jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora XIV


1-    En el lugar más lindo del mundo fuimos felices.
2-    Con la excusa de un taller, conocimos a gente interesantísima, que vive en un lugar muy especial.


1- Encantadísimos en las Islas Encantadas. Hace tiempo salió una promoción para viajar a desde Buenos Aires a las Islas Galápagos muy barata. Enseguida corrimos a varias agencias de viaje y nos metimos en Internet, pero no hubo caso: estaba todo agotado.
Desde que salimos de viaje, y sobre todo desde que nos acercamos a este hermoso Ecuador, la idea de visitar estas islas soñadas rondó en nuestras cabezas. Pero cuando encontramos unos pasajes aéreos a 180 dólares no lo dudamos: conoceríamos por fin las Galápagos, tan exóticas como inalcanzables, tan lejanas y extrañas.
Incluso, por desencuentros y contratiempos habíamos ya descartado la posibilidad de ir durante un tiempo. La visita de Alf y Lumi que vinieron especialmente desde Rosario, un feriado largo que arrasó con todos los pasajes disponibles, sumados a algunos compromisos asumidos inamovibles, fueron algunos de los factores que se habían combinado para borrar toda esperanza de ir. Al fin y al cabo no nos íbamos a entristecer: la posibilidad era algo tan remota como irreal.
Pero en eso llama uno de los laburantes del aeropuerto que vendía los pasajes, diciendo que parecieron unos lugares libres. Estábamos caminando por entre la mata verde espesa en búsqueda de una gran ceiba milenaria, en las afueras de Puerto Misahuallín, en el Amazonas.
A Anahí y su compañero Memo ya los habíamos convencidos de ir, y desde Quito finiquitaron los detalles de los vuelos. Salíamos sólo dos días después de volver de la selva con Alf y Lumi.
Por medio de gente amiga habíamos conseguido hospedaje en un par de fundaciones ecológicas (de las que abundan en las islas) a cambio de unos talleres. Habíamos llevado por eso algunos dispositivos básicos. Incluso, la amiga isleña de Memo, la buenaza Claudia, nos insistió para que paremos en su casa. Pero como íbamos a estar poco tiempo y queríamos conocer todo sin parar, decidimos hospedarnos en un hotel barato y bueno.
Las Galápagos no son de esos lugares que piden permiso para presentarse ni de los que lo hacen con timidez. Por el contrario, ya desde antes de tocar tierra irrumpen el paisaje chato con unas costas turquesas que enceguecen. La sensación inmediata es de estar en un lugar especial, casi mágico, único. Todo allí es raro y exótico, los paisajes, los animales, el clima, el aire y hasta la gente.
Por mi parte había leído lo más que pude sobre el lugar y su historia, y los dos estábamos tan contentos de estar ahí -y a sabiendas de que la estadía sería de sólo seis días- que nos devoramos las islas sin pausa.
Los piratas les llamaron las “islas encantadas”. No sólo por el encanto físico del lugar, sino porque constantemente emergen y se sumergen, siendo uno de las zonas de mayor actividad sismológica del planeta. Por eso hay islas nuevas y viejas, y todas están cubiertas en buena parte por un manto negro de lava que, al contacto con el agua, tomó formas espectaculares.
Están emplazadas en un punto geográfico en donde se encuentran varias placas tectónicas y que a su vez en un punto caliente, de gran actividad volcánica. Eso le da un clima y una vegetación particular y única, en donde abundan las especies endémicas. Además, su aislamiento total hizo que la fauna y la flora evolucionaran de tal manera que fueron mutando generacionalmente hasta adaptarse a la perfección a un medio que ahora parece ideal.
(Pasó ya tiempo de aquel viaje a las islas, así que los pocos lectores serán beneficiados por la siguiente economía de palabras)
Con la Sofi estábamos tan contentos y maravillados por todo, que esos días nos dedicamos a contemplar y disfrutar de absolutamente todo sin parar un segundo, mientras por las noches el airecito fresco del mar nos invitaba a unas cervecitas y después a amarnos como recién casados de Luna de Miel.
