supimos que también Pato y Paula estaban para atrás. Aparentemente, un tazón de chicha de maní casero fue el detonante, más las bolsas de maní que acercaron los padres para compartir durante la película.
Fuera del apunamiento en Olaroz Chico, en el noroeste argentino, no recuerdo haber estado tan piltrafa como ese día. Pasé creo que cuatro horas languideciendo sobre una silla plástica, debajo de la sombra de una galería, mirando el patio de tierra y los chicos y las gallinas corretear por al lado, por arriba y por abajo.
Estaba conciente, sonriente pero impresentable. Cuando desencajado Jorgito se me paró delante y me preguntó inocentemente por qué estaba así, ahí me dí cuenta. Y me fui a dormir al mediodía hasta el otro día.
Solo me acuerdo de imágenes de la Sofi poniéndome paños húmedos en la frente y midiéndome la fiebre, haciéndome compota de manzana y te de manzanilla.
Durante la tarde, ella improvisó una actividad con los chicos. Iban a hacer Pato y Paula una movida por estaban casi como yo. Cada uno hizo su propio círculo giratorio basado en el Disco de Newton y después isótopos, para jugar con fenómenos ópticos.
Contaron que para el cierre llegó con su caballo debilucho el hijo de la abuela Ricarda, de unos sesenta años. Tímido pero curioso, se sentó en la mesita baja y ahicito nomás empezó a hacer su isótopo. “Para mi mamá”, aclaró. Dibujó un gallo y una serpiente (de la que se quejaba que le había salido mal) de un lado y un río profundo del otro.
Hasta el último día estaba cada chico con su disco giratorio jugando.

Sábado 10 de septiembre. Día 189
Me despertó la mano de la Sofi sobre mi frente. Ya me sentía bien, aunque débil.
Los chicos y grandes habían planeado llevarnos a conocer una laguna, pero nubes bajas presagiaban una lluvia inusual para la fecha.
Así que los chicos nos propusieron salir a conocer las casas de todos. La escuela está en la cima de una lomada, desde donde se ven los valles que la circundan y más al atrás montañas altas, prominentes. Hacia una quebrada, se ven unas seis casitas con su huertita y el gallinero. Todos son parientes y los chicos caminan de una a otra como si estuviesen pegadas. Comunicarse no es difícil: con un grito sin esfuerzo se oyen. Y a su vez cada casa tiene su árbol sobresaliente, al que se trepan para verse y entablar diálogos. Los que quedan de paso se pasan a buscar para subir a la escuela, con los otros se encuentran en una tranquerita en la que convergen los caminitos montañosos. Si al llegar allí falta un alumno, al rato le pegan un grito para conocer la causa de la demora.
Esa recorrida nos marcó a los cuatro. No sólo fue llegar a una casita para charlar con su ocupante, fue adentrarse un poco en la cotidianeidad de estas gentes. Nos dejamos convidar una pizca de buen trato.
Todos y cada uno nos recibió con una sonrisa auténtica y algo para comer o tomar. Nos insistían en que nos quedemos o pasemos más tarde a merendar o a cenar. Nos dieron frutas para que nos llevemos. Nos abrazaron. Nos hablaron de cada planta y sus propiedades, nos enseñaron sus chanchitos, sus artesanías, sus cocinas de barro, su forma de riego, sus fotos familiares, sus estampitas religiosas y sus herramientas de trabajo.
Fue un gustazo enorme.
Volvimos donde Graciela a “merendar”. Pero ella y su marido nos esperaban con enormes platos que suplieron la cena. Habían matado una gallina, más guineo, arroz, zanahoria, cebolla y pancito casero. De tomar hicieron un agüita de varias hierbas de su jardín, panela de caña y limón. Una vez más la charla fue memorable.

