jueves, 8 de marzo de 2012

Bitácora XVI


1-      El 2012 nos despertó con un sol ricazo, en la montaña y juntos.
2-      Con una agridulce sensación de alegría y nostalgia dejamos atrás Ecuador. Cuando volvamos al hemisferio sur no estaremos solos.
3-      Ya en la gran Colombia. Postergada, anhelada. Pasto, el carnaval de Blancos y Negros.
4-      Popayán. La magia de la ciudad blanca.
5-      Cali y el barrio de los abrazos y los árboles altos.
6-      Pereira. El aroma del café y el mundo sobre dos ruedas.
7-      Medellín. Las contradicciones que trajo el futuro.
8-      La sabana. El cariño inmensurable de los paisanos.


1- En la soledad de la montaña. Nunca creímos en las fechas impuestas por el mercado o por la religión, “que no es lo mismo pero es casi igual”.
Así y todo, en la casita de sueño de la familia Aguirre en Tumbaco decidimos pasar Año Nuevo juntos y solos.
No podría ser mejor: un hogar fantásticamente dulce, acogedor. Un espacio circular íntegramente construido en madera, rodeado de paneles de vidrio repartido, con una cocina de fundición y un hogar, todo en medio del impactante barrio Rumiñaui, en el valle más verde de la región.
Hicimos un asadito, con música agradable y estuvimos tranquilos y contentos. Para la medianoche salimos a la terraza (el piso vivo de la parte baja de la casa) a ver un espectáculo impresionante de fuegos en la zona poblada del valle. Distintos y multicolores estallidos se sucedían aleatoriamente en diferentes planos de foco: cercanos y enormes, lejanos y pequeños, cuyos estallidos llegaban con retraso. Ahí parados un buen rato. Yo en silencio, vinito en mano, imaginaba lo que pensaría una persona de otra época viendo este escenario luminoso y ensordecedor. Nos enteramos del Año Nuevo sólo por la intensidad de los cohetes.
Los días siguientes fueron feriados, por lo que prologamos nuestra rutina calma de caminatas por la montaña, dibujos, lectura y alguna visita esporádica.

2- “Tupana kushun” (hasta que nuestros caminos vuelvan a juntarse). Como sucedió en este, y en otros casos similares, salimos de Ecuador a los ponchazos. Desde la óptica mecánica, el Aguará venía de estar dos meses parado, el motor fue sacado y puesto cinco veces, pagamos una fortuna y el resultado era nulo: estaba exactamente igual que cuando lo dejamos. Un segundo tropiezo para aprender. El Aguará salió delicado, y camina por los huellas como una mosca intentando volar contra el viento de una tormenta tropical.
Pero nosotros ilesos, inmunes a tantos pronósticos adversos. Contentos. Como cuando salimos de Perú, borrachos de alegría por estar en nuestra casita, rodando. Nuevos paisajes, nuevas caras, nuevas historias.
Nunca habíamos estado juntos tan al norte. Y dejamos el hemisferio sur pensado que cuando volvamos seremos tres.
Ecuador fue prodigiosamente agradable con nosotros. El país transhemisférico, el de los monigotes de aserrín, los sancochitos y las fritadas, los cebiches, los quimbolitos y las guatitas, los frescazos y la magia de la naturaleza en dos metros cuadrados, los otavalos, los cayambés, los shuar y los tsáchilas, ese país nos saludó efusivamente con ambos brazos estirados. Nos enseñó que los límites de la calidez humana están más allá de lo que creíamos, y como si fuera poco nos regaló además la noticia de un hijo. ¿Qué más pedir? ¿Cómo no llevarnos la gratitud eterna después de tantos cantos de pájaros, tantos abrazos sentidos, tantos pasos caminados juntos?
La sensación siempre es de injusta insuficiencia. De agradecimiento inacabado.

3- Una bienvenida de la cabeza. Acá sí se me hace difícil escribir. Y no porque haya pasado mucho tiempo, como generalmente me pasa. Resulta que la amabilidad, generosidad y calidez de los “parceros” nos golpearon como un baldazo de humanidad latina plena.
Veníamos escuchando del internacionalmente famoso carnaval de Blancos y Negros de Pasto. Nos remordíamos por no poder conocerlo personalmente: pensábamos pasar muuuucho antes por ahí. La cuestión fue que tanta demora por los inconvenientes mecánicos nos permitió llegar a las corridas (metafóricamente hablando) para el cierre del carnaval. A las 14.30 arribábamos cansados a Pasto y a la tardecita terminaba la movida de una semana de joda popular. Lo que decimos un guiño del destino.