Después de unos merecidos cevichitos y mariscos, nos tomamos un taxi-lancha hasta el barrio de Los Alemanes, una zona muy pintoresca donde algunas familias europeas llegaron refugiándose del nazismo. Pasamos por estrechos caminitos llenos de plantas y flores, y después por un sendero elevado de madera hasta alcanzar una playita bellísima. Después alcanzamos los salitres naturales que deja la marea alta y de ahí por entre piedras volcánicas hasta las Grietas.
Es una quebrada de unos treinta o cuarenta metros de altura, separada unos diez metros, en donde el mar se adentra con las mareas. Por eso en el medio un agua turquesa radiante y cristalina invita al chapuzón.
Ahí por primera vez nos pusimos los snorkel. Ponerse la mascarilla y sumergir la cabeza en el agua en entrar en otra dimensión, y no exagero.
La claridad y transparencia del agua permite ver nítidamente hasta el fondo, lo que colabora a perder la noción espacial. Además se ven pasar cardúmenes de los peces más inimaginables.
El atardecer nos agarró volviendo en la playita angosta. Allí aprovechamos, entre mate y galleta, para atropellar una vez más a la pobre y amable Claudia, con una ensalada de preguntas curiosas sobre el lugar.
Caminamos encantados por Puerto Ayoras respirando hondo como quien se quiere tragar el paisaje y la fragancia del aire de una bocanada.
Al día siguiente, como estaba nublado, aprovechamos con la Sofi para irnos a la parte alta de la isla Santa Cruz. Un tipo a dedo nos llevó hasta la parada de la Ranchera, una suerte de camioncito con la caja de madera, abierta por ambos costados, con cuatro hileras de asientos desalineados y rústicos. En las columnas que separan las hileras de asientos, los típicos dibujos artesanales alusivos a las islas le dan un tinte aún más pintoresco al rudimentario medio de transporte. Nos dejó en Bella Vista, desde donde nos levantó a dedo un camionero que intentaba seducir a otra pasajera ocasional que subió antes que nosotros; que por su parte desatendía la puesta en escena pero dejando una mínima esperanza para el interesado.
Desde Santa Rosa caminamos bajo una llovizna -que probablemente en otra situación nos habría molestado- hasta una tranquera en medio del campo. Cabe aclarar que en este lugar de la isla, el paisaje y el clima es totalmente distinto a la parte baja o costera: la lluvia es casi una constante y así la tierra es propicia para un sinnúmero de semillas.
Ahí nos levantó a dedo un taxi con una pareja de Guayaquil. El abuelo de ella había sido uno de los soldados yanquis encomendado a la isla Baltra en el marco de la Segunda Guerra Mundial.
Con ellos recorrimos la reserva natural de tortugas colosales. Es un predio al que siempre llegan las tortugas adultas. Realmente son impresionantes, y más por tenerlas tan cercas, casi sin molestarse por nuestra presencia. Solamente al verlas frente a frente se las dimensiona en su belleza y exotismo.
Se cree que la primera hembra llegó flotando desde el continente. Ellas tienen la capacidad de conservar fértil el semen del macho en su vientre, y ya en las islas dio a luz. Al tiempo se fueron distribuyendo por todas las islas, adquiriendo características únicas en cada una hasta la actualidad.
Después de estar casi extinguidas por la caza de piratas y de los primeros pobladores galapagueños, hoy día su futuro está garantizado por el trabajo de los conservacionistas.
Esta es otra especie endémica del lugar: si bien hay en varios zoológicos del mundo, todas provienen de Galápagos.
Después, con la misma pareja seguimos viaje a un túnel de lava por dentro de la tierra. Se produjo en una erupción volcánica, cuando un gran torrente de lava bajó buscando el mar, quemando literalmente todo a su paso. Así, un túnel de sección cónica que llega a tener veinte metros de altura nos encontró caminando bajo la tierra, para salir a la superficie por un angosto pasadizo haciendo cuerpo a tierra.
