jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora XIII



1- Volver al centro del mundo y al valle quiteño significó conocer a una familia hermosa, profunda, distinta. Verónica y el Inti son gentes excepcionales, de un largo y silencioso caminar. Sus hijas son dos pájaros de vuelos tan disímiles.
2- Con ellos participamos de una ceremonia comunitaria inolvidable en la cima de un mítico volcán, honrando al arbolito más viejo.
3- Después trabajamos una semana en la humilde escuelita comunitaria de Tola Chica, y para el cierre hicimos un gran taller abierto para que la institución recaude fondos.
4- Pasamos también varios días en la capital, refugiados en lo de Anahí, el Memo y la morenita Aim. Y sus abrazos y vecinos incondicionales, alegres y compañeros.
5- Feriamos algunos fines de semana en plazas, vendimos y conocimos mucha gente. Dimos a conocer el proyecto de una forma distinta.
6- Después llegaron la Lumi y el Alf desde Rosario, y fuimos directamente a saborear la selva amazónica.
 
1- Una maestra distinta. Verónica valora la niñez como tal, y no como una mera etapa en el crecimiento para alcanzar a ser algo o alguien.
Junto con su compañero Inti, apuestan deliberada y pasionalmente a retomar las antiguas tradiciones de los pueblos originarios.
Dicen, callan, viven y obran en consecuencia. Y en cada paso de sus caminar se develan míticos saberes andinos.
Entre otras actividades, él enseña quichua en Quito, mientras que ella sostiene una escuela muy especial en la comuna de Tola Chica, al pie del cerro Ilaló, a poco más de una hora de Quito.
Cansados del ninguneo de la educación estatal, hace unos años plantaron un espacio pedagógico apuntalado por las raíces locales prehispánicas. Desde ese día, con su compañera de trabajo Sol no dejan de pecharla para sostenerlo, ya que muchas son las dificultades y poca la ayuda institucional.
Desde que nos conocimos virtualmente, ambos proyectos quedamos entusiasmados con la idea de hacer algo en conjunto. Por eso, desde que pisamos este valle -donde un día llegó cansado un viejo quitu kara tras seguir los pasos del Sol-, nos hermanamos en su casa.
Como ya es costumbre, el Aguará venía pertrecho de un largo viaje y en el pastito suave de una calle sin salida encontró refugio, frente a la casa de Verónica. Del resto se encargó Pakarina, que con poco más de dos años se las arregló para mostrarnos el porqué de su dulce nombre quichua: la energía que nace, el amanecer. Con la decidida Marina -de catorce-, la perrita Canela y la gata Mishica forman una familia hermosa a la que nos acoplamos sin pedir permiso.

2- La gran Huila. El Colla Raymi es una celebración astronómica pre-inca que se mantiene apasionadamente presente en este Ecuador intercultural casi real. Ese día salimos temprano junto con Verónica, Inti y la pequeña Pakarina vestida con su bellísimo vestuario tradicional saraguro.
La comuna Tola Chica realiza este festejo homenajeando al árbol más viejito de la zona, al que llaman Huila, y varios dicen que tiene más de mil ochocientos años. Así estos pueblos indios sintetizan lo espiritual con lo político, antiguas y profundas tradiciones con necesidades sociales coyunturales. Por eso el cuidado del árbol representa no sólo la memoria viva de un pueblo cansado pero de pie, sino un llamado rotundo e inexorable a frenar el despojo de la tierra, a cuidar la naturaleza, a volver a encontrar las raíces.
Una procesión salió desde el vivero comunal hacia lo alto del volcán Ilaló. Adelante marcaba el camino un grupo de yumbos, los danzantes. Los seguían varias señoras sosteniendo una imagen de San Francisco -el santo del lugar-. También venían los que convidaban chicha de maíz y de penco chawar mishki en grandes calabazas, los que arrojaban pétalos de flores, más danzantes tradicionales y detrás la banda musical. Había muchos invitados de comunas vecinas, que participan recíprocamente de cada festividad.
Una parte importante del camino se hizo en camiones y tractores desbordados de gente alegre. Gentes que estaban de fiesta, en su fiesta.