Salimos del auto y no pudimos caminar dos metros sin ser alcanzados por un baño de harina. A los tres minutos nos confundimos en un mar de gente blanca de pies a cabeza, mientras en el aire volaban trazos descontrolados de espuma en aerosol, pequeñas nubes de harina y pintura. Fue un abrazo alegre de bienvenida a Pasto, y a Colombia. Una sacudida de locura con la que enterramos la espera dilatada por el carro.
Si bien se le atribuyen distintos orígenes, en cada época y cada sitio se festejó un carnaval distinto. Pero el común denominador de todos es su característico perfil de burla y de liberación. Históricamente el carnaval fue una fiesta pagana en la que abundaba la crítica social y la sátira al poder. Además sirvió como refugio de la igualdad: sólo allí el plebeyo se permitía ser señor por un momento. El esclavo amo y el obrero jefe.
Por eso tras los brillos, las máscaras y los cohetes el carnaval encierra toda una puesta en escena colectiva, un permiso ganado a la fuerza para reírse en medio de la penumbra de la jornada dura. En el Carnaval de Blancos y Negros, entre otras particularidades, durante un día todos son negros, y cada participante es pintado de ese color. Para el cierre son todos blancos, y abundan la harina y la espuma.
Tras haberse convertido en una de las festividades más populares y tradicionales de Colombia, viajan turistas de todo el país a participar, y todos a ensuciarse íntegramente.
El clima es totalmente festivo, masivo, popular y pacífico. Es seguro que el que pasa por delante o por detrás o por el costado te va a tirar harina o espuma con saña, pero con buena leche.
Por nuestra parte, después de haber entrado tiernitos y limpios, nos dieron una bienvenida inclemente. Hasta que al rato compramos una espuma y pasamos al ataque. Una locura descontrolada. Una diversión sana.
Tras un merecido baño, esa noche dormimos en el estacionamiento de un hotel céntrico. Al día siguiente salimos para Popayán.
Eran varios los motivos del “apuro”. Veníamos de estar dos meses en Quito queriéndonos ir, y con la incesante posibilidad de salir en todo momento. Nos volvió locos la incertidumbre sobre la dilatada salida. De otra manera nos hubiésemos organizado para trabajar o recorrer más.
Cuando por fin pudimos irnos lo único que queríamos era viajar, alejarnos (o acercarnos, depende). Por otra parte llegaban Lumi y Toki desde Argentina, que venían especialmente a visitarnos y, con un esfuerzo enorme, querían conocer el Caribe. Por eso, y teniendo en cuenta que nosotros volveríamos a Colombia en unos meses, decidimos pasar un tanto “rápido” el centro del país.
Por otra parte, eso mismo hizo que dejáramos la gran Bogotá para la vuelta. Además ahí tenemos muchísimos contactos e intenciones de visita, por lo que no podríamos haber estado sólo un par de días. Como si fuera poco, los terribles relatos acerca del terrible cruce de “la Línea” (punto altísimo y sumamente empinado de la Cordillera oriental de paso obligado) nos hicieron posponer la visita.
Los pronósticos para la ruta eran pésimos: una subida pronunciada presagiaba problemas para la minúscula potencia del motor, las lluvias se habían llevado tramos enteros del camino y además –dicen- es zona plagada de “terrorismo” y delincuencia.
Por eso los retenes militares se disputan supremacía con los baches.

4- La magia blanca. Popayán es una ciudad bellísima y colonial. Sus paredes blancas (le llaman la “ciudad blanca”) todavía ostentan relucientes el orgullo de un pasado hegemónico: junto a Quito y Bogotá representó un importante eje comercial y administrativo en tiempos de la colonia.
Ahí nos recibió en su casa Jairo y su fascinante familia. También acompañaron nuestra estadía los miembros de la AIDA, una agrupación de astrónomos aficionados con una trayectoria interesantísima. Mario e Iván, junto a Jairo nos apadrinaron con afecto de amigos.
Una mañana salimos a un campito a despegar cohetes hidrocomprimidos, la pasión de Jairo. Una experiencia que nos encantó por cierto. Por supuesto nos reservó algunos despegues para nosotros.
