Hoy es casi marzo de 2013, son las siete de la mañana en el corazón de la Gran Tenochtitlán. Todavía en la cama decido volver a escribir algo después de casi medio año.
Pero cometo el error de revisar las bitácoras anteriores y siempre encuentro cositas sueltas no publicadas. Tomo coraje y las leo, y veo que nos están publicadas porque no están terminadas.
Ahora, como en otras ocasiones, se presentan una dualidad incómoda: intentar sumergirme en un pasado lejano y espeso de emociones para darles un cierre "lógico" o publicarlas así incoherentes.
La segunda opción implica menos trabajo así que ahí van.
Ahora voy a
(intentar) redactar una crónica flaca de lo que pasó en los últimos meses, que
la Negrita transformó en los más lindos de todos.
A la
dificultad de siempre que implica una crónica retrasada se le suma a esta una
complejidad peculiar: nacimos una hija y nos nacimos papás.
Y hay algo
más. México carga con una historia tan fuerte y tan viva, tan apasionantemente
mística, a la vez que dolorosa y festiva. Algo cargan estas tierras de especial
imposible de describir. Y ese algo, sumado a una gordita que lleva en los ojos
el color de todos los atardeceres del mundo y que nos roba cada segundo y cada
sonrisa, agarró el lápiz y le dijo en mal tono que sus letras (siempre amorfas
y siempre a destiempo) podían esperar. Cuando el herido lápiz preguntó hasta
cuándo sólo escuchó al silencio.
Parece que
ahora es cuando -tímido y acojonado- se presenta humildemente a dar su parte de
situación. Claro, más amorfo y a destiempo que nunca.
Haciendo
fuerza rapto del baúl de lo vivido algunas imágenes. Flashes de otro tiempo ni
tan lejano.
Para empezar a
escribir me pregunto qué fue lo que pasó después de la rueda separatista. Así
aparecen sonrisas indescriptiblemente ingenuas y genuinas de sobrinitos a los
que nunca alcanzo a abrazar como quisiera.
Mi hermano
(tan cercano y lejano), mis viejos (los de siempre siempre), mi cuñado y varios
amigos de la infancia completan un cuadro hermoso y caribeño. También estaba el
combo Sofi-Negra. No podía ser mejor.
Con una
familia viajera y distante cada momento es extrañamente lindo, y casi siempre
corto. Sobre todo por dos sobrinos a los que acompañamos poco y que ellos, por
su parte, tienen la nobleza para no recordártelo, al contrario: con ellos cada
mirada y cada palabra es la primera, y ellos se renacen cada vez que miran y
hablan.
Ahora me doy
cuenta que estoy aburriendo más siempre con ñoñadas de un tío ausente.
Pero de esos
días obligadamente tengo que traer la rareza de la composición del grupo, el
tiempo y el lugar. Hace años que viven en la península de Yucatán varios de mis
amigos más íntimos de la infancia. Están sueltos y eso no es poco. Hacen sus
cosas como casi todos y van tratando de ser felices como casi todos también.
Pero juntarnos después de tantos años, en este México de hace tantos años, con
hijos y parejas nuevas fue surrealista. Y hermoso.
Marquitos con
Bárbara, el gordo Yeye y Jime, el Chelo y su exótica Brandy y el loco Jony se
acercaron con no pocas cervezas y buena carne para la parrilla. No quiero sacar
chapa, pero de alguna manera creo tengo algo de responsabilidad en que estén
viviendo ahí.
También se
acercó la negra Matu con su hijita. Igual de enérgica que siempre pero más
mística. Ah, y mi cuñado (que entendía mucho menos que nosotros) que se vino
unos días!
Disfrutaba
pero a veces no caía. Paraba la pelota sin entender nada. Como un sueño ilógico
y placentero.
Los días
pasaban nadando entre cenotes cristalinos, descubriendo tesoros piratas y
brindando por los días que se fueron y por los que vendrán. Todo el tiempo caía
gente añorada cargada de valijas de nostalgias y recuerdos, y nuevos caminos.
Mis viejos
siempre dispuestos llenaban changuitos del supermercado y descorchaban sin parar.
Entre medio alzaban nietos y tomaban sol.
Como frutilla
del postre, cuando ellos pegaron la vuelta, nos fuimos con la Sofí, la familia
de mi hermano, el Jony, el gordo Yeye y la Jime de campamento a la laguna de
Baccalar, también conocido como el Lago de los Siete Colores.
