sábado, 10 de marzo de 2012

BITÁCORA XVII: “Un Caribe de amigos”


1-    Cartagena. Con sudor y lágrimas llegamos al Caribe, que aguardaba a la vuelta de la esquina.
2-    Barú. Cuatro días en el paraíso.
3-    Parque Nacional Tayrona y Sierra Nevada. El sincretismo de la naturaleza espléndida.
4-    Taganga. El reviente turístico instalado en un tranquilo pueblo de pescadores.



1-Cartagena. Por fin el Caribe.Atravesamos la sabana dorada colombiana y bajamos al plano. Queríamos llegar a Cartagena con la luz del día, y sobre todo detenernos un minuto en la última curva alta, para contemplar la ciudad amurallada bajo la luz rojiza del atardecer.
Pero como siempre nos demoramos y caímos de noche. Íbamos camino a lo de Sushell (otra amiga de amiga de amigos) con nuestro mejor GPS: preguntando a la gente. Lo que no sabíamos era que Sushell nos dio la dirección del café donde trabaja, en el corazón turístico de la ciudad. Y así entramos como pudimos por los angostos callejones históricos.
Antes de llegar alcanzamos a ver desde lejos una parte iluminada de la famosa muralla, que me retrotrajo a cuando vinimos a esta ciudad con mi vieja y mi hermano en 1992. Ese viaje y sus imágenes difusas se me aparecen en cada esquina, redescubriendo una ciudad prácticamente desconocida y muy anhelada.
Desde que llegamos a la tierra del maestro García Márquez todo parecía una bendición. Sushell nos llevó donde unos chicos de un centro cultural, a cuarenta metros de su café, en un callejón sumamente pintoresco del que colgaban guirnaldas de colores de vereda a vereda. Resultó que al ladito del centro cultural hay un edificio antiguo que está levemente retraído de la línea de edificación del resto de las casitas. Ayudados por los encargados del hostel de enfrente metimos el Aguará ahí, en la puerta de un viejo teatro abandonado –dicen- que construyó un narco para lavar plata.
El callejón Espíritu Santo es una reliquia de urbanización y cultura. Su recorrido anda inclinado como musiquero chamamecero, y los frentes coloniales pintados de colores fuertes se apretujan entre sí para ganar centímetros de vereda. De algunos cuelga un farol de hierro, y casi todos tienen aberturas de madera, de las que destacan las ventanas que sobresalen protegidas por bellísimos balastros de cedro torneado.
Pero la arquitectura sin toma forma cuando se la habita, y en Espíritu Santo saben de mirarse los unos a los otros: el clima tropical invita a sentarse en mecedoras en la vereda, y así se puebla de vida el callejón. Con perros, gatos y chiquitos las tardecitas ventosas se convierten en paseos y encuentros chismosos, alegres y gritones.
Estábamos en un lugar seguros, rodeados de buena gente y en el mejor lugar de la ciudad. En la esquina teníamos la Calle de la Media Luna, donde los grupos de turistas (mayoritariamente argentinos) poblaban bares y barcitos.
Detrás nuestro estaba estacionado desde hacía un mes un viejo Falcón de Samuel y su compañera, dos marplatenses que intentan cruzar hacia Panamá también.
También estaba a combi VW de la cooperativa Banana, que venía bajando, y con quienes entablamos onda en minutos.
Cartagena es paso obligado para los viajeros que unen Sudamérica con Centroamérica, por lo que abundan las historias, anécdotas, consejos y contactos de distintos lugares. Sobra la buena onda y el arte en todas sus expresiones y los mates compartidos.
La Toki alquiló una habitación en el hostel de enfrente, donde pegamos tanta onda que por dos mangos nos lavaron la ropa sucia acumulada, nos permitieron usar la cocina y las duchas, y nos proveen agua para el tanque.
Esa misma noche salimos por la zona a comer algo. Nos llamó la atención la cantidad de pibes argentinos paseando en grupos. A diferencia de otros viajeros, no sabemos por qué no veníamos encontrándonos con muchos paisanos, y en Cartagena sentimos “che” y “boluldo” en cada esquina.
Aunque cansados, bajamos las bicicletas plegables que con tanto esmero guardamos en Pereira. Nos dieron permiso para dejarlas en el hostel. No podíamos pedir más nada.
Pasamos unas noches allí. De día vendíamos en la playa y yo dibujaba. Después enfilamos para la “isla” de Barú. Teníamos el dato de que la isla no era tal, o por lo menos no del todo. Y que por detrás de la estafa de la excursión en barco se podía llegar en auto. Así que encaramos con el Aguará que se aguantó un camino impiadoso de primera.