El domingo al mediodía la familia de Iván organizó un típico y suculento sancocho de gallina totalmente tradicional: con todos y cada uno de los ingredientes cocinados pacientemente al calor de la leña en un patio tropical repleto de animales al ladito del gran río Cauca. Por supuesto no se subestimó una merecida sobremesa de charlas desordenadas por el vino y la buena onda.
Y así, tras abrazos y promesas de continuar el vínculo, salimos para Cali. Aclaramos que en Popayán teníamos previsto trabajar en una escuela, pero la postergación del viaje trajo las vacaciones escolares hasta mediados de febrero.
El lunes salimos cerca del mediodía. Pese a nuestro esfuerzo, Jairo y quisieron acompañarnos hasta una estación de servicio a la salida, donde arreglamos un neumático pinchado. También Iván y su familia habían venido para acompañarnos hasta allí. Más temprano pasó Mario a saludarnos y a regalarnos una muy útil guía de rutas y topografía del país.

5-Cali y el barrio de los abrazos y los árboles altos. El viaje a Cali fue corto y tranquilo, lo contrario del tramo que une Pasto con Popayán, sumamente afectado por las intensas lluvias y plagado de retenes militares por la supuesta presencia activa de la guerrilla.
Si algo definió nuestra estadía en la calurosa Cali fue nuestra permanente sorpresa por la inmedible afectividad de su gente.
Teníamos el dato de unos compañeros viajeros de dónde estacionar. A duras penas dimos con la dirección tras varias perdidas. En eso estábamos cuando nos llamó la atención un guardia privado que nos chistaba desde unos metros: era el cuidador de uno de los edificios vecinales que supuso que buscábamos ese lugar.
Apenas detuvimos la marcha nos empezó a contar simpáticamente de todos los viajeros que pararon ahí. Es una zona muy verde y tranquila, con boulevares, plazas y árboles altísimos que proveen una sombra acogedora que cotiza en bolsa para los rodanteros.
Generalmente los guardias son los encargados de echarnos o por lo menos de mostrarnos su peor humor. Pero estos nos ofrecían de todo, y parecía que nuestra presencia los alegraba de una manera inusitada.
La Sofi estaba tan contenta que armó su bici plegable y salió a conocer el barrio pedaleando. Yo me encerré en el baño. Estaba en ese trance cuando me golpearon la puerta con efusividad.
Salí torpemente de un salto, y del otro lado de la puerta me encontré con el auxilio de Socorro y su bondad infinita. Conni (el contacto que teníamos en el edificio) le había dejado dicho que vendríamos y se fue a darnos la bienvenida, que vino junto a un conjunto de insistentes ofertas para ir a su departamento, como lo habían hecho tantos viajeros anteriormente, según se encargó de contarnos. Nos presentó a su familia ampliada sin tomarse un respiro entre palabra y palabra.
Cuando retorné a mi trono en el baño, sentí otros golpes a la puerta, pero esta vez ya no abrí.
Para no hacerla tan larga vamos a decir que uno por uno vinieron a presentarse y a tirarnos la mejor onda muchos vecinos de ese edificio y de los lindantes. En poco tiempo y nos conocía todo el barrio Capri.
Al día siguiente salimos a conocer la ciudad. En medio del Valle del Cauca, Cali es la tercera ciudad colombiana más densamente poblada, pero conserva cierto aroma colonial en sus barrios, sobre todo en las inmediaciones de la iglesia de San Antonio, sobre la Loma de la Cruz.
Sin duda el patrimonio cultural de la ciudad se lo da la salsa, y en menor medida las económicas cirugías estéticas (en muchos países está de moda viajar a Cali con un paquete de varias operaciones para rejuvenecer el cuerpo). Pero la históricamente famosa salsa caleña remonta sus orígenes en los años cincuenta, cuando merced a la cercanía con el puerto de Buenaventura -en el Pacífico- Cali fue la antesala de ingreso al país de muchos artículos importados, y con ellos el swing, el fonógrafo y el cha-cha. “Las grabaciones de las grandes orquestas encontraron una audiencia en los caleños, al igual que el mambo y los compases caribes del son cubano. Estos estilos musicales florecieron en este fértil valle y, durante el principio de los años cincuenta, Cali se encontraba asumiendo el mundo exterior y forjando un nuevo estilo musical propio: la salsa caleña”.
Nos cayeron simpáticas las viejacotecas, lugares bailables donde suenan boleros, románticos y lentos.