Llegamos a un pequeño claro en la cima, donde descansaba torcido la Huila, el centro de atención de los presentes. Se encendió un fuego en el medio alrededor del cual no dejaron de danzar ni un momento. De entre todas las hierbas especiales sobresalía el olor del copal, que aromatizaba el ambiente con su característico humo gris místico.
Un orador explicaba permanentemente los significados de cada danza. Recuerdo una en particular, en la que en dos filas enfrentadas mostraban su respecto a la Pachamama. Con pintorescos sombreros cónicos y pecheras bordadas de monedas, ofrendaban saludos, mientras que entre ambas filas danzaban muy suavemente, con una cadencia armónica, un hombre alto enmascarado y una mujer que convidaba una mueca de solemnidad terrenal. Su mirada sonriente que regalaba a todos sin dejar de moverse, le daba una luminosidad distinta, como la del prestigioso que se sabe tal pero no ostenta.
No faltó una sentida misa católica oficiada por un padre de la zona. Cuando terminó, se sucedieron algunos oradores, de entre los cuales un viejito filósofo destacó: “Sin ánimo de ofender a nadie, no creo que ninguna deidad nos saque de esta. O nos salvamos nosotros o no nos salva nadie”, dijo con su voz ronca al tiempo que llamó a no tenerle miedo a la palabra política.
Volvieron las danzas ancestrales y luego vino la limpia tradicional a los comuneros nuevos, que en fila se mostraban orgullosos de su nueva condición. Y no era para menos: pasar a ser comunero no significa instalarse en un barrio, es “comenzar a pensarse y saberse en colectivo”, como destacaba el orador mientras las mujeres frotaban racimos de hierbas humeantes de copal escupidas por el alcohol de una anciana, la que cura con plantas.
También resaltó los deberes del comunero, como participar en las asambleas y la minga, el trabajo comunitario compartido.
Lo que siguió fue otro gesto memorable: una gran comida comunitaria. Sentados de a grupos en el piso, iban pasando comunero ofreciendo sus típicos medianos: productos de su propia tierra para compartir. Había ollas repletas de habas, arroz, maíz, frejoles y mote, entre otras cosechas de la zona.
Para cerrar, se hizo un acto simbólico del inicio lectivo de la escuelita Samay, la de la comuna de Tola Chica. Varios quedamos fascinados cuando el grupo de niños le entregó la vara de mando al nuevo presidente comunal. Es un ritual que se había perdido en la zona hace algún tiempo, y Verónica y Sol quisieron recuperarlo para la ocasión. Por su parte, las autoridades devolvieron el gesto ofreciéndoles semillas de maíz a las maestras. “Es un regalo, pero a su vez un compromiso: las semillas representan la responsabilidad que la comunidad les otorga al darles a sus hijos para la crianza compartida”, cuenta Verónica.
De ahí los alumnitos fueron lentamente y de la mano hasta los pies del Huila, donde dejaron en un huequito los obsequios que le habían preparado cuidadosamente. Ese es otro gesto ancestral que se había perdido: el Huila es una huaca, a las que históricamente los pueblos andinos ofrendaban.
Mucho nos enorgulleció ver que allí quedaron algunos de los caracoles que le trajimos a Pakarina de Brasil.
El cierre estuvo marcado por un danzas ritual en la que llevaban al nuevo presidente sw la comunal sobre un trono de palos, mientras que a su alrededor se movían con inusitada energía y se convidaban y escupían ron. Los danzantes que llevaban lanzas de pura chonta oriental enarbolaban un paso en el que golpeaban las varas arriba y luego abajo, con sincronizados saltos cortos.
Nada allí arriba fue casual: el que el fuego haya estado siempre encendido (bajo el cuidado de varios), la circularidad de las danzas (en las que todos participan), la ausencia de carros en la cima del Ilaló (más allá de las distancias inclementes, al último tramo antes de la cumbre se llegó caminando). Detalles que hablan. Reflejos de una tarde fuerte en la que la tradición se hizo carne en aquel volcán.
Volvimos cuesta abajo en una gran caravana dentro de las cajas de los camiones. Serpenteamos sembrados multicolores, mientras que una especie de cansancio alegre nos sitiaba a todos.