Cuentan que antiguamente el territorio de Barú pertenecía al continente (lo que se comprueba a simple vista con un  mapa), pero por alguna razón, o sin ella, los españoles obligaron a los nativos a cavar la zanja que hoy lo separa. Dicen que así diezmaron a la población originaria.
Playa Blanca, en Barú, es un lujo para la vista. Una gran costa en forma de herradura que enfrenta a aguas turquesas. Detrás se suceden los barcitos y carpitas rudimentarias en los que los pobladores locales se desviven por una moneda. Lo mismo con los vendedores ambulantes, que sin descanso se suceden ofreciendo desde cocadas (coco amalgamado con azúcar de caña), collares, helados, cervezas, masajes, sombreros, lentes de sol, golosinas y cigarrillos, pareos, hamacas, vinchas, llaveros, ensaladas de fruta, perros calientes, mangos cortados, y una variedad infinita de chucherías y exoticidades artesanales.  
Pasamos ahí cuatro días y tres noches. La pasamos espectacular. Lo mejor del lugar es que a las cuatro de la tarde en punto se va la marea de turistas que vino en barco. Y ahí la playa queda casi desierta. Sobre un sector de la arena hay algunos campings de humilde infraestructura, pero en un entorno  cinematográfico. Por las noches quedan los mochileros y cubiertos por el manto negro de un firmamento celeste deslumbrante.
El Aguará lo dejábamos de onda en el parqueadero más cercano, a unos cien metro del agua. Ahí ranchamos lindo, haciendo del estacionamiento un camping exclusivo.
Pegamos onda con muchos de los vendedores que a diario se las rebuscan para surcar los kilómetros que separan al pueblito de Santa Ana de Playa Blanca. Ellos sí que la pasan fulero y venden poco.
No va a ser fácil olvidarnos de Natashita, la hija mayor – de años- de la señora que nos permitía usar una carpa también de onda. Una negrita de pela rizado e inflado con los dos labios como morcillitas. Se metía al mar con nosotros y nos hablaba sin parar de las cotidianeidades de su familia vendedora de pescado.
Las chicas vendían artesanías con un éxito singular, proporcional a sus trabajos. Yo dibujaba.
Algo gracioso: una tarde moldeamos una gran sirena de arena en la playa. Estaba tan linda que todos le sacaban fotos y hasta nos dejaron plata. Hasta en la noche supimos que fue sensación, y que todos los turistas pasaron a fotografiarla.
Pesados por la carga de la autoestima, volvimos al día siguiente envalentonados y armamos un gordo enorme, en bolas y tomando cerveza. La reacción fue inmediata, y hasta los vendedores se cagaba de la risa.
Esa noche volvimos a la playa con el telescopio para armar una charlita. Caminábamos en la oscuridad absoluta buscando al gordo, y sólo lo  encontramos cuando vimos los flashes. Fue la sensación de la playa el gordo amorfo y su actitud homeriana.
La charla y observación del cielo a través del telescopio también estuvo muy buena. Los destinatarios fueron los hospedados en los campings, de los que de varios ya éramos amigos.  Así que se dio una charla extensa y amena. Vimos Venus, Júpiter con cuatro lunas y la Luna, y como si fuera poco varios objetos de espacio profundo. L a Sofi desde atrás vendía postales, pins, calcomanías y bolígrafos del proyecto, Lumi y Toki ayudaban con la charla. El del camping donde nos instalamos nos traía cerveza gratis entusiasmado por la gente que se acercaba.
Sin presumir (porque de hecho lo mejor de la actividad fueron las condiciones naturales que nos regalaron una multitud de astros nítidos), de ahí en adelante, en varias playas de la zona nos reconocían algunos presentes esa noche, y muchos a los que les comentaron.
El domingo a las 7.30, nos despertó una chiva enorme y derruida de las que desbordaban cartaginenses en familia cargados de bolsos y de cajones de cerveza. Después llegó otro, y otro, y otro, y el parqueadero se pobló de una marea de descontrolados negros sedientos de playa y alcohol y música.
Reconocemos que el quilombo libertino y popular nos encanta. El de música a todo volumen, gordos inamovibles de su reposera, madres en la orilla con los hijos colgados por todos los miembros, viejitos apostando su honor al dominó y pendejas adoradoras de Shakira -coquetas entre la arena y el viento-, celular en mano, carpeteando guachos con disimulado disimulo.
Ese clima de alegría contenida que rebalsa los domingos de una manera incomparable en los barrios más postergados, en donde el relajo se potencia cuando se lo comparte, en una sociabilización de gritos y música que se disputan atención, esa fiesta postergada de los domingos populares no tiene figura en las guías turísticas de ninguna ciudad, pero la marca, le da su identidad.