Cuando volvíamos al barrio estábamos tan a gusto que sacamos las sillas plegables a la vereda, lo que invitaba tácitamente a incesantes y amenas charlas con los vecinos. También caminamos y anduvimos en bici por la zona. Estábamos contentos.
Alejandro es el yerno de Socorro, y padre de su nieto. Cuando se enteró del problema (o de algunos de ellos) que arrastrábamos con el Aguará, llamó a su papá, un ex jefe del taller mecánico de las busetas de la ciudad, ahora jubilado.
Hablamos con él y quiso a toda costa acompañarnos. Desde que llegamos a su casa, José Arturo y su familia nos apadrinaron, al punto de tratarnos tan bien que nos daba vergüenza.
Junto con su hija, nos acompañó primero al taller de frenos más grande Cali, en donde nos esperaba el dueño, que sabía de nuestro tema desde el día anterior y nos había hecho un hueco entre camiones tan enormes que hacían ver al Aguará como un Fiat 600.
Dejamos en motorhome y nos llevó a su casa a almorzar. Compartimos la comida casera con toda su familia, todos tan cordiales, tan agradables. Si bien habíamos acordado con el mecánico que nos llamaría cuando aparezcan novedades, José Arturo quería pasar de tarde por el taller paran marcar presencia. Toda la familia no insistió para que nos quedemos a hacer tiempo ahí, pero nos rajamos a un shopping con wi fi libre para no molestar tanto.
Al volver al taller nos enteramos que el Aguará tendría que quedarse a pasar la noche ahí. De tarde Conni nos llamó porque nos quería ver. También Alejandro, el hijo de José Arturo, todavía no sabemos cómo se enteró de lo del auto y llamó para ofrecernos una habitación que no usa.
Volvimos a la casa de José Arturo para bañarnos, porque más tarde nos encontraríamos con la los colegas de la Asafi, el grupo de aficionados a la astronomía caleño. Después iríamos a dormir tal lo acordado en lo de Alejandro.
Para llegar hasta la panadería del encuentro, nos subimos un bus sin tarjeta. El chofer mismo organizó todo para que un pasajero nos prestase la suya. Como no teníamos cambio intervinieron dos más. Y así se dio una charla piolísima entre todos. Cuando bajamos seguían saludando afectuosamente, y el chofer hacía lo propio con la bocina.
A la cita llegamos diez minutos tarde. El resto se retrasó promedio 50 minutos. Así y todo pegamos una onda con esta gente como si nos hubiésemos conocido de siempre. Compartíamos cierto enfoque sobre la astronomía, e incluso sobre otros aspectos. El grupo que conocimos es increíblemente heterogéneo, complementándose interesantemente para las tareas colectivas.
Cuando nos paramos para irnos, porque no queríamos llegar tarde donde Alejandro y su familia, Diego Castagno y su mujer nos primerearon para llevarnos. El loco de Terry -otros de los integrantes de la Asafi-, quería irse en bicicleta a primera hora para dejarnos un material a la mañana siguiente.
En lo de Alejandro llegamos sigilosos y tímidos, pero una vez más en esta ciudad nos esperaban con los brazos abiertos, ganas de charlas y mil ofrecimientos. Su mujer Margarita, embarazada de siete meses, nos había preparado un baño privado con toallas para nosotros.
Querían que le digamos que iríamos a desayunar a la mañana siguiente, y nos propusieron varias maneras de llevarnos en auto hasta donde teníamos que ir por el seguro del auto. Les dijimos que sólo íbamos a dormir y que nos salíamos solos en bus.
A la mañana siguiente nos despertó la señora que trabaja ahí. Nos dijo que venía a buscarnos otra hija de Socorro para llevarnos. Insistió para que desayunemos también. Parecía una gran puesta en escena de toda una ciudad para impresionarnos con su bondad, como queriéndonos decir que nos quedemos ahí.
Nos llevó Lina –hija también de Socorro y hermana de Margarita- hasta el seguro. Las chicas de la compañía nos trataron tan bien, que terminamos intercambiando facebook. Sacaron a su nombre una aspiradora portátil y nos regalaron un accesorio para la basura.
En eso llamó Diego de la Asafi para llevarnos hasta el taller mecánico. Como la conversación se cortó porque nos quedamos sin batería en el celular, nos fuimos por nuestra cuenta.
Sorprendentemente, en el taller tampoco desencajaron con la calidez de los caleños. Ahí aparecieron José Arturo, que quería constar lo que le había hecho, y también Diego, que quería conocer el Aguará.