La fiesta siguió toda la noche abajo. Primero fue en la explanada de la iglesia comunal, a donde devolvieron al santo al cierre de la procesión. Luego fue en el vivero comunitario, donde los cuetes y petardos fueron reemplazando a los pétalos de flores.
Vale contar que el vivero comunitario es un lindo espacio colectivo, en donde comercializan las plantas cuidadosamente criadas y con la ganancia forestan su querido y mítico Ilaló.
Un rato antes salimos con la Sofi salimos antes para Quito, donde nos esperaba Anahí y su compañero Memo. Cuando volvimos donde Verónica al atardecer del día siguiente Inti seguía acostado. “Son muy pocas veces al año. Son sus fiestas”, se excusaba su compañera para no despertarlo.

3- La previa. Verónica nos había ofrecido que hagamos un taller abierto en su escuela para que recaudemos fondos. Cuando conocimos su escuelita comunitaria y las dificultades económicas –entre otras- que afrontaba, se nos ocurrió que hagamos al revés: que ellas se quedasen con la recaudación, y nosotros pondríamos nuestras cosas a la venta.
De allí en más Verónica se encargó de la organización. Sabemos que tomó estado público a partir de un comentario que subió a su cuenta de Facebook y que no lo tomó ningún medio. Cada día nos iba diciendo que llamaba gente para interiorizarse del evento. Llamaban desde lugares realmente alejados y con una buena onda excelente.
Era la primera vez que la escuelita Samay organizaba algo así. Y las condiciones objetivas eran adversas: queda lejos de la ciudad de Quito, transitando por una cuesta exigente, con demasiadas posibilidades de perderse en la montaña, la actividad terminaba de noche y además, aclaramos que se suspendía por mal tiempo, y desde temprano las nubes amenazaban bajas y grises. Supimos luego que más de uno pensó que no se realizaría.
Lo que pasó es que confirmaron presencia gentes de Otavalo y dos familias del oriente. Una mujer con tres hijos se vino especialmente al evento desde una comunidad amazónica, a más de quince horas de Tumbaco. Y llegó en la mitad del taller tras varias perdidas en un taxi.
Como el caso de esta señora se nos vienen muchos a la cabeza, como el de Anahí. Ella entregó su tesis doctoral el día siguiente después de más de dos años de trabajo abocada a ella. Se vino con la Meli, otra amigaza santafesina que llegó a Ecuador el día anterior; con su compañero el Memo (que se trajo su equipo profesional de video y foto) y Aím, su hijita hermosa de cuatro años. Todos en bus y sin saber cómo volver a Quito, ya que el transporte público se suspende a la noche.
También vinieron muchas familias de la comunidad de Tola Chica, y entre ellas varias autoridades tradicionales que estuvieron al frente del Colla Raymi del sábado anterior, en la cima del mismo volcán Ilaló donde realizábamos ahora este extraño taller masivo.

Un caos hermoso. La cuestión es que según las estimaciones previas vendrían entre diez y veinte chicos, y llegaron más de cincuenta. Sin ser un grupo constituido -sin siquiera conocerse-, había de todas las edades. También se quedaron varios padres e incluso muchos adultos vinieron sin hijos. Por los inscriptos, calculamos más de cien personas presentes.
Por otro lado, el cielo no nos permitió observar absolutamente nada más que nubes oscuras. De hecho, tuvimos que cambiar a último momento muchas actividades previstas con el sol y de observación nocturna, y terminamos haciendo el taller casi sin siquiera salir a cuelo abierto, lo que nos cuesta creer ahora.
La escuela se compone de un solo sector. Es un edificio construido de bolsas de barro encimadas, de forma circular sin columnas ni paredes internas. Por eso, porque afuera las nubes seguían empecinadas en cerrarnos a los astros y porque la convocatoria nos desbordó, dentro del espacio cerrado todo era un caos y costaba mucho escuchar las voces de los más chicos.