Alcanzamos a comprar café orgánico producido por una familia en Bella Vista, que hasta ahora sigue perfumando el Aguará. Ya de tarde y bajo un sol radiante, encaramos por un camino de adoquines por entre la vegetación increíble, durante cuarenta minutos hasta llegar a Tortuga Bay, la playa más linda de Puerto Ayoras.
Siempre con una sonrisa que no nos cabía en la cara, caminamos descalzos sobre la arena blanca pasando por La Brava y La Mansa, las dos playas continuas cuyos nombres revelan la personalidad de sus aguas.
En eso estábamos cuando por primera vez nos encontramos con una iguana marina. Literalmente nos volvimos locos cuando vimos que estaba repleto de iguanas, que se paseaban lo más campantes al sol: una se subía a una piedra negra quedando perfectamente camuflada, otras dos se sumergían en el agua y comenzaban a nadar moviendo armónicamente la cola aprovechando el oleaje, y otras venían en caravana por la arena caliente.
Atravesando un pequeño y aliviante bosquecito llegamos a la playita trasera donde estaban Ana, Memo y Claudia. Comimos rápido y por sugerencia de los chicos alquilamos un kayak doble.
Otra vez nos sumergimos en otra dimensión. Ahora nos encontrábamos remando tranquilos entre las raíces de los manglares, buscando en el fondo tiburones tintoreros durmiendo. De ahí nos metimos para el centro de esa suerte de olla. Ahí estuvimos a cinco metros de un grupo de tortugas marinas copulando. Después nos explicaron que era una hembra y un macho copulando, y tres machos más esperando su turno. Nuestra emoción por presenciar ese momento ahí flotando en el agua como ellas era probablemente mayor que la del grupo de tortugas machos sedientos de sexo.
Un cardumen de mantarrayas que sobresalían apenas del agua fue el cierre perfecto para el paseo, que además de las observaciones presenciales fue un momento de tranquila intimidad dejándonos mecer en aguas claras.
Al día siguiente nos íbamos para la ansiada isla Isabela, de la que prometían estar todavía mejor que Santa Cruz. Con esa referencia no hacía falta pensarlo mucho.
Como la lancha salía al mediodía, aprovechamos para conocer la Estación Charles Darwin. No metimos lo que pensamos del evolucionismo en el bolsillo y nos apasionamos conociendo acerca de las especias endémicas del lugar, y del trabajo de hormiga que significa su conservación.
Nos quedó tiempo para irnos a la playita de la Estación, donde los domingos va la gente del pueblo. Y como era domingo, la playita explotaba de gente, hasta un bautismo evangélico masivo nos tocó. Pero nade impidió el chapuzón torpe y apresurado y, por supuesto, el snorkel.

Isabela la bella. La lancha súper potente (con dos fuera de borda de doscientos centímetros cúbicos cada uno) hizo que el viaje fuese totalmente salvaje. Un tanto por el oleaje y otro tanto por el propio casco del barco, estuvimos dos horas sin parar de dar saltos violentos y para caer y pegar fuerte contra el agua. Los cuatro nos desayunamos ese viaje tosco y bravo.
Pisamos tierra en Puerto Villamil, en Isabela, pálidos y con el estómago en la mano. Apenas dejamos las cosas en un hospedaje económico y muy natural, encaramos caminando para una laguna de salitre donde llegan los flamencos. Es un espectáculo magnífico. Los bichos estos son enormes, dueños de una estética tan especial, tan extraños y majestuosos. Verlos volar es todavía más impactante.
A la mañana siguiente salimos en lancha hacia las Tintoreras, un refugio entre las piedras de un islote al que llegan a descansar durante el día los tiburones tintoreras. Antes, recorrimos varios senderos literalmente plagados de iguanas de todas las formas y colores, a las que por poco hay que pedirles permiso para pasar. Además de su aspecto físico repelente, tienen un comportamiento realmente extraño, como en cámara lenta, lo que las afea aún más.