Domingo 11 de septiembre. Día 190
Apenas nos levantamos comenzamos a toda máquina a levantar campamento. Pato y Paula le dieron duro por el despliegue de habían hecho en la sala, y nosotros a ordenar y guardar cosas en el Aguará. En eso pasó Pancho y su hijo mayor a lomo de burro: María estaba cocinando desde temprano para nosotros, y no podíamos negarnos a ir a almorzar con ellos antes de salir. Siguieron viaje a buscar caña de mascar.
Nos bañamos y encaramos para lo de su familia. Charlamos un montón y nos sacamos fotos. Pero el momento crítico fue la despedida. Los abrazos profundos con Paola y Jorgito nos emocionaron a todos. Pato y Paula se aflojaron y quebraron. Los dos nos dieron cartitas con dibujos y escritos de puño y letra cortos pero sugestivos. “Perdón por ser tan tímida, y porque se enfermaron”, decía entre otras cosas la de Paola, porque había sido la de la idea de convidarnos la chicha de maní que nos descompuso. “Van a ser mis amigos siempre”, decía por su parte su hermano menor.
Viéndolos a Pato y Paula llorar a moco tendido, le dije a Paola que eso era lo malo de las despedidas. Pasó la charla de tema en tema, y a los quince minutos hubo un silencio. “¡Pero entonces ustedes están todo el tiempo tristes!”, me retrucó.
Pidieron permiso y nos acompañaron hasta la escuela una vez más. Un camión cargado de gente llegaba con nosotros. Eran las otras familias que venían de vender sus productos en una feria que montan los campesinos los domingos en Catacocha. Traían  sus alforjas cargas de las compras que hacen tras la venta. Todos nos despidieron afectivamente y con alegría. La Dani fue a esperar a su papá en el burro, al que cargaron casi hasta el piso y ella solita volvió a paso lento con el animal.
Como Paola se acordó que le había mencionado unas cositas ópticas entretenidas que llevamos, abrimos los cajones y nos divertimos con varios dispositivos. Después nos pidieron e venir con nosotros por el camino hasta un punto desde el que se irían a lo de su abuelita. Así que compartimos con ellos unos pocos kilómetros más, manejados por un Jorgito descontrolado al volante. Otros abrazos fuertes y emotivos y esta vez sí los dejamos atrás, viéndolos saludar con los dos brazos entre medio de la yerba seca.
“¡Qué difícil sería relacionarnos con otros chicos después de conocerlos a estos!”, pensábamos sin sentido.
Antes de ir a la comunidad de Agua Rusia, donde nos esperaban desde el viernes, nos desviamos hasta Catacocha a comprar provisiones. Desacostumbrados a la “urbe”, nos colgamos un buen rato allí.
A Agua Rusia llegamos de noche. Es un lugar difícil de imaginar: Desde la carretera alta se baja por un empinadísimo camino de tierra. Casitas de barro y madera discontinuas van flanqueando la huella. Tras girar algunas veces en U se llega hasta la escuelita blanca, de la que predomina desde lejos la capilla con su campanario de adobe.
Pero en ese, el último rincón del pueblito, donde muere el camino y sólo se puede seguir a lomo de burro o a pie, yace humilde una suerte de altarcito blanco más importante todavía que la propia iglesia: en un paredón de la escuelita está la única canilla desde donde brota agua clorada. Las veinte familias aguarusenses se acercan con sus bidones a recogerla. Algunos la toman directamente, los más cautos la hierven primero.
Justo allí estacionamos el Aguará, aconsejados por Lucía, la maestra jardinera (con dos alumnos) que vive entre semana ahí. Pato y Paula armaron su carpa en un salón de la escuela.
El contacto local de la Fupocps no estaba en el pueblo, pero Lucía nos entretuvo un buen rato. Nos contó de los pequeños menesteres de la vida rutinaria del lugar, y de que va rotando de casa en búsqueda de quién la invite al tecito. Nos contó que sus alumnitos a la vagina la dicen “biscocho” y al pito “pajarito”. Que el singular nombre de Agua Rusia lo recibe por su histórico problema de la fuente de agua: durante tiempo los pobladores sacaban de una quebrada un agua que bajaba turbia, como con hielo molido; a lo que le llaman “rusia”. Así de presurosa, inestable y zigzagueante fue aquella primera charla con la maestrita del pueblo, algo excitada por la llegada de estos nuevos raros, pero cálida y genuina.