El lugar parecía otro. Playa Blanca fue La Perla por varias horas, y la basura que dejaron los vecinos opacó un poco el brillo mágico de este paraíso. Después volvió la calma otra vez.

2- Parque Nacional Tayrona y Sierra Nevada. El sincretismo de la naturaleza espléndida. Muchos coinciden es que este es el mejor lugar del Caribe, algunos arriesgan “hasta del país”. Tras dormir en Taganga e intentar bajar un poco el abultado precio de las entradas al Parque, por fin nos adentrábamos selva adentro hacia el famoso Tayrona. La insistente solicitud nos zafó totalmente del costo del ingreso del Aguará y del estacionamiento diario, lo que no es poco.
Dejamos el auto y caminamos un par de horas cargados de bolsos. El parque tiene una riqueza tal que en sus más de 30 mil hectáreas cuenta con nevados de más de tres mil metros de altura, cuatro tipos de selva bien diferenciados, humedales y pantanales, y más de una docena de playas de sueños tras kilómetros de delicadas barreras coralinas. Algunas de estas playas están consideradas entre las más lindas del mundo.
Con sus casi seis mil metros de altura sobre el nivel del mar, tiene los picos nevados más cercanos al mar del planeta. Por eso es poseedor de una particular geografía, fauna y flora.
Sierra Nevada es el epicentro del misticismo del mundo indígena de la zona. Siendo un lugar sagrado (semejante a la huaca de los pueblos andinos), toda la cosmovisión de los pueblos originarios que la habitaron la tuvieron de centro neurálgico.
Para los pueblos Kogi, Sánha, Kankuama e Ika (este último, el grupo mayoritario, conocido también como Arhuacos), todavía representa el origen, e incluso en la actualidad realizan sus ceremonias en algunas playas del parque, en las que sintetizan el agradecimiento por lo recibido de la naturaleza, y piden por el equilibrio y la paz. Así de simple y así de rotundo.
Después, al tiempo, supimos mucho más acerca de estas culturas milenarias. A veces pasa, que de haberlo sabido cuando estuvimos ahí seguramente lo hubiésemos disfrutado de otra manera.
Los cuatro pueblos que viven en la zona de Sierra Nevada tienen una cosmovisión interesantísima y profunda. Por razones falta de conocimiento y por respeto, ni siquiera voy a intentar acercarme a una comprensión. Tampoco es el espacio propicio para hacerlo.
Solamente comento que nos resultó interesante la concepción que tienen de que ellos, los pueblos originarios que habitan la zona, son cuatro hermanos, cada uno viviendo en una porción determinada y con responsabilidades específicas, vitales y complementarias. Cada uno tiene su propia lengua, pero todas pertenecen a la familia lingüística Chibcha, de una tradición riquísima por estas tierras.
Su convivencia es totalmente pacífica y armónica, juntándose en muchas ocasiones para ceremonias colectivas. Sierra Nevada representa siempre la unión, lo que comparten, la casa sagrada. Dicen que es el Corazón del Mundo.
Por otra parte, al hombre blanco, al extranjero, al español colonizador, le llaman hasta el día de hoy el hermanito menor. Tiene que ver con una antigua leyenda del pueblo, pero resulta curioso el trata que roza lo cariñoso con su propio verdugo. Actualmente, los originarios tienen una relación con el hombre blanco muy particular: como a un hermano menor, se lo intenta educar. Mientras el blanco destruye sus lugares sagrados, los cuatro Hermanos Mayores le aconsejan no hacerlo.
Como la humanidad nace de la Sierra Nevada, el corazón del mundo, estos cuatro pueblos son los Hermanos Mayores, los que velan por el cuidado del mundo: “tienen la misión especial de cuidar el mundo creado, velar para que los ciclos cósmicos sean regulares, para que las plagas de las cosechas o las enfermedades de los hombres no destruyan la vida. La Madre Universal les dejó el conocimiento y los poderes, les dio los templos y los instrumentos para cumplir con su misión (Preuss, 1977)”.
Además, la Sierra es para ellos una representación del cuerpo, donde los picos nevados son la cabeza, por eso los hermanos mayores son el pensamiento que cuida la naturaleza y sostiene el equilibrio del corazón del planeta; el agua y las lagunas de los picos son el corazón, los ríos representan las venas, los árboles el cabello y la tierra los músculos.
Por eso nosotros somos los hermanos menores, pues ellos se encargan de cuidar todo el cuerpo geográfico de la Sierra, en cuyo lugar sagrado se sostiene la vida.
La zona sagrada –que supera ampliamente la Sierra Nevada- está delimitada y protegida por un cordón imaginario surcado por la Línea Negra: marcada por huacas o lugares sagrados (desde una roca, hasta una cascada o un árbol de palma) a los que los viejitos de los cuatro pueblos visitan periódicamente para hacer sus pagamentos. Piden por el equilibrio de la naturaleza. (¿Qué más?)
Como en otros casos similares, tras la conquista fue un refugio de la cultura local, por su inaccesibilidad; lo que relativamente todavía caracteriza a Sierra Nevada (en las poblaciones de las regiones más altas casi no se habla el español; las de abajo, en cambio, están atravesadas por un marcado proceso de asimilación determinado por el comercio).
(Para más información: www.banrepcultural.org/blaavirtual/antropologia/amerindi/sierneva.htm y http://prensarural.org/spip/spip.php?article4114).
Mucho más adelante, hasta hace una o dos décadas, la “guerra” diezmó considerablemente a estas poblaciones. Cuentan que los paramilitares se ensañaron con ellos por su posición estratégica.
El tema fue que apenas llegamos a camping, nos dimos cuenta de que habíamos olvidado la plata. Decidimos juntar lo que teníamos los cuatro, y llegamos a la despreciable suma de 110 mil pesos colombianos, lo que en ese lugar de precios europeos eran irrisorios. Como no teníamos ni carpa, después de pelear el precio conseguimos una carpa para cuatro a noventa mil la noche. Era la tardecita y teníamos para pagar esa noche.
Pese a que las hamacas eran un poco más baratas, decidimos quedarnos y poner huevos. Para colmo en todo el Parque está prohibida la venta ambulante de artesanías.
Le hice un retrato a un parrillero que quedó bastante bueno, y nos retribuyó con unos platazos de comida colosales. El plato más económico en el camping salía 26 pesos, así que un negoción. Pero lo mejor fue que el loco se encargó de publicitar los dibujos, y nos la pasamos los cuatro, durante cuatro días, intercambiando comida y bebida por retratos. Hasta me tocó hace un desnudo!
La Sofi y Lumi y la Toki también vendieron con carpa un montón de artesanías en las playas.
Así que salimos requeté satisfechos por el laburo, que nos permitió quedarnos más de lo previsto sin plata en un lugar hermoso pero carísimo.

4-Taganga. El reviente turístico instalado en un tranquilo pueblo de pescadores. Después volvimos a Taganga una noche. Estoy escribiendo con más de un mes de retraso, y pasó mucho bajo el puente, además volvimos tres o cuatro veces más a Taganga; por todo eso se me hace difícil escribir en forma de crónica.
Pero vamos a contar que es una bahía pequeña y hermosa pegada pero aislada de la ciudad de Santa Marta.
Al caminarla no es difícil percibir la calidez que tuvo en algún tiempo, cuando no era más que un tranquilísimo pueblo sumamente pintoresco y acogedor. Con una bahía en forma de herradura, por donde se pone el sol limpio sobre las aguas en un último acto de contemplación artística que reúne a los pobladores sobre la arena.
De madrugada los pescadores desamarran los barquitos coloridos de madera que descansan mansos a poca profundidad. De tarde algunos les ayuda a traer los chinchorros pesados, y se gana un pescadito para fritar.
Esta Taganga fue atropellada por la fiebre del turismo en los últimos años. Muchos extranjeros incluso se vinieron a vivir y montaron grandes emprendimientos comerciales. El pueblito fue devorado por italianos buscadores de negras jovencitas, mochileros argentinos de reviente e israelíes que hasta manejan prostitución y droga. Así dan cuenta los pobladores y hasta algunos medios periodísticos.
Los locales también venden falopa a voz pelada, y las pendejas bronceadas de Olivo tienen su bautismo blanco con la tristemente célebre cocaína colombiana. Eso es Taganga hoy día, o por lo menos así lo percibimos nosotros, y varios muchos más. Y esto no intenta ser un juico de valor ni mucho menos ético; es en todo caso una denuncia humilde, o un aviso para futuros turistas desprevenidos.
Por la noche no pudimos evitar sacar el telescopio y trabajamos muy bien. El pescado en los barcitos de la costanera es imperdible, aunque duelen los bolsillos. Igual, nada opaca los atardeceres en la playa ni la vista panorámica desde la altura del morro.
Más adelante, cuando nos tuvieron de reunión en reunión en la vecina Santa Marta, nos íbamos a dormir allí, varias veces acompañados.





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