jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora XV: "Felicidad"


1-     ¡Nos enteramos que estamos embarazados! Alegría. Felicidad.
2-     Salió una inesperada invitación para trabajar en la Feria del Libro de Quito. Una experiencia increíble: trabajamos sin parar dentro de un domo colosal con camadas de alumnitos de distintas escuelas quiteñas. Nos mandaron a un hotel céntrico, y pasamos una semana con una rutina totalmente nueva. Muy cansados y contentos.
3-     Siempre esperando que reparen el Aguará, nos rajamos unos días con lindos amigos a un paraje donde el ambiente selvático, coloridos pájaros cantores y una mágica pulguita fueron la plataforma de despegue para alcanzar las nubes.
4-     Cosas del camino: cuando el panorama mecánico empeoró, salió de la galera una casita hermosa en el medio de la montaña de Tumbaco, y allí fuimos invitados por una gran amiga nórdica y su familia bellísima.


1-     No creo poder describir en palabras la sensación al enterarnos de que estamos embarazados. No quiero ni puedo intentarlo, sería en vano, torpe, tratar de catalogar con mi vocabulario precario el momento más feliz, el momento indeciblemente bello. Terriblemente bello por su indecibilidad.
Simple, categórico, rotundo, aturdidor, fuerte, increíble, loco. Algunas cosas que sentimos, revueltas y simultáneas, cuando en el test aparecieron dos rayitas esa noche en el Aguará.
Nunca vamos a saber porqué. Llevaba la Sofi sólo dos días de retraso, siendo de período irregular. Además el panorama era catastrófico desde la mecánica: el motor que habíamos puesto en Perú  -tras muchísima plata, energía y tiempo en forma de burocracia- otra vez muerto. Y tras deambular inútilmente por varios mecánicos -de esos que al llegar chapean “olvidate de todo lo que le hiciste hasta ahora, acá lo vamos a solucionar porque somos los mejores”, y al cabo de cuatro días ruegan que te lleves el vehículo aunque sea empujando-; el motor otra vez extirpado y sin solución a la vista.
Así y todo, sin motivo aparente, esa tarde en Quito decidimos comprar cositas ricas para una cena especial. En el interior de la casa rodante, que descansaba inclinado en un taller mecánico en la periférica Calderón, preparé una lasagna con mucha onda. Abrimos el último vino argentino del extinto y exquisito arsenal vitivinícola de Bialik, para acompañar a los chocolates artesanales.
La idea era hacernos el test a la mañana siguiente, pero no aguantamos y tras la cena íntima nos preparamos como para una ceremonia religiosa, mística.
En verdad fue todo mental, nosotros sólo nos agarramos de la mano con cariño. Desde afuera debe haber sido nada más que dos manos agarradas.
La doble rayita nos dejó perplejos, aturdidos. No supimos qué decir ni qué sentir. Yo decía que podía ser un error porque la segunda rayita apareció tenue. Los dos sabíamos que decía boludeces para evitar afrontar el momento.
Aclaramos acá que fue buscado, intensamente buscado. No llegó de prepo, al contrario.
Nos acostamos sin entender nada. Pero felices, esa era la sensación.
“¿Y ahora de qué nos disfrazamos?”, nos preguntábamos tras pausas de silencios incómodos.
Uno se va preparando durante años. Conscientemente lo busca, se forma, madura la idea. Uno cree que está listo y hasta que va a ser un buen padre o una buena madre. No tiene dudas de eso.
Pero ahora, cuando lo pensamos en serio (no son muchas las veces), se nos vienen cientos de interrogantes encima. Un torrente de dudas, nervios, pensamientos mezclados y sin sentidos.
Pero, en definitiva todo es absolutamente animal, natural, casi salvaje. Y en verdad le pondremos el pecho maduro y tierno al gurí que salga de ahí adentro. Eso es seguro.
No creemos en esas cosas, pero nos genera gracia el haberlo concebido en la línea ecuatorial, en la unión de los dos hemisferios. La línea que simboliza el equilibrio. Más puntualmente en las Islas Galápagos, donde fuimos tan felices. Lugar único, y especial desde todo punto de vista, casi mágico. Allí donde se concentró tanta vida en el medio del Pacífico, a más de mil kilómetros del continente. Donde convergen y se encuentran corrientes marinas y aéreas y las principales placas tectónicas de la zona. Lugar de todos los climas y todas las geografías, donde la vida canta su mejor canción, y la naturaleza se desnuda virgen y colosal, arrolladora.