Los adioses tuvieron menos solemnidades que
risas. Y dejamos el Caribe embarazadísimos, bronceados y -sobre todo-
recargados de familia y amigos.
Volvimos a San
Cristóbal de Las Casas (de acá en más Sancris, por motivos de economía). Los kilómetros
pasaban lentos, calurosos y emotivos.
Estuvimos más
de una semana viviendo los cuatro (con mi cuñado) en el Aguará en la puerta de
la casa de Josefa y Rubén. Nos la pasábamos buscando casa para alquilar. De ahí
nos mudamos durante quince días a una cabañita humilde y chiquita de madera.
Era linda, acogedora y céntrica. Era la primera vez que alquilábamos algo para
vivir fuera del Aguará. Religiosamente venía mi cuñado Matías a cocinar sus
empanadas fritas en la vieja olla de fundición. Como no tenía paredes y
dormíamos en un colchón sobre el piso, era como despertarse entre medio de una
nube espesa de aceite frito.
De ahí nos
mudamos a una casita hermosa en el mismo predio, ya más grande. Extrañando un
poco la mañanera nube espesa de aceite frito nos quedamos sin la presencia de
Matías y, lo que es mucho peor de sus empanadas. Pero él se fue a la vueltita y
nos encontrábamos seguido.
Sobre todo
para a Sofi, su tropilla de nuevos kilos y la criatura parasitaria que desde
adentro le comía sus energías, esa casita tenía la comodidad de un hotel. Por
mi parte me acostumbré rápido a sus postres caseros, tartas y budines. Las
frutas y las verduras empezaron a poblar la casita de calle Tapachula y como
nunca curtimos Internet, dibujamos, escribimos, charlamos y nos pusimos al día
con viejas deudas.
Sancris nos
recibía con aromas coloniales, con su dolorosa historia y su turismo
revolucionario. En la pintoresca Babilonia chiapaneca se cruzan tzeltales que
venden celulares de lujo y europeos pata sucia con la ropa rasgada. En el medio
hay mercados tradicionales, “coletos” realistas, radicales chamulas, zapatistas
de a de veras, lluvia, vendedores de ámbar, medias mojadas, temazcaleros,
chiquitos vendedores de pulseras, zapatos mojados, iglesias antiguas, lluvia, marimbas,
choles, fresas (chetos), rastas, perros, perros mojados, lluvia, inmigrantes,
gringos que son más mexicanos que Pedro Infante y más zapatistas que Marcos,
bares, selva, actores, centros culturales, barrios periféricos, lluvia, combis,
veredas angostas, sombreros mojados, ventanas chuecas, postres de Sofi,
pantalones mojados, tamales, elotes, esquites, huipiles y un tanto de dignidad
frente al agua y frente a las injusticias del des-gobierno.
También por
esos días preparábamos todo en el Hogar Comunitario YACH'IL ANTZETIC (www.yachilantzetic.com) donde daríamos a luz; al mismo tiempo que en la
comunidad de Acteal, donde en breve filmaríamos un documental sobre Proyecto Miradas con un equipo de
profesionales-amigos que llegaría desde Argentina.
Ambas cosas,
sobre todo la primera, nos generaba una sensación extraña y especial difícil de
adjetivar.
El Hogar Comunitario
nos fascinó desde el primer día. Sobre el parto, realmente no nos importaba el
país al que fuéramos a tenerlo (Nunca creímos en las fronteras y reconocemos la
falsedad de los papeles que atestiguan nacionalidades). Pero siempre tuvimos en
claro que sería en un pueblo chico, no turístico, donde compartíamos el momento
con la gente del lugar.
Incluso,
cuando alguna vez una viajera (Ana, de
Cooperativa Banana) sugirió dar a luz en Sancris no pareció buena idea:
no era esta una ciudad que cumplía con nuestras ideas previas ni mucho menos.
De hecho es una ciudad de la que tenía un recuerdo bastante “careta”,
hipócrita.
Como si fuera
poco, llegamos viajando en grúa más de cuatro horas y un viernes a la noche.
Cuando salimos a dar una vuelta Sancris parecía Nueva York. A la Sofi tampoco
le seducía la idea de parir acá.
Pero en honor
a la verdad, al tiempo nos fue cerrando la boca esta ciudad con tanta mística
como verduras frescas y aires cercanos de rebeldía.
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