No sobraban los agradecimientos. Tampoco los abrazos. Al día de hoy nos siguen llamando los caleños para ver cómo estamos.

6-Pereira. Y el mundo en dos ruedas. El viaje por el corazón del Triángulo Cafetero fue una caricia aromática. Zigzagueamos durante horas grandes montañas verdes cubiertas de inacabables mantos de arbustitos de café. Las plantas cuasi esféricas y los ríos que bordean el camino y surcan las quebradas son el óleo de un cuadro vivencial que invita a la imaginación en torno a la mística del grano mundialmente más conocido.
Se sucedían las curvas incesantes, y con ellas los “¡mirá!” para cada lado, y para arriba y abajo. El Aguará fue balcón de cara a la magnificencia del eje cafetero. Nosotros complacidos.
Llegamos a Dos Quebradas, al lado de Pereira, de tardecita. Nos esperaba efusivo José David, amigo de Carolina, una colombiana que recibimos en casa en Rosario hace unos años (amiga de amiga de amigos, como siempre).
David, o José, o José David, es un personaje de antología, de esos indescriptiblemente especiales, propio de un cuento. Por eso me cuesta tanto intentar escribir sobre él. Entre otras historias exóticas y productivas, en 2009 recorrió con una cicloexcursión toda Sudamérica, promoviendo desde los pedales un punto de vista crítico, un enfoque renovador, ecológico, cultural y artístico. (Por limitaciones propias propongo escucharlo directamente en breve en la entrevista audiovisual que le hicimos antes de partir).
Hace un tiempo ocupó una casa enorme y pintoresca en Dos Quebradas. Es un viejo edificio de madera rectangular, en cuyos grandes salones dormían los esclavos de la hacienda más importante de la zona. Dicen que más tarde perteneció a un narco y al hermano de un ex presidente.
Como una provocación a ciertas tradiciones locales, o una apuesta de resignificación histórica, denominaron al espacio la Casa de Citas. Además, es el centro de Universidad Sin Fronteras (USF), proyecto educativo y cultural en el que devino aquella cicloexcursión por tierras continentales. Por último, están construyendo una maloca para los viajeros que quieran parar a descansar. La propuesta es sumamente interesante desde todo punto de vista, pero sobre por lo plural y democrático del asunto.
Apenas desensillamos nos salieron al cruce más de una docena de almitas buena onda. Cada quien con su saludo, su bienvenida, sus preguntas y sus respuestas acerca del trabajo en la USF.
José nos había organizado trabajar con un grupo de chicos víctimas de una tremenda explosión de un acueducto, que había cobrado casi treinta víctimas fatales a tan sólo doscientos metros, hacía una semana. Intentó incluso que la petrolera que se responsabilizó por la tragedia nos colaborase con un tanque de combustible, pero para concretar la actividad debíamos quedarnos más tiempo por cuestiones burocráticas.
Igual nos ofreció techo y comida durante toda nuestra estadía, al igual que a Lumi y la Toki, que llegaban al día siguiente. José se las jugó por nosotros sin conocernos, porque creyó en nuestro proyecto.
Ya con Lumi y la Toki nos la pasamos adentrándonos en la vida cotidiana del lugar y especialmente de la USF. El sábado por la mañana José nos quiso llevar al vecino pueblo de Santa Rosa, donde probamos sus tradicionales chorizos caseros y el exquisito café del lugar.
Por la tarde las chicas presentaron su obra y nosotros hicimos una actividad cortita y diferente (otra vez el clima nos jugó en contra) para los chicos del barrio. Fue una experiencia distinta, pero linda. A cielo abierto, en una pequeña explanada en la entrada de la Casa de Citas, ante los ojos de los incrédulos vecinos y busetas que pasaban por la puerta.
Los desayunos, almuerzos, meriendas y cenas eran colectivos y servían de pretexto para intercambiar experiencias y saberes. Esa noche salimos en manada a conocer Pereira desde una perspectiva singular: desde las bicicletas. Éramos cerca de diez en fila india recorriendo las encumbradas callecitas de la ciudad, y adentrándonos en varias plazas. La vuelta terminó en el mítico bar El Pavo, un antro esquinero cuyo cielo raso es alcanzable estirando un brazo. Está totalmente recubierto de machiembrado en todas sus paredes y suena el tango, ballenatos viejos y los balcecitos. Dicen que allí se reunía la insurgencia a planear sus actividades, y el bar ganó cierta mística bohemia. Volver pasada la medianoche por la carretera en grupo también fue una experiencia extrañamente rica.