Ahí fue concebido, lo que desde cierto punto de vista místico le imprimiría al gurí un aire especial, una esencia única.
Pero lo más lindo fue que, por otra parte, nos enteramos de la noticia en el Aguará, dentro de un taller mecánico grasiento y desordenado, en el corazón de la populosa Calderón. Los primeros relamidos de alegría los dimos entre tuercas y autos desarmados, y caminando por entre las calles grises y frenéticas con un aroma metalúrgico que, quizás, también penetre por algún lado y le llegue para modelar su perfil, para que no se haga el boludo y tenga siempre los pies sobre la tierra. Para que pueda irse pero que sepa también volver, y ver con ojos grandes que hay gente que la lucha todos los días desde su rutinario y monocromático rincón, no tan pintoresco ni poético como el vuelo de una gaviota sobre el mar turquesa, pero real e innegable.
No sé, cosas raras que uno piensa. Ahora amparado en el embarazo, este tránsito extraño y especial que nos permite la impunidad para comer, hacer, pensar y decir cualquier cosa.
No cabe duda que de no ser por el embarazo ya nos hubiésemos tirado bajo las vías del tren por la situación de nuestro otro hijo, el que nunca quiere perder la pisada ni dejar de ser el centro de atención: el Aguará.
Como el arreglo venía para largo, y el tanque de agua sucia ya estaba colapsado (y por qué no, para estar un toque tranquilos y solos) nos fuimos con la Sofi a un hostel barato pero con conexión a Internet. Desde ahí les dimos la noticia a la familia y amigos. Para nosotros seguía siendo una situación rarísima, todavía no caíamos (ni al día de hoy), y anoticiábamos a la gente contentísimos pero extrañados nosotros mismos de escucharnos hablar del tema. Frenéticos y calmos. Desconocidos en parte, en parte extrañamente habituados.
De ahora en más el desafío es no caer en ñoñadas (me cuesta mucho!), no empezar a hablar de caballos blancos alados galopando sobre arco iris de terciopelo.
Muchas veces escuché que “ahora sí te cambia la cabeza”, que “si no te preocupaste hasta ahora de ciertas comodidades materiales ahora sí lo vas a hacer”.
Acepto con alegría y tranquilidad cambiar el punto de vista, madurar, entrar en una nueva etapa, mudarme. Hasta me divierte la idea.
Pero me rehúso a renunciar a mi esencia, a mis principios éticos. A dejar de ser el mismo pelotudo de siempre, inmaduro, incorrecto, desobediente, informal, orgulloso e imperfecto. Pavo ya grande que sigo tropezando con la misma piedra casi todos los días, pero no cambio el camino.
Escribo rápido, tardo mucho en publicar cosas pero cada texto es redactado de un tirón sin ser releído. Sigo aturdido y abrumado por la noticia. Feliz.
Ante mi torpeza, Antoine de Saint-Exupery aterrizó para tirarme una soga y darle un cierre digno a este texto amorfo: “Amar no es mirarse el uno al otro; es mirar juntos en la misma dirección”.

2-     Sofía Cabrera Espín es una petisa alegre y eléctrica, de las que caminan apresurada repletas de papeles, libros y fotocopias. Es también una periodista especializada en temas científicos, los que aborda desde una óptica social. Ella nos invitó a su programa radial y salió una linda entrevista en forma de charla informal entre quienes compartimos cierta mirada.
Al finalizar nos pidió que la acompañemos a la Feria del Libro de Quito, para que la ayudemos con las muchas cosas que llevaba.
Habló con uno de los organizadores y después nos presentó. En seguida nos pidieron que armemos algo ahí. “Si se puede desde hoy mismo”, dijeron. Nosotros habíamos pensado en acercarnos sólo el sábado.
Hasta ahí de nuestra parte era un privilegio la invitación, razón por la cual hicimos gala de una pésima negociación, y terminamos yendo hasta Calderón a buscar las cosas. Lo gastos de transporte nos lo reintegraban (sólo diciéndoles el monto), más viáticos, un lindo hotel cercano y además un pago en efectivo.
No podíamos quejarnos.
Trabajamos casi toda la semana en un enorme domo de diez metros de diámetro. Los grupos escolares entraban con las maestras y armábamos talleres cortos de quince minutos. En un principio intentábamos no repetir, pero las hordas de alumnitos sedientos de actividades novedosas, más la desesperada búsqueda de de entretenimiento por parte de los organizadores para que nadie deambule, nos obligó a adoptar una dinámica intensa.