También vimos en su hábitat natural a una familia de lobos marinos.
Después nos tiramos a hacer snorkel en medio de algo así como una bahía entre grandes piedras e islotes. Por primera vez tuvimos a las tortugas marinas frente a frente bajo el agua, una sensación increíble. Eso sí que descubrir un mundo subacuático totalmente desconocido, casi de otro planeta. Estuvimos casi una hora en el agua, aturdiendo las emociones con cada cosa rara que se movía o nos seducía con su belleza inmóvil. Desde pepinos marinos, tortugas colosales nadando como en cámara lenta, tiburones y mantarrayas. Cuando nos acercamos con la Sofi al bote para subir, la frutilla del postre fue un lobito marino que se vino a toda velocidad a nadar con nosotros (entre nosotros). Era una cría totalmente curiosa y atrevida, con evidente ganas de interactuar con nosotros. Fue difícil controlarnos para no tocarlo, ya que no es recomendable para él. Seguíamos cabalgando en mundo de fantasía, donde todo es tan poéticamente perfecto que cuesta creer que sea real.
Por la tarde fuimos en un taxi hasta el Muro de las Lágrimas, a siete kilómetros del centro de Villamil. Es un paredón de unos cincuenta metros de largo por seis de alto, construido por los presos que allí fueron confinados a mediados del siglo pasado. La obra nunca tuvo ningún objetivo más que el de hacer sufrir a los reos a punta de cañón. Muchos de los primeros pobladores del pueblo fueron familiares de aquellos presos, los pocos que pudieron acercarse a las remotas islas por aquellos años.
La vuelta la hicimos los cuatro caminando, parando en cada cosita que había para ver, incluyendo dos tortugas colosales al borde del camino. Yendo hacia el pueblo, del lado izquierdo hay entradas a lagunas de agua dulce y pantanos que encandilan de verde selva. Sobre el otro lado hay pequeños senderos entre los árboles que llegan a playitas paradisíacas, en cuyas playas las tortugas e iguanas van a desovar.
Desde la Playita del Amor seguimos solos con la Sofi, pero elegimos ir por la arena de una playa inmensa y despoblada. Ahí nos dejamos impresionar por el cotidiano espectáculo del Sol yéndose quién sabe dónde al atardecer, pero entregando antes un abanico de colores que matizaron la playa con colores sin nombres.
Oscureció implacablemente negro y salimos a tomar una cervecita en la arena, ahí nomás del centro. Una noche galapagueñamente increíble, y yo con la Sofi al lado… como para quejarme.
A la mañana siguiente salimos otra vez en un lanchón durante casi una hora hasta los Túneles de Lava, al sur de Isabela. Si hasta acá todo nos había obnubilado la vista, lo que siguió fue un elixir para los sentidos.
Primero la metida meticulosa, calculada y adrenalínica de la lancha hasta la bahía, midiendo los tiempos y tamaños de las olas para aprovechar el empujón y la crecida del agua para no golpear con las piedras filosas del fondo. Una vez que entramos, ya sin la energía del mar abierto, se nos presentó un escenario onírico, lunar: resulta que cuando la lava volcánica caliente entró en contacto con el agua fría, formó espectaculares figuras amorfas, a las que el tiempo, la sal y la arena fueron desbastando con artística mano de escultor paciente.
Recorrimos esas ollas de aguas turquesas y verdes esmeraldas, cortadas por las figuras de piedra negra en forma de arcos, puentes y túneles, por donde mantarrayas, tortugas y peces coloridos pasean como disfrutando la calma, y un poco posando para los turistas.
Después hicimos snorkel ahí mismo, donde vimos tanta flora y fauna como en un acuario submarino. A los tiburones esta vez los tuvimos a centímetros, a las tortugas las seguimos intentando no molestarlas, agarramos estrellas de mar, vimos de cerca de un caballito de mar, mantarrayas y tantos peces de distintos tamaños como no creíamos que existían.
Volvimos a Santa Cruz después de quedar una hora flotando en alta mar por quedarnos sin combustible. Tuvimos así cuatro horas de barco, una de auto hasta el aeropuerto y de ahí casi dos en avión. No sabemos aún hoy si el malestar físico era simplemente la reacción a tanto viaje o si nuestros cuerpos se resistían a dejar las Islas Encantadas, cuestión mucho más entendible.

2- Quitsato. En el taller en la escuelita Samay –hace más de un mes ya-, tuvimos el privilegio de conocer gentes y experiencias interesantísimas en el Ecuador. Sin duda una de ellas fue el proyecto Quitsato, motorizado por Cristóbal Cobos y su mujer Gabriela.
En esa ocasión nos invitaron a que compartiésemos con ellos unos días en la estancia donde viven en las afueras de Cayambé, hora y media al norte de la capital. Pero no sólo eso, nos propusieron hacer un taller para que recaudemos fondos para seguir con los chicos del colegio, que también funciona en la finca.
Desde que salimos de viaje disfrutamos de una borrachera progresiva de astronomía andina, fascinándonos con los conocimientos elaborados por los pueblos de la región respecto no sólo a los enigmáticos movimientos celestes, sino por sobre todo a la relación de estos con la vida terrenal y espiritual. La íntima, compleja y riquísima reciprocidad que mantiene el cosmos infinito y aparentemente inalcanzable con la cosmovisión andina, en un diálogo que se ramifica extrañamente para quienes tenemos demasiado incorporado ciertos prejuicios modernos.
Llegar al Ecuador fue en ese sentido un escalón fundamental en nuestro tímido recorrido astronómico. Es en definitiva la meca de la observación celeste, el lugar donde el Sol camina perpendicular al horizonte y a veces sin arrojar sombras. A donde ansió llegar el Inca en su eterna búsqueda de la casa de su máxima divinidad.
Quitsato se nos presentaba como la posibilitar de empaparnos de esta riqueza ancestral, vivenciándola en el ombligo mismo.
En el medio, tras las escapadas a la selva y luego a las Islas Galápagos, se nos había comprimido extremadamente la agenda y, para colmo, el Aguará –cual niño que se empecina en no dejar de ser nunca el centro de atención- otra vez estaba internado en terapia intensiva en la vecina y populosa Calderón.
Así y todo ya teníamos el compromiso de ir, así que otra vez mochila al hombro y encaramos para la tierra del mítico e imponente Cayambé, donde las nievas son eternas y sus aguas de manantial bañan los sembrados más fértiles del Ecuador.
Desde el propio viaje desde Calderón, no dejamos de escuchar hechizados a Cristóbal y Gaby: nos hablaron con tanto conocimiento científico como pasión visceral de la cultura de los quitu-cayambés, tesoro viejo como el viento.
Mientras las curvas se sucedían en una carretera zigzagueante entre las montañas, con el supremo pico nevado del Cayambé como telón de fondo, nos señalaron sitios arqueológicos importantísimos ocultos entre los sembrados, de sus inventos, de la increíble historia de la familia de Gaby, de las insospechadamente virtuosas propiedades del bambú, de la agroecología, de la historia moderna del Ecuador, de la arqueoastronomía y de tantas cosas más, a las que colaborábamos con preguntas incesantes.

No te pido Guachalá. La finca donde viven, en las afueras de Cayambé, es propia de un sueño. Probablemente antes había construcciones precoloniales, pero la hacienda data de mediados del siglo XVI, siendo una de las más antiguas del país. Su importancia a nivel mundial lo señala el hecho de que acá se hospedó y realizó sus estudios la misión geodésica francesa que en 1736 determinó empíricamente la famosa línea ecuatorial (después de varios siglos que los pueblos locales, y con menos precisión pr cierto), de donde proviene ni más ni menos que el actual nombre del país.
Para dimensionar la importancia histórica y la belleza exuberante del lugar, vasta con señalar la popular frase de la época (y que en menor medida aún perdura). Cuentan que cuando alguien pedía algo y no se lo concedían, insistía argumentando: “No te pido Guachalá”, denotando algo cuantioso, inalcanzable. De hecho en su época dorada fue la hacienda más importante del Ecuador.
En medio de un frondoso bosque de eucaliptos, nos adentramos en un camino angosto bajo la sombra de molles y cipreses a la mítica hacienda. Una pintoresca capilla de la época color borravino antiguo completaba el cuadro, mientras que conejitos de distintos colores se apresuraban a cruzar delante del auto, y el enérgico Mimtaca nos acompañaba a los saltos y ladridos.
No recordamos con la Sofi estar en un lugar así, donde entrar significa retrotraerse a otra época, y los acontecimientos históricos que acá se desarrollaron todavía suenan en el aire.
Todos los edificios están construidos de adobe y las paredes externas e internas no tienen menos de un metro de espesor. La tirantería de los techos es de gruesos eucaliptos duros (de los de antes) hachuelados a mano. Los pisos, las aberturas, la herrería artesanal y los muebles son propios de museo.
Muchas piedras de las dos capillas fueron lapidadas y trasladas por el pueblo cayambé, anteriores a los Incas. Se cree incluso que las iglesias del lugar fueron construidas sobre templos de esta cultura.
Antes de llegar a los ancestros de Gabriela, la estancia Guachalá perteneció a Gabriel García Moreno, tres veces presidente nacional, y el más polémico de la historia ecuatoriana. Moreno plantó allí los primeros eucaliptos del país. También había pertenecido a personajes de la talla del coronel alemán Adolfo Klinger, quien tras pelear con Napoleón en Eropa acompañó a Bolívar en su lucha por una América Unida.
Dentro de la cinematográfica familia de Gaby, encontramos al primer presidente democráticamente electo de Ecuador y primer presidente del Banco central entre otras cosas: Neptaly Bonifaz. Su hijo, Cristóbal Bonifaz, abuelo de Gabriela, fue embajador en Francia y fundador de la estación Charles Darwin en las Islas Galápagos, siendo uno de los primeros conservacionistas del país. Su hijo, actual propietario de la hacienda, fue alcalde de Cayambé en más de una ocasión, y un íntegro hippie del Mayo Francés, según él se enorgullece.
En el medio, el científico expedicionario Edward Whimper, al hospedarse en 1880 para alcanzar la cima del Cayambé, descubrió en la hacienda once insectos desconocidos hasta el momento por la ciencia. Y claro, el hospedaje de la famosa misión geodésica francesa.
La vida política de la familia y los acontecimientos trascendentes de la hacienda merecen mayor extensión, pero lo impresionante es que, si bien la historia es relatada explícitamente en algunas paredes con textos y fotos alusivas -en las que la hacienda aparece como el sitio de encuentro del pueblo-; también lo hace de manera silenciosa pero potente en cada adoquín, en cada teja de barro o en cada madera gastada por el paso del tiempo.
Con casi cincuenta habitaciones, hoy día es la casa más grande del país. Fue finca y obraje, donde incluso hubo trato esclavo y prisiones donde se torturaba a los trabajadores deudores o en falta.
Tras caminar sus rincones, dimos con la sala comedor donde se reunía la misión geodésica francesa. De sus cuatro paredes cuelgan réplicas enormes de los mapas originales trazados por aquella expedición que fundó el Ecuador moderno. Incluso aquí murió el único de este grupo que falleció en tierras ecuatorianas, y se presume que sus restos descansan en algún lugar de la finca.
En una pared de una de las hermosas capillas internas, se pudo recuperar debajo del revoque de adobe un fresco del siglo XVIII. Por esa misma sala pasa cotidianamente la familia de Cristóbal (siempre acompañada de Mimtaca) y los huéspedes, como quien atraviesa el ordinario comedor de su casa.