Para el domingo nos tenían previsto llevar (en verdad ir pedaleando) a conocer La Florida, un pueblito de montaña donde también tienen un espacio sociocultural. Pero la salida se retrasó hasta media tarde por un aguacero macondeano.
La cuestión fue que salimos en una manada mayor que la del día anterior. Desde la bicicleta, no sólo que se tiene un punto de vista particular, sino que al salir en grupo se va charlando ocasionalmente con cada uno de los compañeros. Nos separamos, nos adelantamos y sobre todo nos retrasamos cuando la cuesta montañosa no nos dio tregua. Nos habían dicho que sería cerca, pero no consideramos lo subjetivo de sus cálculos. Fue una hora y media (sólo de ida) de pedaleo incesante y siempre cuesta arriba. Un productor audiovisual que hacía un documental sobre la USF seguía la travesía de a ratos.
Siempre bordeando el gran río Otún, se nos apareció La Florida con todos los colores solemnes de la naturaleza. Algún que otro pájaro nos escoltó de a tramos mientras el ruido del río amenizaba el cansancio.
Estuvimos un par de horas en una divertida varieté cultural allí, lugar donde nos contaron hay una impresionante movida cultural pese a su tamaño reducido.
Volvimos bajo la inmensidad oscura de una noche de luna menguante. Avanzábamos en la carretera ondulante con la mera luz frontal de David, que pedaleaba a la vanguardia. Detrás también venía Isabela y Manuel en moto, cuya luz cortaba con extrañas figuras sombrías la negrura absoluta.
Aprovecho la dispersión en mi propio relato para contar que Manuel es un loco de mierda que trabaja en Buenos Aires en IBM y un día arrancó solo por los caminos latinoamericanos. Sin ser ciclista ni deportista, se le ocurrió meterle en bici, para lo que se compró por Mercadolibre una usada, pero nada profesional. De hecho es de hierro y pesa una barbaridad. La cuestión fue que llegó hasta acá, conoció a Isabela y en días se van junto al hijo de su compañera a vivir a Argentina. No se van en bicicleta, se van a dedo los tres.
El otro caso similar es el de Cristina, también argentina. Ella viajaba solitaria por tierra hasta que en Quito decidió comprarse una bici y seguir así. Sorda, dulce y cariñosa como ella sola, tiró el ancla un tiempo en Dos Quebradas pero tiene la intención de llegar hasta Méjico.
Cuando llegamos a la casa, tarde, nos esperaba Chucho con la comida servida. Chucho es un dirigente campesino de unos sesenta y pico, con una claridad de pensamiento que obliga a escucharlo detenidamente. Nosotros aprovechamos para atropellarlo a dudas sobre la tan compleja realidad sociopolítica colombiana.
Como salíamos al día siguiente, también lo entrevistamos a José David. Su testimonio bien podría ser el guión de una película sobre un tipo que no encaja en este mundo y, lejos de quejarse a secas, propone otro encare. Y que además lo hace colectivamente, solidariamente. En algunas cosas nos hizo acordar a Silvana, la abuela de Sofía, sobre todo en su total desapego a lo material, y a su vocación por compartir.
Lo pinta a José David el hecho de que haya armado semejante historieta con esto de la Casa de Citas y la USF, y no le quedó para él siquiera un cuarto donde poder rascarse el pupo en intimidad.
Nos dijo, cuando le preguntamos al respecto, que en la casita de La Florida sí tenía esta intimidad. Conocimos su morada: un cuarto de concreto gris, de dos metros de ancho por tres de largo, donde lo único que salía de las paredes era una hamaca colgando. Ahí va José David cuando quiere estar solo. El tipo no tienen más que eso en términos materiales. Será que no necesita.
A la mañana siguiente fue a unas escuelas agroecológicas de la zona, pero volvió antes para alcanzar a saludarnos. Un tipazo. Y la banda que lo acompaña también. Fue esa otra de las despedidas nostálgicas que nos cobra el andar.

7-Medellín. Las contradicciones que trajo el futuro. No viajamos como periodistas. Nunca tuvimos la intención de un relato sistemático, objetivo y detallado de los lugares que visitamos. Por eso y por varios factores que coincidieron no quisimos quedarnos en Medellín más de dos noches, lo que seguramente será una picardía.