Tras las horas pico quedábamos disueltos, derretidos. Aprovechamos para caminar la feria, ver libros y yo particularmente acercarme a ver las obras de caricaturistas y retratistas.
El fin de semana, ya sin chicos de las escuelas, fue mucho más tranquilo. Un poco aprovechamos para vender nuestras cosas, pero la lluvia nos impidió ubicarnos afuera del domo, y las nubes se empecinaron en taparnos el cielo profundo. Los organizadores se quejaban por la poca asistencia de público, y las editoriales en el mismo tono por las pocas ventas.
Para nosotros fue una experiencia increíble. Vivimos una semana en un hotel de lujo (por lo menos para nosotros), con desayuno continental y Wi-Fi y TV cable en el dormitorio. Mantuvimos una rutina divertida caminando cotidianamente a través del parque La Carolina hasta la feria de ida y de vuelta, cenando generalmente en el Patio de Comidas del Mall El Jardín.
Desde el proyecto también fue una rica experiencia: trabajamos enérgicamente con grupos de chicos totalmente desconocidos, efímeros, durante intervalos cortos, con el tiempo estrictamente marcado y además rotando permanentemente los temas abordados.
Mucha gente nos visitó y a otro tanto conocimos.

3-     El último día de la Feria llegaron a Quito la Vachu, Pablito y Verita. Vachu es una amiga de hace tiempo con quien compartimos varios espacios, sobre todo apasionados años de laburo en el periódico El Eslabón. Entrañable hasta la médula y simpática como ella sola, pasa sus días abrigada por su compañerazo Pablo, un gran tipo, militante humilde e inteligente.
Y media en brazos media a los tumbos, cual la entrañable Oaki de Hijitus, trajeron a Vera, su hijita de casi dos años. Una muñequita colorada y rulienta, dueña de una sonrisa encantadora que le entrecierra los ojitos. Con su bracito estirado siempre dispuesto a que la lleven a encontrarse con el mundo, a llevarse puesta la punta de algún mueble sobresaliente o a saborear alguna vereda con su frente achichonada.
Los tres viajaron a la costa y después nos reencontramos, junto con Meli, en la mágica Mindo. Un pueblito tropical en la ceja de selva occidental, donde el aroma de plantas exóticas y el canto de pájaros de mañana tapizan con un manto onírico el aire húmedo y fresco.
Pasamos tres días bárbaros. Entre amigos y con la presencia revoltosa y tierna de Verita entre nuestros pies, berrinchando un paseíto más, una fotito más para posar cachete con cachete, un barquito en forma de hoja que tiremos al río, una vueltita para acercarnos a los chicos que jugaban a las bolitas o para conocer de cerca de algún perro pulguiento.
Yo aprovechaba un momento antes de que aparezca el resto para desayunar, elongando y respirando hondo frente al agua torrentosa. Después tocaba alguna excursión o caminata. Viajamos suspendidos en el aire sobre la selva espesa en un carrito rudimentario colgando de un cable de acero (la Taravita), caminamos por zigzagueantes senderos por entre la vegetación exuberante y multicolor. Paramos, respiramos, nos impresionamos, hablamos hasta por los codos y nos cagamos de risa. Acompañaba nuestro citadino paso torpe un arroyo que en las cascadas era enérgico y después manso en ollas profundas, donde parecía tomar descanso para volver a precipitarse por el aire recobrando fuerza, como rejuveneciéndose de a ratos. Infinitas moléculas de agua empapaban el paisaje, estampando un dorado brillo tropical en cada hoja y en cada piedra.
Otro día, empujados por la fiebre del cánopi, con Pablo tuvimos nuestro momento de turistas gringos. En verdad, la sensación de viajar de un punto a otro colgado de un cable es indescriptiblemente adrenalínica. Por mi parte, además, me flashó ver la selva desde otro punto de vista: recorrer los árboles por sobre sus copas quiebra el equilibrio visual cotidiano, haciendo que este escenario aéreo sea extraño y sorprendente, teniendo en cuenta que en el movimiento no intervienen fuerzas externas artificiales, sino la pura gravedad.
Otra vez nos quedábamos con la sensación de que deberíamos haber tenido una estadía en Mindo mayor. Lo que podría convertirse en una linda excusa para retornar.

4-     A Ana la conocimos a través de Verónica y Sol, nuestras amigazas maestras de la escuelita Samay, de la comunidad de Tola Chica. Ella trabaja en Unicef y nos consiguió una cita con los capos máximos de la entidad internacional.