Tras el casco principal hay un gran patio adoquinado, donde imágenes amarillentas cuentan se desarrollaban las fiestas y ceremonias populares de la región. Está flanqueado en tres de sus cuatro caras por alas de habitaciones de la misma arquitectura onírica. Es sólo una parte del hotel de lujo sin lujos que funciona allí, donde turistas extranjeros se maravillan con el paisaje, la edificación y sobre todo la riqueza histórica del lugar.
Nos tenían preparados una de esas habitaciones que dan al patio interno, en la que nos amamos dos noches bajo un techo altísimo, y en una oscuridad interrumpida por destellos de las llamas del fogón enorme que rociaba un sublime olor a eucalipto.
La segunda noche nos quedamos un rato largo sentados en el piso con las patas junto al fuego devorando bocaditos de chocolate, arte en el que la Sofi saca brillo.
Pero más allá de la belleza arquitectónica del lugar, de la historia que allí transcurrió, del paisaje monumental y de los animales y plantas que le dan un tinte de película, lo más lindo sin duda es la familia de Cristóbal y Gaby. Es difícil definirlos, porque están en tantas cosas que pechean apasionada y concienzudamente, que parecen muchos más numerosos.
Lo primero que nos sorprendió fue el entusiasmo que siente él por el bambú. Sí, por la caña de bambú. Nos comentó que es la planta más usada en América para la construcción desde tiempos milenarios. Tiene cualidades que la hacen únicas y sumamente importante para el futuro: como su elasticidad, liviandad, prestación; y sobre todo que crece rápido y sin necesidad cuidados delicados. Cristóbal venía de organizar un congreso a nivel internacional sobre el bambú, y al llegar a su casa lo primero que nos mostró presuroso fue su gran colección internacional de esta planta. Tenemos que reconocer que quedamos perplejos y asombrados. Además de ser el país más bio diverso del mundo por superficie, Ecuador tiene la mayor variedad de bambúes, y su uso varía desde la fabricación de muebles, casas e instrumentos musicales, hasta  la confección de pañales ecológicos con su fibra que además dura una eternidad.
La ecóloga de profesión Gaby, por su parte, está totalmente avocada a la elaboración, comercialización y sobre todo valoración de la miel de penco. Al igual que el bambú, es esta una tradición ancestral que se fue perdiendo o solapando tras el permanente intento por parecernos al modelo de afuera.
Esta miel, además de ser riquísima para el paladar, es muy saludable. Verla preparar el manjar es todo un acontecimiento desde el momento en que varias mujeres de la comunidad (quienes seguramente conocían el elixir) traen la sabia del agave. De ahí Gaby la cocina con paciencia de monje tibetano durante casi todo el día hasta lograr un punto exacto, solamente perceptible por ella.
Por otra parte, Cristóbal es un gran arqueo-astrónomo. Lleva varias décadas en el campo y ha descubierto cuestiones fundamentales para la comprensión de la cosmovisión de los pueblos originarios, y para valorar e intentar entender los increíbles conocimientos astronómicos alcanzados por ellos, empleados como centro de la vida cotidiana (la organización territorial y la agricultura, por ejemplo) y la actividad religiosa.
Por otra parte, en estas tierras se concentran algunas características que la hacen totalmente especial, única. Por eso el estudio de la línea ecuatorial demanda tanta energía, o debería hacerlo.
En ese sentido, este es el único en el mundo en el que la línea pasa por una región montañosa, permitiendo tomar referencias naturales inmóviles. Esa es la razón por la cual desde el Viejo Continente –o desde la astronomía moderna- se han vuelto locos por venir a estudiarla. Y los pueblos locales, mucho tiempo antes y con tecnología sumamente simple, la verificaron a la perfección. Para ellos las matemáticas y las físicas, no eran sólo una herramienta para el comercio, eran mucho más: eran entendidas como parte de un Todo que también se presenta en lo místico, lo intangible, las creencias. Es ciertamente lógico entonces comprender el porqué de la llegada de los Incas, y su empecinamiento en alcanzar la tierra del Sol, donde más brilla, donde más tiempo está sobre el horizonte y donde es tan intenso que en ocasiones no proyecta sombras. De hecho en eso estaban cuando la barbarie de la conquista.
Pero lo cierto es que Cristóbal fue desenterrando vestigios de esa riqueza de los pueblos quitu-cayambe. Más allá de sus estudios complejos (a los que no abordamos por el respeto que se merecen, dado que seguramente meteremos la pata en el intento), armó un gran reloj solar sobre la línea ecuatorial llamado Quitsato, que en lengua tsafiqui –del pueblo tsóchila- significa mitad del mundo.
Desde allí se ven las salidas y puestas del Sol en equinoccios y solsticios con precisión milimétrica en la propia (y verdadera) línea ecuatorial, entre otras observaciones. De fondo aparece el majestuoso Cayambé, por donde pasa la línea en su ladera sur sobre un glaciar, constituyéndose en el único sitio en el mundo por donde el famoso (y manoseado) trazo pasa por nieve eternas.
Sobre la misma línea en Quitsato explican que, lejos de separar ambos hemisferios, lo que hace es unirlos. La línea es un símbolo que nos obliga a pensar en la unión y la paz. El equilibrio.
Contemplar el cielo desde Quitsato es todo un aprendizaje, no sólo sobre cuestiones geodésicas, geográficas, matemáticas, físicas y astronómicas; sino ya sobre cosmovisiones tan antiguas como vastas. Es un acercamiento respetuoso a una riqueza invalorable, y ciertamente incomprendida por la ciencia moderna.
Por otra parte (con esta gente no tiene sentido decir “por último”), en la hacienda donde viven con sus dos hermosas hijas, donde pasó tanta historia pre y pos colonización, donde funciona la hermosa hostería de la época, donde promueven el uso del bambú en todas sus formas, donde elaboran meticulosamente la miel de penco, donde conejos, perros y caballos se pasen en libertad, donde frescos de mediados de 1700 nos interpelan desde las paredes de una vieja capilla de adobe, donde corren, sueñan y son felices; allí mismo además inauguraron un colegio. Y un colegio muy especial. Así como así.
En un ala de la vieja hacienda, tan pintoresca como el resto, allí armaron un establecimiento educativo de pedagogía Montessori. El paisaje es inmejorable, el clima, los animales y la huerta que los propios chicos cuidan son el marco idóneo para su desarrollo, sumados a una cuidada arquitectura en base a piedra, adobe, madera; artesanales muebles de bambú y una variedad de elementos lúdico-pedagógicos de materiales nobles que indican una atendida y cuidada elección de cada detalle.
Allí mismo realizamos el taller al segundo día de estadía, lo que fue una experiencia inolvidable para nosotros.
Por su parte, Cristóbal y Gaby, además de haberse llegado a nuestro taller de la Samay (en Tola Chica), nos pasaron a buscar por Calderón, nos ofrecieron absolutamente todo para nuestra comodidad, nos dieron hasta una hermosa habitación de la hostería, nos invitaron cada desayuno, almuerzo, merienda y cena, nos enseñaron muchísimo apasionadamente, nos llevaron a conocer la zona y, como si fuera poco, se ocuparon por que recaudemos fondos para continuar viaje.
Por eso el taller fue pago y, pese a sus insistencias, les dejamos la mitad de lo juntado. Eso para nosotros marca una nobleza indecible, y constituye en sí un gesto tan alto y radiante como el Sol ecuatorial.
Como todo hasta ahora, los días en la hacienda Guachalá  -pocos pero intensos-, fueron toda una enseñanza. Una experiencia distinta.
Valga entonces este agradecimiento insuficiente a Cristóbal, Gaby y su familia. Y sepan que de acá en delante de alguna manera estarán también viajando con nosotros, maravillándonos juntos con cada salida del Sol, cada vez que acerquemos un ojo al telescopio para ver un cúmulo o simplemente compartiendo abrazos con chicos desconocidos, tan lejanos y tan cercanos. Como ustedes.


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