lunes, 25 de febrero de 2013

Bitácora XXIV: "Letras viejas sin sentido"

Hoy es casi marzo de 2013, son las siete de la mañana en el corazón de la Gran Tenochtitlán. Todavía en la cama decido volver a escribir algo después de casi medio año. 
Pero cometo el error de revisar las bitácoras anteriores y siempre encuentro cositas sueltas no publicadas. Tomo coraje y las leo, y veo que nos están publicadas porque no están terminadas.
Ahora, como en otras ocasiones, se presentan una dualidad incómoda: intentar sumergirme en un pasado lejano y espeso de emociones para darles un cierre "lógico" o publicarlas así incoherentes. 
La segunda opción implica menos trabajo así que ahí van.


Ahora voy a (intentar) redactar una crónica flaca de lo que pasó en los últimos meses, que la Negrita transformó en los más lindos de todos.
A la dificultad de siempre que implica una crónica retrasada se le suma a esta una complejidad peculiar: nacimos una hija y nos nacimos papás.
Y hay algo más. México carga con una historia tan fuerte y tan viva, tan apasionantemente mística, a la vez que dolorosa y festiva. Algo cargan estas tierras de especial imposible de describir. Y ese algo, sumado a una gordita que lleva en los ojos el color de todos los atardeceres del mundo y que nos roba cada segundo y cada sonrisa, agarró el lápiz y le dijo en mal tono que sus letras (siempre amorfas y siempre a destiempo) podían esperar. Cuando el herido lápiz preguntó hasta cuándo sólo escuchó al silencio.
Parece que ahora es cuando -tímido y acojonado- se presenta humildemente a dar su parte de situación. Claro, más amorfo y a destiempo que nunca.

Haciendo fuerza rapto del baúl de lo vivido algunas imágenes. Flashes de otro tiempo ni tan lejano.
Para empezar a escribir me pregunto qué fue lo que pasó después de la rueda separatista. Así aparecen sonrisas indescriptiblemente ingenuas y genuinas de sobrinitos a los que nunca alcanzo a abrazar como quisiera.
Mi hermano (tan cercano y lejano), mis viejos (los de siempre siempre), mi cuñado y varios amigos de la infancia completan un cuadro hermoso y caribeño. También estaba el combo Sofi-Negra. No podía ser mejor.
Con una familia viajera y distante cada momento es extrañamente lindo, y casi siempre corto. Sobre todo por dos sobrinos a los que acompañamos poco y que ellos, por su parte, tienen la nobleza para no recordártelo, al contrario: con ellos cada mirada y cada palabra es la primera, y ellos se renacen cada vez que miran y hablan.
Ahora me doy cuenta que estoy aburriendo más siempre con ñoñadas de un tío ausente.
Pero de esos días obligadamente tengo que traer la rareza de la composición del grupo, el tiempo y el lugar. Hace años que viven en la península de Yucatán varios de mis amigos más íntimos de la infancia. Están sueltos y eso no es poco. Hacen sus cosas como casi todos y van tratando de ser felices como casi todos también. Pero juntarnos después de tantos años, en este México de hace tantos años, con hijos y parejas nuevas fue surrealista. Y hermoso.
Marquitos con Bárbara, el gordo Yeye y Jime, el Chelo y su exótica Brandy y el loco Jony se acercaron con no pocas cervezas y buena carne para la parrilla. No quiero sacar chapa, pero de alguna manera creo tengo algo de responsabilidad en que estén viviendo ahí.
También se acercó la negra Matu con su hijita. Igual de enérgica que siempre pero más mística. Ah, y mi cuñado (que entendía mucho menos que nosotros) que se vino unos días!
Disfrutaba pero a veces no caía. Paraba la pelota sin entender nada. Como un sueño ilógico y placentero.
Los días pasaban nadando entre cenotes cristalinos, descubriendo tesoros piratas y brindando por los días que se fueron y por los que vendrán. Todo el tiempo caía gente añorada cargada de valijas de nostalgias y recuerdos, y nuevos caminos.
Mis viejos siempre dispuestos llenaban changuitos del supermercado y descorchaban sin parar. Entre medio alzaban nietos y tomaban sol.
Como frutilla del postre, cuando ellos pegaron la vuelta, nos fuimos con la Sofí, la familia de mi hermano, el Jony, el gordo Yeye y la Jime de campamento a la laguna de Baccalar, también conocido como el Lago de los Siete Colores.
Los adioses tuvieron menos solemnidades que risas. Y dejamos el Caribe embarazadísimos, bronceados y -sobre todo- recargados de familia y amigos.
Volvimos a San Cristóbal de Las Casas (de acá en más Sancris, por motivos de economía). Los kilómetros pasaban lentos, calurosos y emotivos.
Estuvimos más de una semana viviendo los cuatro (con mi cuñado) en el Aguará en la puerta de la casa de Josefa y Rubén. Nos la pasábamos buscando casa para alquilar. De ahí nos mudamos durante quince días a una cabañita humilde y chiquita de madera. Era linda, acogedora y céntrica. Era la primera vez que alquilábamos algo para vivir fuera del Aguará. Religiosamente venía mi cuñado Matías a cocinar sus empanadas fritas en la vieja olla de fundición. Como no tenía paredes y dormíamos en un colchón sobre el piso, era como despertarse entre medio de una nube espesa de aceite frito.
De ahí nos mudamos a una casita hermosa en el mismo predio, ya más grande. Extrañando un poco la mañanera nube espesa de aceite frito nos quedamos sin la presencia de Matías y, lo que es mucho peor de sus empanadas. Pero él se fue a la vueltita y nos encontrábamos seguido.
Sobre todo para a Sofi, su tropilla de nuevos kilos y la criatura parasitaria que desde adentro le comía sus energías, esa casita tenía la comodidad de un hotel. Por mi parte me acostumbré rápido a sus postres caseros, tartas y budines. Las frutas y las verduras empezaron a poblar la casita de calle Tapachula y como nunca curtimos Internet, dibujamos, escribimos, charlamos y nos pusimos al día con viejas deudas.
Sancris nos recibía con aromas coloniales, con su dolorosa historia y su turismo revolucionario. En la pintoresca Babilonia chiapaneca se cruzan tzeltales que venden celulares de lujo y europeos pata sucia con la ropa rasgada. En el medio hay mercados tradicionales, “coletos” realistas, radicales chamulas, zapatistas de a de veras, lluvia, vendedores de ámbar, medias mojadas, temazcaleros, chiquitos vendedores de pulseras, zapatos mojados, iglesias antiguas, lluvia, marimbas, choles, fresas (chetos), rastas, perros, perros mojados, lluvia, inmigrantes, gringos que son más mexicanos que Pedro Infante y más zapatistas que Marcos, bares, selva, actores, centros culturales, barrios periféricos, lluvia, combis, veredas angostas, sombreros mojados, ventanas chuecas, postres de Sofi, pantalones mojados, tamales, elotes, esquites, huipiles y un tanto de dignidad frente al agua y frente a las injusticias del des-gobierno.
También por esos días preparábamos todo en el Hogar Comunitario YACH'IL ANTZETIC (www.yachilantzetic.com) donde daríamos a luz; al mismo tiempo que en la comunidad de Acteal, donde en breve filmaríamos un documental sobre Proyecto Miradas con un equipo de profesionales-amigos que llegaría desde Argentina.
Ambas cosas, sobre todo la primera, nos generaba una sensación extraña y especial difícil de adjetivar. 
El Hogar Comunitario nos fascinó desde el primer día. Sobre el parto, realmente no nos importaba el país al que fuéramos a tenerlo (Nunca creímos en las fronteras y reconocemos la falsedad de los papeles que atestiguan nacionalidades). Pero siempre tuvimos en claro que sería en un pueblo chico, no turístico, donde compartíamos el momento con la gente del lugar.   
Incluso, cuando alguna vez una viajera (Ana, de  Cooperativa Banana) sugirió dar a luz en Sancris no pareció buena idea: no era esta una ciudad que cumplía con nuestras ideas previas ni mucho menos. De hecho es una ciudad de la que tenía un recuerdo bastante “careta”, hipócrita.
Como si fuera poco, llegamos viajando en grúa más de cuatro horas y un viernes a la noche. Cuando salimos a dar una vuelta Sancris parecía Nueva York. A la Sofi tampoco le seducía la idea de parir acá.
Pero en honor a la verdad, al tiempo nos fue cerrando la boca esta ciudad con tanta mística como verduras frescas y aires cercanos de rebeldía.


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