Lunes 12 de septiembre. Día 191
Los veinte alumnos que tiene la escuela Carlo González (en homenaje a su fundador) vienen de parajes alejados, desde donde llegan a pie tras horas de caminata por entre quebradas y cerros. Vienen de a grupos según la procedencia, sin que prime la diferencia de edades.
Nos fuimos despertando con los primeros pasitos curiosos que rodearon antes de las siete. A las ocho forman prolijas hileras en el amplio patio ya dorado por un Sol sin medias tintas. Cantan el himno ecuatoriano, recitan poesías al unísono y nos dedicaron palabras de agradecimiento. También nos hicieron hablar. Los lunes, antes de comenzar las clases se organizan para limpiar la escuela entre todos.
Lucía, más Patricia y Zoila son las maestras del establecimiento. La última además oficia de directora. Después de pasar por los tres saloncitos pintorescos para comentarles a los alumnos lo que íbamos a trabajar, las tres quisieron reunirse con nosotros a planificar las actividades.
De ahí en más arrancamos un taller hasta el corte de clases a la una. La idea era hacer algo tranquilo, nada pretencioso, ya que por factores externas y problemas de comunicación estaríamos allí sólo lunes y martes, tiempo insuficiente para encarar algo que pretenda inmiscuirse mínimamente en el contexto del lugar. Además, no conocíamos a los chicos, y ya empezábamos a trabajar. Así que decidimos hacer actividades que focalicen en lo cultural y artísticos, en algo que les sirva para contar cómo son ellos: su pueblo, sus relaciones, sus ganas.
Muy callados, obedientes y rectos, los alumnos de Agua Rusia están acostumbrados a cierta disciplina militar. Todo el tiempo los hacen contestar y cantar al unísono frases automatizadas, pararse de un brinco apenas entra un adulto al aula, formarse en meticuloso orden y vestirse prolijamente.
Fueron sumamente tímidos y formales al principio, pero al poco tiempo revirtieron la postura. Más bien curiosos, con muchas ganas de hacer actividades especiales, no nos quitaron los ojos de encima un segundo, y a donde íbamos nos seguían como patitos a mamá pata.
Una merecida siesta con la Sofi y enseguida nos pusimos a organizar la actividad nocturna. Si el cielo lo disponía, veríamos a través del telescopio. Y si no, proyectaríamos una película.
Algunos problemas no menores se nos presentaban de entrada: todas las familias de los alumnos de la escuela viven realmente lejos, y venirse tarde de noche era todo un tema. Además, prácticamente no había tiempo para avisarles formalmente. El clima, por último, no colaboraba en nada: fuertes ráfagas de viento presagiaban una tormenta de dimensiones considerables.
Por eso fueron pocos los que vinieron, y menos los que terminaron de ver la película.
Nosotros pensamos que no les había gustado, pero curioso fue al día siguiente escuchar cómo los que habían podido acercarse le contaban al resto lo maravilloso que había estado la actividad.

Martes 13 de septiembre. Día 192
Esa mañana hicimos por primera vez un taller mixto con los chicos de Radio Mochila. Empezamos temprano con la Sofi proyectando un simulador celeste sobre una gran pantalla. Cuando en el monitor de la computadora apareció una foto de la Sofi, todavía con el proyector apagado, uno de los que había venido la noche anterior a ver la película le comentaba con inusitado entusiasmo al resto “¡van a ver cómo la chica se hace grandaza en la pared!”, a lo que el grupo no creía.
Por eso aquel humilde minicine armado en la salita con derruido piso entablonado de madera y pupitres añosos, estuvo cargado de pasiones y emociones fuertes.
Lo que siguió fue una actividad especial pensada en conjunto con los chicos de Radio Mochila, en la que mezclamos ambos proyectos. El resultado final fueron historias espectaculares contadas radiofónicamente de a grupos a partir de la creación de sugerentes constelaciones locales.
El taller fue una voladura de pelos y vino bien para cambiar un poco el enfoque, agregándole el fascinante mundo de la radio.
En el almuerzo las docentes nos agasajaron con una sopa casera y nutritiva de la acelga de la huerta de la escuela. Por la tarde salimos a caminar por los valles y quebradas con las maestras y casi todos los alumnos, que quisieron quedarse a acompañarnos. Caminamos cerca de tres horas contemplando panorámicas espectaculares, embellecidas con las significaciones de los anfitriones.
Varios de los chicos allí presentes caminan a diario esa travesía exigente y complicada por momentos.
En un colorido cerro que nos señalaron, contaron que tenía su huerta especial un viejito que sabía curar con ellas. El anciano era respetado por todos, incluso sanó en distintas oportunidades a las propias maestras. Pero nadie pasó jamás ni conoció su jardín, donde plantaba y cuidaba con sabia paciencia una variedad infinita de plantas.
Nos mostraron caballos libres y rebaños de ovejas apretujadas por el frío y el sol. Pastos verdes y cortos como alfombras, lodazales donde se revuelcan los chanchos, casas comunales y trozos de maderas petrificadas.
Con no pocos abrazos y agradecimientos mutuos nos despedimos de Agua Rusia.
De vuelta en Loja en la sede de la Fupocps, cenar con Emilio nos permitió compartir un vino casero de unas mujeres campesinas y una linda y larga charla.

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