Pero en ese momento no esperábamos una ciudad así de grande, tan cruda, tan de golpe.
En Pereira escuchamos relatos vivenciales de chicos de los barrios humildes de Medellín, que nos contaron acerca de lo difícil de la vida en el lugar, de las bandas, de los narcos, los paracos y la policía. Era una pareja de amigos que se iba “huyendo” de los “falsos positivos” y las razias de “higiene social”.
Será que por nuestros propios intereses volcamos nuestra mirada hacia esos rincones por fuera del circuito turístico, de lo pintoresco y seductor de la ciudad. De los relatos amigables que sobran si se los busca en cada ciudad.
En Medellín nos esperaba una gente maravillosa, los amigos de amigos de amigos de siempre. Luciana vive en un departamento, con dos amigas más, al que llaman “la Grin Haus”. Presentan desde ese rincón una serie de actividades y productos ecológicos e intentan “autofinanciar” los gastos de la casa de allí.
Sin conocernos nos llevó hasta su casa, en el bohemio barrio Carlos C. La Toki durmió en el departamento, y el resto en el Aguará estacionado en la puerta. En la esquina hay una placita donde se permite fumar y tomar, hay artesanos, música y buena onda. Pese a estar en el corazón del barrio, rodeados de casa familiares, nunca hay bardo ni nada por el estilo.
En Colombia es legal el consumo de marihuana para uso particular, pero además, al ser muy masivo está relativamente aceptado socialmente también. Como siempre la historia se escribe por los contrastes, en la mayoría de los casos duros y tensos. Y acá el problema lo representan las drogas “baratas”, dañinas, violentas. El “perico”, el “basuko”, el cemento de contacto, que desde las zanjas, las costaneras de acequias, las plazas oscuras y debajo de los puentes convierte en zombis a nenitos, jóvenes y viejitos.
Al día siguiente de llegar salimos a caminar la ciudad. Lo primero que nos golpeó fue el ejército de sonámbulos pálidos y harapientos que deambulaba sin destino y a paso torpe y lento por al lado de un arroyo. Los vimos desde el puente y no pudimos hacernos los boludos. Seguimos viéndolos y nos estremeció el abandono deliberado, el suicidio colectivo.
Conocimos las simpatiquísimas y famosas Gordas de Botero, el Palacio de Arte, el Jardín Botánico, algunos parques temáticos y nos metimos en un par de librerías. Después se nos ocurrió conocer la ciudad desde el metro, al que subimos sin rumbo. Después encaramos hacia el metro canal, un medio de transporte ultra moderno que recorre colgado desde el aire gran parte de las comunas que rodean a Medellín. Hay tres tramos en la ciudad, y son parte de las megas obras de infraestructura colosales del municipio que –todos cuentan- están apoyadas en el blanqueo de plata de la droga, manejada íntegramente desde hace unos años por grupos paramilitares.
Históricamente Medellín fue el enclave de la administración, distribución y comercialización de la droga. El centro neurálgico del negocio monumental. El bastión de los más grandes narcos, motores de la economía de la ciudad y el país. El caso testigo lo de Pablo Escobar, quien desde sus famosas fincas en los alrededores, costeó y regaló a Medellín un barrio entero, entre otras cosas, generando un cariño popular romántico y macabro. Escobar fue el personaje simpático, caudillesco y bonachón, que ayudaba a la población con inversiones para el hospital, con la plata que recaudaba de la venta de droga que arruinaba la vida de los jóvenes.
Eso es Medellín. El contraste.
Desde el metro cable vimos esa parte de la ciudad arruinada, olvidada a las buenas de dios. Por consejos de todos, no vagamos por las comunas bravas.
Aclaramos: un ciudadano de Medellín podrá cuestionar con total razón esta mirada un tanto sombría de su ciudad, en la que dejamos sin nombrar las miles de cosas bellas que seguramente tiene también, como parte del circuito turístico y aún en las propias comunas periféricas.
Pero como dijimos al principio: somos totalmente subjetivos y no pretendemos dejar de serlo. Por situaciones particulares o por pura casualidad tuvimos esa impresión de la ciudad, con la colaboración también de varios testimonios previos de ciudadanos que la pasaron difícil. Por otra parte veníamos sugestionados por la idea de llegar al Caribe, o de conocer esos pueblitos chicos en los que la calidez de los paisanos se llega a percibir con los cinco sentidos.