Éramos una ronda en el medio, y desde las orillas de la escuela provenía un barullo constante y natural. Para colmo, a quien escribe se le ocurrió la malísima idea de sacar muchísimos dispositivos, juegos y aparatos de óptica y astronomía antigua. Pensando en que seríamos pocos, quedarían al alcance de todos y en el recreo o al finalizar al taller podríamos trabajarlos con los interesados. Lo que terminó pasando fue un caótico uso de todo, sin explicación ni control, lo que generó varias rupturas y más de una “pérdida” considerable. Así y todo fue un éxito rotundo del que terminamos exhaustos y encantados.
Esta especulación previa sobre una cantidad de asistentes mucho menor a la real, hizo que proyectáramos una serie de actividades rápidas y sucesivas, con un solo recreo en el medio.

Un taller distinto. El día. Primeramente nos sentamos en ronda y nos presentamos como pudimos. Habíamos preparado unos tubitos de cartulina negra que entregamos a cada uno. Desde ese momento se convertían en astrónomos. Y salieron a ver el cielo con sus aparatos de alta tecnología. Fue un privilegio ver a los enanos con sus “catalejos” caseros esparcidos por el gran terreno de la escuelita, intentando apuntar hacia algún rincón del cosmos más o menos lejano. De más está aclarar que varios vieron agujeros negros, el propio Big Bang y hormiguitas cargando hojitas verdes y enormes.
Volvimos a juntarnos para ver qué vieron. Pese a que era totalmente de día y el cielo seguía totalmente cubierto, aparecieron estrellas, planetas y el Sol, además de nidos con huevos, nubes con forma de dragones y montañas gigantes.
Así se nombró al Inti Sol. Expusimos unas fotos impactantes y hablamos de algunas propiedades de nuestra estrella. Nos sorprendió que hablaron muchos, venciendo ese instante de la timidez propia de los desconocidos.
Aún sin poder ver ni aprovechar el famoso Sol vertical, trabajamos sobre algunas propiedades de su luz. Primero sobre su configuración: descompusimos la aparentemente incolora o amarilla luz en sus siete colores mediante prismas, para luego volver a componerla mediante el Disco de Newton.
La idea original era hacer esto al aire libre bajo la luz natural. Incluso esta proyectado inventar un gran arco iris con un pulverizador. Lo cierto fue que nos tuvimos que arreglar con luz artificial, pero con un poco de imaginación se comprendió el concepto.
Seguía llegando gente y el caos aumentaba. En un rincón varios voluntarios europeos devoraban los libros alusivos dispuestos sobre dos mesas. Al lado muchos chicos manoseaban apasionadamente sextantes, ballestillas, imanes, periscopios, espejos cóncavos y convexos, hologramas, libritos de ilusión de movimiento y otras tantas cositas exóticas y llamativas y viciosas.
Desde el centro circular, el grupo grande se adentró en otra propiedad de la luz: su trayectoria rectilínea. Entonces se formó una interminable cola detrás de una caja oscura de madera, mientras que tras la puerta una madre bien dispuesta y que no conocía la vergüenza bailaba sin parar. Cada uno que pispeaba por esta rudimentaria cámara fotográfica se reía mientas comentaba que veía a la señora patas para arriba. No faltaron las bromas sobre el contenido alcohólico del té que servía la profe Sol.
Armamos dos grandes grupos: en cada uno había un láser y tres espejos, y entre todos los integrantes debían arreglarse para que el haz llegase a la ventana más alta del centro del techo, tras reflejarse en todos los espejos y gritar descontroladamente “¡gol!”.

La noche. En el recreo preparamos varias cosas, mientras se acercaban a charlar un montón de participantes con una onda increíble, halagos exagerados e invitaciones irresistibles.
Siguió un experimento masivo (como todo ese día) para comprender qué pasa con las estrellas durante el día. Todos opinaron. Y todos eran muchos.
Luego proyectamos una imagen grande sobre la pared para entender qué es una constelación, siempre haciendo mucho hincapié en que cada pueblo vio el cielo a su manera, y que no hay una sola forma de interpretarlo, y que la significación occidental es totalmente arbitraria y hasta caprichosa. Incluso le dimos pie al único arqueo astrónomo ecuatoriano  -que se vino con su familia especialmente desde la ciudad de Otavalo-. Él hizo referencia a conceptos de la astronomía de los antiguos pueblos de esta tierra. Simultáneamente en la pantalla se veía cómo a partir de las estrellas tal y como la vemos podemos ir formando imaginariamente figuras, a partir de líneas invisibles entre los astros.
Después contamos una historia mitológica entretenida sobre el Orión, el Escorpión, las Pléyades, Tauro y los Perros de Caza. Para hacerlo habíamos preparado cartones con formas, que hicieron unas sombras bellísimas mientras la Sofi relataba la historia con un relato apasionado. Cuando terminó aplaudieron todos espontáneamente. Varios nos dijeron después que fue la parte que más les había gustado.
Habíamos hecho hincapié en lo arbitrario, histórico y cultural de la invención de constelaciones. Que son producto de laz imaginación y que sirven para mantener vivos los relatos mitológicos de cada civilización. Por eso para el cierre le dimos a cada chico una cartulina negra con un clavo. La idea era que cada uno invente su propia constelación. Podía ser alguna figura que represente la historia del lugar, de su pueblo. Otros en cambio prefirieron el escudo de su club de fútbol. No faltaron los corazones atravesados por flechas.
Cuando terminaron, unimos todos los pedazos en un gran cielo. “Nuestro” cielo. Apagamos las luces y con una linterna fuimos iluminando cada parte de a una, mientras el autor contaba qué era y por qué lo había hecho.
Como ya era la hora y el cielo seguía empecinado en ocultarnos sus mejores secretos brillantes, suspendimos la observación con telescopio.
Pero antes le entregamos a cada participante un dispositivo artesanal y bastante original: un mismo soporte de cartón hacía de Contador de Estrellas y de Cuadrante, con sus respectivas explicaciones de uso. Además llevaba pegada una fotocopia para aprender a usar las manos para medir distancias angulares.
Sin darnos cuenta, no habíamos salido a ver el cielo en ningún momento, lo que nos dejó con una sensación rara. Obviamente se nos había cerrado oscuro y bajo, y tampoco presagiaba abrirse.
El taller abierto y “pago” fue totalmente distinto al resto, por las actividades que hicimos, los participantes, el grupo, el lugar, el tiempo.
A la gente le encantó (o eso nos dijeron), la escuelita recaudó bastante dinero y nosotros quedamos requete satisfechos.
Cuando terminó fue el momento de conocer a un montón de gente, escuchar historias, responder preguntas y recopilar datos y contactos para posibles eventos y encuentros.

4- Viejos amigos en nuevos suelos. Tener amigos y casa en una ciudad como Quito es un privilegio inesperado. La Anahí es una vieja amiga de Rosario. Amiga de amigas. Partícipe de espacios compartidos. Proyectos similares. El Memo es su compañero, un flaco pelilargo tranquilo y sincrético. Colombiano copado. Desde el primer día ellos y nosotros se fueron confundiendo en una enramada desordenada de preguntas y respuestas cruzadas, con más de un camino coincidente, horizontes cruzados. Tienen proyectado un viaje similar al nuestro y querían hacernos preguntas al respecto.
Con ellos vive la hermosísima Aim, la hija de cuatro años del Memo. Los vimos primero en el taller abierto en Tola Chica. Realmente nos encantó que estuvieran. Incluso se llegaron con la Meli, otra vieja amiga santafesina que había llegado el día anterior también becada para hacer su tesis doctoral.
Mientras proyectábamos unas sombras para contar un mito sobre algunas constelaciones durante el taller, la silenciosa Aim se acercó mirando seria. Terminó moviendo las sombras con nosotros. Fue nuestro primer contacto sigiloso, para el que no hicieron falta las palabras.
Nuestro segundo acercamiento, también pobre de sonidos, fue una tarde mientras Memo y Anahí dormían la siesta. Yo contestaba correos en la computadora, y ella llegó con una hoja y lápices para que –cual Principito con el cordero negado- le dibujase estrellas. Hice gala de mis practicadas estrellas de dos, tres, cuatro y hasta doce puntas. Pero ella quiso después de nueve, de catorce y de muchas más.
Un día comimos un asadito en el hermoso jardín que comparten con sus vecinos plurinacionales. Era un extraño miércoles de clásico futbolero en la ciudad, y tomando cerveza terminamos todos en la cancha sin entender mucho.
Con ellos compartimos mucho. Ana tiene más personalidad que rulos. Se ríe siempre y tiene el coraje de un toro. Piensa y se apasiona con la situación política. Es serena, cocina rápido, anda en pantuflas, hace licores, escribe tesis, se sorprende, sueña con viajes, se cuelga en la hamaca con Rubén Blades, escribe sin acentos, descansa en los brazos de su compañero y en sus ratos libres hace amigos.
El Memo habla poco pero lindo. Es colombiano medio ecuatoriano. Ilustra y edita digitalmente, hace curvas, colorea, da vida a personajes raros, fuma armado, hace cine, le gusta le cerveza y el fútbol, los amigos y la salsa. Tiene los dreds hasta la cintura y un amor inconmensurable para con su encantadora Aim. El cariño desinteresado de un desconocido tiene un valor difícil de describir en palabras. Y sus abrazos sinceros nos dejan esa sensación de agradecimiento insuficiente.
La Meli es de esas amigas de tiempo, siempre reinventada y un poco despeinada. Canta y encanta, se envuelve en telas y flota en el aire. Es dulce y decidida. Tiene el suspiro suave y una mirada colectiva en el subcielo. En noches estrelladas entona zambas sobre la arena, y la acompañan coreando ranitas y chicharras. Conoce el paño y quiere más. No se achica ante nuevos horizontes. Toma cerveza y mate, y pregunta y habla de pueblos, etnias y comunidades. Hacia ellos se escapa a veces y desde ellos vuelve siempre.
Íbamos y veníamos de Quito a Tumbaco, amparados en el trato inmerecidamente hermoso que nos daban Verónica y su familia y Anahí con su gente.
De pronto nos encontramos en los colegios privados más “aniñados” (chetos) del país ofreciendo talleres pagos, caminando por el pintoresco centro histórico quiteño, conociendo la bellísima Cumbayá, la reliquia viviente del segundo observatorio astronómico de Latinoamérica, el planetario del parque La Carolina, averiguando para volar a las islas Galápagos y renegando como siempre con el Aguará.
Estoy injustamente economizando halagos, pero nada de esto hubiésemos podido hacer sin esta gente hermosa. Algún día quisiéramos devolver algo del gesto, quizás en alguna futura visita a Villa Paranacito.

5- Pasando la gorra. Unos fines de semana nos fuimos a vender a algunas plazas, con indudable éxito. No sólo juntamos unas monedas que vienen bárbaro para seguir, sino que dimos a conocer el proyecto de una manera distinta.
En cada lugar desplegábamos toda la artillería y el merchandising. El telescopio aguardaba en silencio  a que se corriesen las nubes para acercarnos a nuestra estrella. Erguido y extraño, acaparó las miradas incrédulas con su poder de seducción infinito.
Pero lo más convocante era el espacio de arte que armamos con la Sofi. Una esterilla barata en el piso, un atril, pinturas y delantales improvisados daban un marco humilde pero atrayente para que un ejército constante de chicos pintase cielos, planetas, soles, avestruces, paraguas y casitas; que después colgábamos al sol en una suerte de muestra artística dinámica; que a su vez publicitaba la actividad con su colorido magnetismo.

6- Dos parejas en la selva. Después llegaron Lumila y el Alf. Fue espectacular y raro encontrarlos. Para nosotros representaron además, los primeros que se decidieron a venir y lo concretaron. Eso sólo paga el resto.
Ni bien llegaron los subimos al Aguará y encaramos para El Ejido a hacer feria. Era domingo y el parque constituía un lugar ideal para dar a conocer el proyecto. Todavía no sabemos cómo ni porqué el administrador nos permitió subir el Aguará ente el tumulto de la gente al medio del parque. Ese día fue un quilombo de chicos constante pintando, ensuciando, preguntando, mirando, desacomodando y algunos comprando. Simultáneamente y de manera apresurada, desordenada y cruzada, con Alf y Lumi no dejamos de preguntarnos y contarnos y cagarnos de la risa.
Los visitantes eran la típica pareja despareja de las películas cómicas. Él en una versión más intelectual serio, cineasta entusiasta, gran lector de pensamiento profundos y un fino humor agudo. Lo cursi y el cariño explícito lo incomodan. Es innegable que nos sorprendió verlo con zapatos, varias camisas y una campera de cuero bueno.
Ella por su parte es un monumento a la sencillez, al barrio, a la risa contante y a los gritos. Es la más cursi y disfruta serlo. Le gusta hacer el ridículo y habla, se ríe, come, camina y se viste como una chica normal. Divertida y espontánea como ella sola, pero de a zapatillas y remera. Será por eso que la Sofi la quiere tanto.
Él la vuelve loca a ella, y ella a él.
La historia con el Alf también data de años, y siempre cruzada por contactos distintos. Juntos nos metimos en varios alzados con palos y piedras en los atormentados días de diciembre de 2001. De ahí en más hicimos videos sobre la historia de La Toma, pasando por la masacre del puente Pueyrredón, hasta los ochenta de mi abuelo Marcos. Mucho más profesional, maduro pero desviado, sigue poniendo huevos desde la pantalla.
Vagamos un tiempito por el antiguo barrio de los artistas, bohemios y refugiados de la Ley: La Ronda, donde brindamos ya ni sé porqué más de una vez. Conocimos la escuelita de Tumbaco y en seguida encaramos al Oriente.
Puerto Misahuallín es conocido por los monos extrovertidos que se acercan a buscar comida o a impresionar con virtuosas piruetas. Cruzamos puentes colgantes en busca de la gran Piedra Sagrada en medio de una comunidad originaria para un lado, caminamos bajo un sol agobiante tras una Ceiba inmensa para el otro.
El día que llegó la Mel de Quito, la pasamos a buscar por Tena ya con la carne y las cervezas y nos fuimos a unas cavernas. Primero comimos un asadito revitalizador. Para la siesta, la caverna no presagiaba ser gran cosa. Pero cuando nos fuimos adentrando en las entrañas húmedas de la montaña, mientras la oscuridad total nos advirtió que estaba plagado de murciélagos y la energía acuática nos mostraba los rincones secretos que moldeaba antojadiza, supimos que sería una movida inolvidable. Nos colgamos de sogas con el agua hasta la cintura, después nos metimos en un gran hueco de cuatro metros de profundidad cubierto por la poderosa agua de una cascada, caminamos sin saber qué pisábamos sintiendo los murciélagos rozarnos, totalmente a oscuras y bajo un ruido ensordecedor.
Otro día subimos la montaña siguiendo un cauce pronunciado. Pasamos por toboganes naturales pacientemente labrados en la piedra y alcanzamos una gran cascada. Un torrente espectacular de unos diez metros de altura.
De noche nos íbamos a la playita a sentarnos en la arena a tomar cerveza y admirar el cielo negro y húmedo, justito a las orillas del río Napo. Otra noche me bañé en sus aguas correntosas en bolas, bajo el resplandor de de una Luna menguando y el frente a un Júpiter brumoso.
Convivimos en el Aguará y estuvo buenazo de verdad. La Lumi y su risa durmieron con nosotros.
Un día completo nos fuimos de excursión al corazón de la selva. Siempre navegando en una canoa por el río Napo, conocimos las trampas que tradicionalmente usaban para sobrevivir los kichuas y shuares. Tomamos té de guayusa. Disparamos con una gran cerbatana de chonta negra. Estuvimos flotando en cámaras de ruedas de camiones durante casi una hora, a la deriva: a veces mansamente, otras veces caóticamente en los rápidos producidos por desniveles de piedras.
Fuimos a un centro de recuperación de animales donde nos morimos de la risa con un guía voluntario sumamente apasionado con animalitos, a los que personificaba con un cariño inusitado, mientras mechaba las explicaciones sobre los conflictos psicológicos de un mono con sus desventuras amorosas con otras voluntarias. Valga este pequeño homenaje a quien no nombro sólo por no escrachar.
La selva calurosa y densa se convirtió por esos días en el marco ideal para disfrutar de dos amigazos que se las jugaron dejando mil cosas allá para compartir una semanita. Abrazos lejanos para ambos.



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