La muestra cabal de su personalidad la dio cuando, sin conocernos, y frente a los capangas de todo el país, nos pateaba por debajo de la mesa para que nos animemos a manguearle algo, y que no nos paseen por cualquier tema evasivo.
Como el organismo no pudo ayudarnos (lo que sabíamos de antemano), Ana se empecinó en querer darnos una mano personalmente.
Lo primero que hizo fue organizar una jornada de sauna finlandés (no contamos que es finlandesa) para nosotros, y las familias de Verónica y Sol. Cocinando para todos, juntando leña, midiendo la temperatura exacta, y charlando alegremente, Ana le metió una onda bárbara a la movida. Además, nos mostró una casita chica pero linda en su terreno para la que buscaba inquilinos.
La cuestión fue que, cuando nos enteramos por enésima vez que lo del Aguará venía para rato, y para no joder tanto a nuestros amigazos quiteños, decidimos consultarle con la casita.
De ahí en más de parte de Ana, su marido Raúl (ecologista y naturista) y su hijita Tamia (“lluvia” en kichua), todo fue en forma de abrazos y sonrisas.
Nunca quiso cobrarnos por la estadía, por lo que –muy a su pesar- decidimos con la Sofi meterle mano a la bellísima huerta, además de hacer trabajitos de carpintería y hasta de electricidad en el predio.
Para nosotros fue un descanso íntimo, por primera vez solos en mucho tiempo, sintiendo de no molestábamos a nadie y con una comodidad soñada: la casita era chica pero sumamente acogedora, y dentro de un terreno cuidadosamente salvaje, repleto de plantas, flores, arbustos y árboles de toda variedad de especie.
Merced a los conocimientos de Raúl, convergen allí además muchos pájaros exóticos. Tienen el atino de no parquizar el predio con el artificial cuidado que hace que los jardines parezcan una cancha de golf, a lo country porteño.
Tienen dos perros locos: la Emily, una golden cazadora por naturaleza que de vez en cuando manotea un pajarito, y Meilín una pastora inglés peluda cuya gordura se acentúa por su embarazo. Cosas raras de la naturaleza, encontró en la Sofi (también peluda, gorda y embarazada) una compañera a la que no dejaba un segundo sola.
También tienen un conejo que diariamente cuida Tamia y varias gallinas. Una huerta muy atendida plagada de verduras y plantas aromáticas, un círculo de material donde hay parrilla y un gran horno de barro, una casita aislada en donde funciona el sauna finlandés tradicional y detrás la quebrada surcada por el flaco río Rumiñau.
La zona es todavía más linda: un camino de montaña sobre la falda del volcán Ilaló. Allí, en las cercanías de donde alguna estuvo la histórica escuela Pestalozzi –y ahora se erige la Pachamama- muchos quiteños y extranjeros se afincaron en búsqueda de tranquilidad y contacto con la naturaleza. Esto le da una fisonomía particular, sobre todo cuando a la tardecita salen muchos a caminar por la montaña.
Una semanita ahí fue suficiente para tranquilizarnos, dibujar mucho, adelantar trabajo atrasado y compartir con Ana y su familia muchos momentos inolvidables. Muchas veces nos invitaban a almorzar o cenar con ellos, o  a “saunar” en patota.
Sabemos que cansamos un poco con este sentimiento de gratitud, pero realmente no dejamos de sorprendernos con los gestos desinteresados de esos perfectos desconocidos. Ana es luminosa, cariñosa y dueña de una sensibilidad social que lejos transformar en misericordia (tan común, sobre todo entre los foráneos que visitan el “Tercer Mundo”), ella trabaja concienzudamente para sentar bases igualitarias desde el campo de la educación.
Sin caer en miradas simplistas, no se come ningún amague populista de los gobiernos de turno. Se hizo fuerte y corajuda como una nativa, no le impresiona lo salvaje de este territorio que le es familiar, que le sienta bien. Se mueve alegre y suelta y resuelta en las comunidades indígenas más excluidas, como entre los espejados edificios de la capital ejecutiva y caótica. Después prepara la comida, acompaña a su hijita al colegio, limpia la huerta y alimenta a las gallinas.
Más allá de la comodidad material y de la tranquilidad terapéutica que nos regaló el paisaje, esos días nos sirvieron para compartir los minutos con tipos cálidos, buena madera. Nos llevamos un poco de ellos para seguir.





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