De todos modos, en la Grin Hause estuvimos la pasamos lindo de la mano de un grupo de vagos muy piola y activos. Nuestra intención de vender y presentar el espectáculo teatral se vio suspendida las dos noches por lluvia, al igual que la idea de conocer el parque Arbi, del que teníamos excelentes referencias.

8- La sabana. El cariño inmensurable de los paisanos. Salimos de Medellín de mañana, sabiendo que teníamos un largo viaje hasta Cartagena. Atravesamos con sacrificio un primer tramo cuesta arriba, para adentrarnos después en territorio de la sabana. A nuestra derecha siempre el caudaloso y enérgico río Cauca, mientras que a la izquierda aparecían aleatoriamente pequeñas lomadas, lagunas poco profundas, humedales y algún cerro chico descolgado en el fondo. La superficie se asemeja al de las cuchillas uruguayas o entrerrianas. El Aguará se caía casi por completo en cada subida y ganaba velocidad en las bajas. Así venimos desde que salimos. Aprender a manejar así, y sobre todo a hacerlo sin volverme loco –y hasta pasándola bien- fue todo un logro personal, aunque el proceso terapéutico sigue con cada kilómetro.
Estaba en los planes parar a dormir, pero no en dónde. Las opciones eran tres: o acampar a la orilla del río antes que oscurezca, para aprovechar y curtir río un rato; parar cuando se hiciese de noche en alguna estación de servicio para seguir temprano al día siguiente; o meternos en cualquier hacienda seductora y pedir permiso para dormir ahí.
Como el río se abrió en Caucasia y todavía faltaba mucho camino, decidimos la última alternativa; y menos mal que fue así.
Nos metimos en una huella tras una tranquera abierta. Había un ranchito humilde del que salieron varios sorprendidos de distintas generaciones. Elisa, madre de todos los gurises que andaban por ahí, nos recibió con una sonrisa única. También Miguel, su marido, nos insistió para que nos quedemos con ellos.
Él es el encargado de la hacienda, donde viven con sus muchos hijos. No están casados, dicen que están “en unión libre”.
A ellos les causamos una sorpresa indisimulable. Nuestra sensación era de agradecimiento y cariño. Ellos no comprendían nuestra forma de vida, y nosotros valorábamos las suyas.
Uno de los hijos mayores estaba acampando en junto a un río con sus amigos. Pescaban para vender después en el pueblo de Cáceres. A pedido del papá, dos hermanitos menores salieron en bici atolondrados para traernos de ahí un pescado (que pagamos antes de irnos tras una larga discusión sobre el tema).
Nos ametrallaban a preguntas intentado no incomodarnos, al contrario. Yo no me quedé atrás y  no me quedé atrás con las consultas. En seguida éramos viejos conocidos, y se encargaron de hacernos sentir parte de la familia. Hasta nos ofrecieron dormir en la casa.
Esa noche hice el pescado a la parrilla con arroz, mientras las chicas armaron el telescopio y la bandada de chicos se volvió loca. El cielo hizo lo propio y nos regaló una oscuridad inmensa y profunda, para que Venus, Júpiter y las estrellas contrasten relucientes, como sabiendo la impresión que generan en quien por primera vez arrima un ojo a la lente,
Largo rato nos quedamos mirando, y hasta vinieron algunos de los pescadores que estaban ranchando a la orilla del río.
A la mañana siguiente nos esperaban para ordeñar las vacas. Fuimos a conocer el tambo y nos prepararon caballos para salir a conocer la hacienda. Reconozco que no me quería ir. Negociamos con las chicas una vuelta corta, para poder seguir camino.
Salí con Miguel, que me contó todo acerca de su trabajo en la hacienda. Me hice un tiempito para cabalgar lindo. Después le pasé el caballo a Lumi y a la Toki.
El hijo mayor de Elisa nos enseñó a limpiar oro con una gran bandeja de una sola pieza de madera labrada. Les regalamos las camisetas de Bielsa que nos quedaban y otras cositas. Ellos hasta nos arrimaron a la chancha Linda para que nos tomemos fotos, y a una pareja de patos típicos del lugar. Obviamente, antes de salir sacamos la tradicional foto grupal.
Voy a intentar no caer en panfletería barata y fácil, pero realmente quedamos encantados con esa gente, el lugar y el trato que nos dieron, siendo desconocidos y cuasi extraterrestres que caímos de noche y sin aviso.
Probablemente no volvamos a vernos, pero valga este pequeño agradecimiento sincero y sentido para ellos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario